Fuente: Rima DE VALLBONA [Rima Gretchen Rothe - San José,
Costa Rica, 1931], "¿Hubo matriarcados en la América prehispánica?", en revista Mediaisla, 27 de agosto de 2011, http://mediaisla.net/revista/2011/08/%C2%BFhubo-matriarcados-en-la-america-prehispanica/
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En resumen, poco a poco, conforme se efectuaban las guerras expansionistas de los imperios indígenas, se fue excluyendo a las mujeres del ámbito de política, religión, economía, cultura e instituciones militares. El signo mujer perdió entonces fuerza y dominio, a tal punto que sus derechos y campos de acción independientes o no subordinados a los hombres, quedaron reducidos a los que los conquistadores dejaron consignados en sus crónicas. En suma, la presencia de los españoles en el Nuevo Mundo remachó dicha tendencia y acabó del todo, en la mayoría de las comunidades indígenas, con el paralelismo interdependiente de los géneros [...]
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¿Hubo matriarcados en la América prehispánica?
Por Rima de Vallbona*
Los conquistadores que llegaron al Nuevo Mundo saturados de fantasías de las novelas de caballería, en esas exóticas tierras vieron o pretendieron ver hecho realidad lo imaginado, como la presencia de Amazonas, sirenas, dragones y otros entes fantásticos. Además, hay que considerar que esos conquistadores, pese a que ya habían entrado en el Renacimiento, trajeron a las tierras conquistadas las falsedades y misterios de la Edad Media; a todo esto hay que agregar “las historias de marineros […] y de viajeros como Marco Polo, Sir John Mandeville y el caballero Tafur […, quienes traían] rumores de islas misteriosas con extrañas formas de vida, hidras, gorgonas, sirenas, horrendos Calibanes y cantantes Arieles”.
Los conquistadores que llegaron al Nuevo Mundo saturados de fantasías de las novelas de caballería, en esas exóticas tierras vieron o pretendieron ver hecho realidad lo imaginado, como la presencia de Amazonas, sirenas, dragones y otros entes fantásticos. Además, hay que considerar que esos conquistadores, pese a que ya habían entrado en el Renacimiento, trajeron a las tierras conquistadas las falsedades y misterios de la Edad Media; a todo esto hay que agregar “las historias de marineros […] y de viajeros como Marco Polo, Sir John Mandeville y el caballero Tafur […, quienes traían] rumores de islas misteriosas con extrañas formas de vida, hidras, gorgonas, sirenas, horrendos Calibanes y cantantes Arieles”.
El primero en dejar constancia escrita de las maravillas
sorprendentes que presenció en la geografía de América, fue Cristóbal
Colón. El almirante compara el clima y la vegetación de las primeras
islas divisadas, con los de Andalucía en el mes de abril y queda
admirado ante el “cantar de pajaritos que parece que el hombre nunca se
querría partir de aquí, y las manadas de los papagayos que oscurecen el
sol; y aves y pajaritos de tantas maneras y tan diversas de las nuestras
que es maravilla”. En esos fascinantes dominios de maravilla, no es
extraño que Colón haya visto tres sirenas “que salieron bien alto de la
mar [pero] no eran tan hermosas como se pinta[ba]n”.
¿Y qué mayor aturdimiento para aquellos hombres que venían de la
pusilánime Castilla medieval, de altos cuellos y abundantes vestimentas,
que ver a las taínas mozas desnudas y que solo traían “por delante de
su cuerpo una cosita de algodón que escasamente les cobija[ba] su
natura”?
De asombro en asombro, de portento en portento, fue así como se
inició entre esos rudos hombres el mito de las amazonas. Y ¿quién sino
Colón, fue el primero que dio la noticia de “la isla Matinino que era
poblada de mujeres sin hombres” y que había otras islas, donde “hallaron
muchas estatuas en figuras de mujeres […] muy bien labradas”.
Gonzalo
Fernández de Oviedo aporta al dato de Colón lo siguiente: hay mujeres
indígenas que “viven en repúblicas e son señoras sobre sí, a imitación
de las Amazonas”. A lo largo de su crónica suministró datos de que
algunos conquistadores, bajo el mando de Jerónimo Dortal, hallaron en
tierra firme “pueblos, donde las mujeres [...eran] reinas o cacicas e
señoras absolutas, e manda[ba]n e goberna[ba]n, e no sus maridos, aunque
los ten[í]an”. Nuño Guzmán y sus huestes, conquistadores de Nueva
Galicia (Jalisco), “tuvieron nueva de una población de mujeres, e luego
nuestros españoles las comenzaron a llamar amazonas”. Nuño de Guzmán
otorgó permiso a Gonzalo López, su maestre de campo, para explorar esa
región; éste, con el permiso de ellas, entró con su tropa en el pueblo
donde vivían, llamado Çiguatán o Ciguatlam, vocablo que quiere decir
“Pueblo de Mujeres”. Ellas “diéronles muy bien de comer e todo lo
nescesario de lo que tenían. Aquella república es de mill casas y muy
bien ordenada; e súpose, dellas mismas, que los mancebos de la comarca
vienen de su cibdad cuatro meses del año a dormir con ellas, e aquel
tiempo se casan con ellos de prestado e no por más tiempo, sin ocuparse
en más de las servir e contentar en lo que ellas les mandan que hagan de
día en el pueblo o en el campo. [...] E cumplido el tiempo que es
dicho, ellos todos se van a sus tierras [...]. Y si quedan esas mujeres
preñadas, después que han parido, envían los hijos a sus padres para que
los críen [...]; e si paren hijas, retiénenlas consigo, e críanlas para
aumentación de su república”.
Tiempo después Nuño de Guzmán afirmó que no era cierto, pues cuando
él volvió al sitio, halló a algunas casadas “e que lo tienen por
vanidad”. Sin embargo, hoy en día Blanca López de Mariscal afirma que
esta noticia “no está en absoluto reñida con la forma en que se describe
la organización social de las mujeres de Cihuatlán (un pueblo que aún
hoy lleva este nombre, situado en el estado de Jalisco, muy cercano a la
frontera con Colima). Ellas reciben a los mancebos de la comarca a su
entera conveniencia”.
También Fernández de Oviedo menciona que el gobernador Jerónimo de
Dortal y sus acompañantes hallaron “en muchas partes, pueblos donde las
mujeres eran reinas o cacicas e señoras absolutas, e manda[ba]n e
gob[ernab]an, e no sus maridos, aunque los […tuviesen]; y en especial
una, llamada Orocomay, que la obedescen más de treinta leguas en torno
de su pueblo”. Ella sólo se hacía servir de mujeres y en su pueblo no
vivían hombres, salvo los que ella misma llamaba para realizar trabajos o
enviarlos a la guerra.
Asimismo se tuvieron noticias del capitán Francisco de Orellana y los
descubridores que navegaban con él, que la cacica Conori gobernaba en
Tierra Firme, en Quito (entre el río Marañón y el Río de la Plata o
Paraguanazú), un territorio de más de trescientas leguas “pobladas
de mujeres, sin tener hombres consigo. [... Conori era] muy obedescida e
acatada e temida en sus reinos e fuera de ellos, en los que le [eran]
comarcanos. E t[enía] subjetas muchas provincias que la obedesc[ía]n e
t[enía]n por señora ”. Fernández de Oviedo explicó que era tanto el
poderío de esta gobernanta, que le rendían obediencia y tributo “grandes
señores e señorea[ba]n mucha tierra”.
En
las crónicas abundan los pasajes en los que se mencionan regiones
gobernadas por cacicas; una de ellas fue la del pueblo llamado Jalameco;
esta cacica recibió al gobernador Hernando de Soto con fastuosidad.
Fernández de Oviedo cuenta que la “trujeron principales con mucha
auctoridad en unas andas cubiertas de blanco (de lienzo delgado) y en
hombros, e pasó en las canoas, e habló al gobernador con mucha gracia y
desenvoltura. Era moza y de buen gesto, e quitóse una sarta de perlas
que traía al cuello e echósela al gobernador por collar e manera de se
congraciar e ganarle la voluntad”.
También, Fernández de Oviedo recogió en sus crónicas rumores de
pueblos habitados y gobernados por mujeres en las costas de Venezuela,
Colombia, Quito y México. Para hacer más verosímil la presencia de las
amazonas en el Nuevo Mundo, en junio de 1542, fray Gaspar de Carvajal
consignó que él y quienes lo acompañaban las vieron luchando como
capitanas al frente de un batallón de hombres indígenas. Ellas peleaban
tan valientemente que los hombres bajo su mando no se atrevían a
rendirse y aquellos que intentaban retirarse, los mataban ahí mismo,
ante los españoles. No obstante esas pruebas, Fernández de Oviedo pone
en tela de juicio el que en realidad fueran amazonas las que vivían en
esos pueblos de mujeres, explicándolo como sigue: los cristianos las
comenzaron a llamar amazonas, sin lo ser; porque aquellas que los
antiguos llamaron amazonas, fue porque para ejercitar el arco y las
flechas, seyendo niñas, les cortaban o quemaban la teta izquierda, e no
les crescía, e dejaban la derecha para que pudiesen criar la hija que
pariesen [... así pues, en griego,] amazona quiere decir sin teta”.
Basada en esas y otras noticias, la antropóloga Laurette Séjourné
dedica parte de sus investigaciones a seguir la pista a los vestigios
matriarcales que se observan en algunas comunidades nativas del Nuevo
Mundo, como el hecho de que “el hombre no se avergüenza de hacer las
tareas juzgadas en otras partes como indignas del sexo fuerte”. Una de
las pruebas, a su entender, se puede apreciar en lo que ocurría en
Ecuador y en los alrededores del Cuzco, donde, según Cieza de León, las
mujeres labraban los campos y beneficiaban las tierras y las mieses, y
los maridos hilaban, tejían y se ocupaban en hacer ropas. Además, hay
que tomar en cuenta lo que fray Bartolomé dice de los hombres que no
eran “para mujeres” o habían perdido su virilidad, los cuales usaban
“vestidos femíneos, para dar noticia de su defecto, pues se habían de
ocupar en hacer las haciendas y ejercicios de mujeres”.
Una
de esas comunidades es la chorotega. Por mandato del gobernador
Pedrarias Dávila, fray Francisco de Bobadilla efectuó una entrevista a
los nativos de Nicaragua durante el tiempo que pasó en esa región
adoctrinándolos; dicha entrevista la reprodujo Gonzalo Fernández de
Oviedo en su Historia general y natural de las Indias, en la
cual se pueden apreciar los muchos privilegios que tenían las mujeres
chorotegas. Empezaré por explicar quiénes eran los chorotegas o mangues:
descendientes de los habitantes de Chiapas, México, los chorotegas se
establecieron en la reducida región de la Gran Nicoya, hacia el siglo
XIV D.C. Clavijero cuenta que “al llegar a Xoconusco, [los chiapanecas]
se dividieron, yendo unos a poblar Nicaragua y quedaron los restantes
en Chiapas”. La Gran Nicoya, donde se establecieron, constituía un
puente entre el norte y el sur y por tanto, el entrecruce de varias
culturas, como las de Colombia en el año 1000 D.C., otra de México,
cincuenta años después de la chorotega y la de los caribes de Venezuela,
en 1400 D.C.. La influencia de todas ellas sobre los chorotegas se
puede apreciar en algunas de las costumbres, en especial las de los
aztecas, pues practicaban, como ellos, la antropofagia ritual; de
Colombia, el tratamiento del oro por el vaciado en cera.
Cuando llegaron los conquistadores y durante varios siglos después,
la Península de Nicoya formaba parte del territorio de Nicaragua. En
1824 los habitantes de los pueblos de Santa Cruz y Nicoya efectuaron un
plebiscito por medio del cual decidieron la anexión del Partido de
Nicoya a Costa Rica. Esto explica que Fernández de Oviedo mencione
siempre a Nicaragua al referirse a la Gran Nicoya. Sustenta el hecho de
que el poderío de los aztecas llegó hasta esas regiones, vale explicar
que el término Nicaragua procede de “Nic-Anahuac” que sugiere el sentido de “el Anáhuac de aquí”.
En muchos aspectos, los chorotegas o mangues de la Gran Nicoya, se
destacaron por transgredir las estructuras del poderío azteca, por lo
que se prestan como ejemplo de lo que podrían ser vestigios de un muy
lejano matriarcado. Empecemos por señalar que en la sociedad chorotega
algunos padres llevaban a sus hijas vírgenes al cacique y hasta le
suplicaban que las desflorara. Esto lo hacían “para las honrar a ellas e
a sus parientes, e luego se casaban con ellas de mejor voluntad los
otros indios”.
Además, en los areitos o bailes participaban igualmente hombres y
mujeres; ellas, “asidas de las manos, e otras, de los brazos, e los
hombres en torno de ellas, más afuera”. Terminada la danza y los
sacrificios rituales de algunos de los bailarines, “todas las mujeres
dan una grita muy grande y se van huyendo al monte [...] contra la
voluntad de sus maridos e parientes, de donde las toman a unas con
ruegos, e a otras con promesas e dádivas, e a otras que han menester más
duro freno, a palos o atándolas por algún día [...]; e a la que más
lejos toman, aquélla es más alabada e tenida en más”.
Bien
podría interpretarse con Lévi-Strauss que esta algazara o “guirigay” en
todas las latitudes es signo y complot de una ruptura del orden,
ruptura entendida como matrimonios desavenidos, eclipses, sacrificios,
guerras, motines, etcétera. De acuerdo con esto se podría descifrar la
gritería y huida de las mujeres como una protesta contra el régimen
patriarcal que imponía guerras y horrendos sacrificios humanos.
A lo anterior hay que agregar que entre los chorotegas la
prostitución era un respetable oficio que practicaban algunas mujeres
al precio de diez granos de cacao por sesión; este “dinero” estaba
destinado a acumular una enjundiosa dote que atrajera a los mejores
pretendientes; lo interesante es que era la joven la que escogía a su
futuro marido, y no sus padres, como era costumbre entre los aztecas.
Una vez casadas, en general las mujeres chorotegas no querían tener
hijos para no estropear su belleza. Contrariamente a la costumbre de los
aztecas, el aborto era muy corriente entre los chorotegas, siempre que
lo aprobara el marido
Vale mencionar que el prostíbulo de las comunidades chorotegas se hallaba en el mercado o tianguez,
y éste era administrado y atendido sólo por las mujeres, quienes
vendían “esclavos, oro, mantas, maíz, pescado, conejo e caza de muchas
aves, e todo lo demás”. A ningún hombre de la comunidad se le permitía
la entrada, excepto a los mancebos que no habían conocido mujer, a los
hombres de otros pueblos y a forasteros aliados.
Puesto que las mujeres chorotegas se cuidaban del trueque y trato de
las mercancías, los hombres debían proveer los productos de su quehacer
cotidiano, a saber, labranza, caza o pesca; pero antes que el marido
saliera a cumplir con esas actividades, tenía que dejar barrida la casa y
encendido el fuego. Dicha obligación asignada a los varones, bien
podría interpretarse como una manifestación más propia del sistema
matriarcal transgresor del patriarcado que tradicionalmente asigna esas
tareas a las mujeres. Por todo lo anterior, los nicaraos,
haciendo alarde de que eran “muy señores de sus mujeres” a las que
mandaban y tenían sujetas a su voluntad, les echaban en cara a los
chorotegas, sus vecinos, feroces y valientes guerreros, recriminándoles
ser “mandados e subjetos a la voluntad e querer de sus mujeres”.
Además de los chorotegas, existen signos en otros grupos
etnohistóricos que sugieren la presencia de lejanos matriarcados en la
geografía del Nuevo Mundo. Por ejemplo, Fernández de Oviedo informa que
las mujeres del Golfo de Urabá, en Castilla del Oro, “van a las batallas
con sus maridos, e también, cuando son señoras de la tierra e mandan e
capitanean su gente”, las llevan en andas, al igual que los señores, por
una o dos docenas de indios.
Asimismo, Séjourné relata que en la actualidad han quedado en otros
grupos indígenas supervivencias de algunas costumbres que practicaban
los antiguos chorotegas, en especial, la de la presencia dominante de
las mujeres en el tiánguez o mercados. La antropóloga lo experimentó en
Tehuantepec, donde todavía, en 1978 (fecha de publicación de su libro),
“sería extraordinario encontrar a un hombre del lugar en el mercado
[...]. Es evidente que sólo las mujeres venden en los mercados; los
[...] hombres que allí se ven provienen de afuera”. Los lugareños
pacientemente “esperan en el exterior de la cerca que lo rodea, que
alguna mujer quiera llevarles lo que piden”. Ninguno de ellos se
atrevería a instalar un puesto en esos tiánguez, pues las mujeres lo
echarían en seguida con burlas y desprecios. En el pueblo de San Mateo
del Mar de esa región, como vimos antes entre los chorotegas, son los
varones los que realizan ciertas tareas atribuidas por tradición a la
mujer; cuenta Séjourné que mientras la esposa reinaba en el mercado, el
marido “lavaba la hamaca que fue destinada [para ella como huésped],
cuidaba del fuego del hogar y cosía alegremente a máquina los huipiles” o
camisas largas.
Sustentan
más la teoría de Séjourné los documentos contenidos en archivos de la
nación, en especial el Archivo General del Estado de Oaxaca, Archivo
Regional de la Mixteca, Tlaxiaco y el Archivo del Poder Judicial del
Estado de Oaxaca, los cuales superan los datos suministrados por la
etnohistoria oficial de los cronistas. Basándose en documentos de
archivo de esas regiones, Ronald Spores suministra evidencia de la
abundancia y riqueza de cacicas que durante la Colonia predominó en esa
geografía. Entre dichas cacicas se destacan Ana de Sosa, Catalina de
Peralta y María de Saavedra.
La primera, Ana de Sosa, fue cacica de Tututepec, una de las comarcas
más fértiles de Mesoamérica, la cual abarcaba desde el Istmo de
Tehuantepec hasta la frontera entre Oaxaca y el actual estado de
Guerrero. Ana recibió el cacicazgo a raíz de la muerte de su marido,
cerca de 1550 y mantuvo dicho puesto y autoridad hasta que en 1570 el
título pasó a manos de su hijo, Melchor de Alvarado; éste defendió y
mantuvo el puesto y poderío contra Alonso de Mendoza, hijo bastardo de
su padre. En 1601, Isabel de Alvarado, nieta de Ana de Sosa, fue
confirmada cacica de Tututepec y Juquila por el virrey y la audiencia de
Nueva España. Ella tenía extenso número de bienes muebles e inmuebles,
entre los que contaban propiedades, huertas, lagunas, ricas joyas,
piedras preciosas y finísimas ropas. Spores explica que “sólo las
posesiones de Hernán Cortés en el Valle de Oaxaca y de Tehuantepec,
excedían las de Ana de Sosa. […] Sin duda alguna, a mediados del siglo
XVI Ana de Sosa era la mujer más rica y poderosa, nativa o española, en
el sur de Nueva España”.
La segunda cacica de Oaxaca fue Catalina de Peralta, quien en 1559
recibió el título real de cacica de Teposcolula después de un largo
pleito legal contra Felipe de Austria de la familia poderosa de
Tilantongo. Felipe era el viudo de la hija del difunto cacique de
Teposcolula, Pedro de Osorio, quien no dejó herederos, por lo que el
viudo reclamó que se le declarara sucesor. Catalina pudo substanciar su
demanda como hija de la hermana de Osorio; asimismo, probó que ella era
la legítima heredera, por ser nieta de gobernantes pre-hispánicos de
Teposcolula. Éste fue un muy importante cacicazgo, tanto antes, como
después de la Conquista. El precio legal declarado de los bienes de
Catalina “abarcaba casas, joyas, tierras y huertas y era de seis mil pesos de oro de minas y mucho más,” enorme
suma para aquellos tiempos . Las cursivas son del autor). Catalina pasó
su vida defendiendo su herencia, pero murió sin dejar hijos, por lo que
a finales del siglo XVI ese título recayó en un noble primo suyo.
Otra de las poderosas cacicas de la región mixteca fue doña María de
Saavedra, quien en 1573 recibió el cacicazgo de Achiutla y Tlaxiaco, dos
de los más grandes y ricos patrimonios nativos, que heredó de su padre,
don Felipe de Saavedra. Con el fin de que doña María recibiera ese
título, su padre impuso en su testamento la orden de que su hija debía
casarse con su primo, el hijo de la hermana de él, doña Isabel de Rojas.
En 1587 doña María de Saavedra contrajo matrimonio con su primo
hermano, don Francisco de Guzmán, hijo del cacique de Yanhuitlan,
Gabriel Guzmán y doña Isabel de Rojas de Tlaxiaco-Achiutla. Recordar que
los mixtecas practicaban la endogamia, por lo que era común para ellos
el matrimonio entre primos durante la época pre-hispánica y la Colonia.
Una vez cumplió con los requisitos impuestos en su testamento por su
padre, los terrenos, pastizales, huertas, tributos que recibiría de los
pueblos bajo su mandato y los bienes muebles e inmuebles que heredó doña
María fueron incontables. Spores, el autor del artículo, dice que sus
tierras y posesiones “eran las más extensas y valiosas, pertenecientes a
un solo individuo en la provincia de Tlaxiaco a mediados del siglo
XVI”; tanto, que en 1581 ella donó y vendió algunas de sus más fértiles
tierras al monasterio dominicano de Tlaxiaco.
Spores
menciona otras cacicas mixtecas menos poderosas que las de Tlaxiaco,
Yanhuitlan y Teposcolula, como doña Juana de Rojas, titular del
cacicazgo de Tlacotépec en el centro de la región mixteca, quien estaba
casada con don Jerónimo de Rojas, cacique de Ocotepec. María López fue
cacica de Tlacotepec, el cual, a su muerte, pasó a manos de doña Juana
de Rojas, quien en un litigio probó que don Juan de Guzmán había
usurpado el poder y que a ella le correspondía ese título; ganó el
litigio y quedó dueña del cacicazgo de Ocotepec y de Tlacotépec.
Algunos de esos cacicazgos siguieron siendo gobernados por mujeres,
según Spores, hasta el siglo XVIII y otros continuaron hasta principios
del XIX; ése fue el caso de doña Pascuaza Feliciana de Rojas,
descendiente de doña Juana de Rojas, y cacica de Santo Tomás Ocotepec,
Santa Cruz Nundaco y otras comunidades mixtecas. Más avanzada la
Colonia, las mujeres mixtecas perdían sus privilegios y títulos, los
cuales eran reñidos por sus propios parientes, comunidades vecinas,
caciques, la orden de frailes dominicos, y hasta españoles, mestizos e
indios. “Doña Pascuaza tuvo que defender sus derechos en varias
ocasiones, de modo que sus herederos continuaron en posesión de sus
tierras hasta muy entrado el período posrevolucionario”.
Powers continúa informando acerca del poderío de las mujeres
mixtecas, quienes “heredaban títulos dinásticos por medio de
descendencia directa, tal como los heredaban sus contrapartes masculinos
y eran iguales a ellos en rango”. Asimismo los mixtecas desarrollaron
un sistema de alianzas maritales endogámicas que produjo una multitud de
pequeños cacicazgos desde el año 1000 DC. Estas indígenas mixtecas
tendían a gobernar más que las mujeres del centro de México.
Aparentemente, concluye Powers, lo que contaba en esa sociedad era el
linaje y no el género.
Todas esas cacicas mixtecas eran miembros de la misma casta
endogámica y estaban relacionadas a través del matrimonio o por vínculos
familiares. De acuerdo con Spores, “las cacicas fueron activas e
influyentes en la vida social, económica y política y representaron un
importante papel en la formación de la sociedad colonial mixteca”.
Como dato curioso, Fernández de Oviedo cuenta que en el Nuevo Reino
de Granada (hoy Colombia), habitaban los feroces panches. Durante las
batallas, no son los hombres los que piden tregua o la paz, “sino la
mujer o mujeres; porque dicen que son más amigables y más blandas para
alcanzar la paz de los contrarios [...] y porque es mejor que mientan
ellas, que no ellos”. Entre estos panches, las mujeres que no quieren
casarse acostumbran llevar arco y flechas y van a la guerra con los
hombres; ellas guardan castidad y “pueden matar sin pena a cualquier
indio que les pida el cuerpo o su virginidad”.
Entre los incas existían grupos étnicos gobernados por mujeres llamadas capullanas,
con el mismo poder y privilegios de los líderes masculinos. Cuando
hacia 1530 llegaron los españoles, estas mandatarias mantenían su
poderío en la costa norte del Perú. Aquí interesa mencionar el caso de
doña Francisca Sinagsichi, cuyo mandato en las tierras del
altiplano del Ecuador, fue legitimado por el Inca durante la conquista
de los Andes del norte “en una doble ceremonia en la que a ella y a su
esposo se les concedió separada jurisdicción sobre la gente de esa
área”.
Sin
embargo, bajo el mandato de los españoles, las capullanas poco a poco
fueron perdiendo su poderío; ése fue el caso de doña Francisca Canapaynina,
quien se apoyó en la tradición de que las mujeres gobernaban antes de
la llegada de los españoles, para reclamar ante las cortes el liderazgo
de uno de esos grupos del altiplano; ella perdió su caso y el poder pasó
a su marido, don Juan Temoche. En cuanto a la capullana doña
Francisca Sinagsichi, del Ecuador, quien había recibido el poder de mano
del Inca, después de la invasión de los españoles, las autoridades
coloniales reconocieron sólo a su esposo, don Sancho Hacho, como
el poderoso señor de la entera provincia de Latacunga, que abarcaba los
dominios de su esposa. Además, por servicios militares, se le otorgó a
él una encomienda, la orden de caballero y un escudo heráldico; así, el
señor Hacho se convirtió en uno de los más ricos quitenses del siglo
XVI. A doña Francisca se le concedió una propiedad hereditaria y en los
expedientes españoles aparece sólo como la esposa legítima de don
Sancho. En 1580, cuando doña Francisca preparaba su testamento, don
Sancho la había abandonado y vivía en concubinato con doña Francisca Chiguaranquil. Esto
la llevó a temer que su marido se aprovechara del sistema colonial que
no favorecía en nada a las mujeres y le quitara poder político.
Refuerza el aserto de un posible matriarcado el hecho de que a lo
largo de la geografía precolombina hubo regiones en las que persistía
una conducta matrilineal. En el Imperio Inca existió, por ejemplo, entre
los señores principales la supremacía de la herencia materna, sobre
todo en las costas del Pacífico, donde el poder no iba a manos del hijo
del hermano, como lo expuso Cieza de León, sino “antes al hijo de la
hermana, que deste preferían, diziendo que éste era más sierto heredero y
sobrino que el hijo del hermano”, pues lo había parido la cuñada.
También en Ecuador, “es el hijo de la hermana el heredero”, tal como lo
explica López de Gómara. En lo que toca a los mayas, en Yucatán, por
ejemplo, se le asignaba el primer lugar al nombre del clan de la madre,
mientras que al clan del padre se le concedió ese privilegio poco antes
de la llegada de los españoles.
La hegemonía de la mujer en comunidades como la de los chorotegas en
el Golfo de Nicoya, las de Urubá en Castilla del Oro, y las de
Tehuantepec y Oaxaca en México, ha dado motivo a la antropóloga Laurette
Séjourné para interpretarla como un signo de que a la llegada de los
españoles y hasta durante el siglo XX, todavía se podían apreciar
vestigios de algún posible lejano matriarcado indígena. Es así que ella
concluye que “la supervivencia del conjunto cultural centrado en la
filiación femenina no se observa más que en los países colindantes con
el Pacífico, por lo que se puede pensar que el lugar de origen [del
matriarcado] sea la región del actual Perú”.
No obstante, aquí se hace preciso aclarar que aún no se sabe si el
matriarcado existió como un ciclo independiente de cultura, o sea que
hubiese habido una etapa de la historia caracterizada por un absoluto
predominio de la mujer. Sin embargo, existen ciertas estructuras ̶ el
matrilocalismo, la ginecocracia ̶ que realzan la importancia social,
jurídica y religiosa de las mujeres. Empero, Eliade explica que
importancia no significa supremacía de ellas. Aquí conviene revisar lo
siguiente: existe una hipótesis que fue adoptada por la escuela
histórico-cultural, según la cual, las sociedades secretas de hombres
surgieron como consecuencia del ciclo matriarcal: el objetivo de dichas
sociedades consistía en disfrazarse de demonios para aterrorizar a las
mujeres y así eliminar el poderío de ellas, producto del matriarcado.
Eliade dice que no hay prueba de eso y que más bien “las sociedades
secretas de hombres se derivan de los misterios de iniciación tribal”;
las de las mujeres, en cambio, tienen su origen en algunos ritos de
iniciación durante la pubertad, conectados con la primera menstruación.
Además, hay que tomar en cuenta que según los etnólogos, si hubo un
matriarcado, este no fue un fenómeno primordial, pues ocurrió después
del cultivo de las plantas y de la propiedad en tierra laborable.
Los
inusuales comportamientos de la mujer nativa, los cuales desconcertaron
a los conquistadores, podrían explicarse mejor echando mano a la
acertada interpretación de la conducta indígena bajo la definición de
paralelismo genérico auto-independiente y la descendencia paralela, que
expone Powers de la siguiente manera: entre los aztecas, ese sistema
posibilitaba a las mujeres a ocupar amplios espacios en los que sus
quehaceres tenían un equivalente masculino. En una sociedad en los que
sus quehaceres tenían un equivalente masculino. En una sociedad con ese
sistema, las “mujeres y hombres operan en dos esferas separadas pero
equivalentes, en las cuales cada género disfruta de autonomía”; como
ejemplo, la autora expone el siguiente: tanto en la sociedad azteca como
en la inca, las mujeres tenían sus propias organizaciones religiosas y
políticas con su propia jerarquía de sacerdotisas y oficiales, como
tenían los hombres en su esfera. Pese a que cada género funcionaba en su
propia esfera, sus mundos eran altamente interdependientes y se
juntaban en la cúspide del sistema político por el mandato de un señor
supremo y su concejo.
Aquí conviene tomar en cuenta que en el sistema político y
gubernamental, el puesto de máxima autoridad, después del monarca
azteca, lo ejercía un hombre cuyo título era el de cihuacóatl, que quiere decir “mujer serpiente”. Ángel Mª Garibay, en el prólogo a la Historia de fray Diego Durán, presenta la siguiente interpretación de ese vocablo nahua: “cihuacóatl, cihuacuatl, cihuacohuatl. Grafías variadas. [...] Es el funcionario segundo en categoría; sigue al tlacatecuhtli,
y es el representante del ‘principio femenino’. De ahí su nombre, que
puede traducirse ‘Mujer serpiente’ o mejor ‘Comparte femenino’. Es el
que sustituye al rey, como la mujer al marido en casa”. De esta
estructuración mítico-simbólica de un doble principio vital podría
derivarse el sentido de dignidad que se mantuvo entre los aztecas. A
partir del monarca azteca y de cihuacóatl, su correspondiente en el
poder, se aprecia una casi rigurosa correspondencia de las funciones de
hombres y mujeres que reproducen las que cumplían las parejas sagradas
en el Cosmos.
Interesa consignar que la anónima Relación de Michoacán recoge instancias en las que el rey o cazonci saludó a los sacerdotes diciéndoles: “‘madres, seáis bienvenidas’. Pues así era como se dirigían a los sacerdotes de la madre Cuerauaperi”.
A lo anterior hay que agregar la tendencia nahua de llamar a sus
gobernantes “padres y madres” del pueblo ̶ explica Haskett ̶ lo cual
significaba que tanto los varones como las mujeres en su función
paternal eran necesarios para realizar un liderazgo adecuado.
Por su parte, Kellogg explica que “la base del paralelismo genérico
se apoya tanto en las formas de cultura y pensamiento mexicanos, como en
las creencias y estructuras mexicanas del parentesco. Aquéllos abarcan
en especial dualidades y complementariedades, las cuales a veces ponen
énfasis en contrastes y oposiciones”. En ese sistema del que
participaban igualmente aztecas como incas, las mujeres no se
consideraban subordinadas o menos importantes en el manejo exitoso de la
sociedad. Por ejemplo, en las comunidades andinas, los hombres araban,
las mujeres sembraban y los dos juntos recogían las cosechas. En
Mesoamérica, mientras el hombre luchaba en los campos de batalla, las
mujeres en la casa tenían que conservarla limpia y ordenada para así
cumplir con su responsabilidad de mantener el equilibrio cósmico.
Algunos estudiosos del tema dicen que ese principio paralelístico fue
socavado tanto por los aztecas como por los incas, pues con la
expansión de sus imperios, la guerra llegó a ser la ocupación más
prestigiosa; según ellos, fue así que las mujeres, que no podían ser
guerreras, perdieron su estatus social. Otros como Louise Burkhart
expusieron que esas sociedades desarrollaron entonces nuevas ideologías
del género que equiparaban el rol de la mujer al de los guerreros. Eso
se puede apreciar en el hecho de que el parto con éxito lo comparaban
los aztecas con la victoria del guerrero en el campo de batalla, pues en
el momento en el que la criatura salía del vientre de la madre, “la
partera daba unas voces a manera de los que pelean en la guerra; esto
significaba [...] que la paciente había vencido varonilmente, y que
había cautivado un niño”. Además, las que morían durante su
primer parto, recibían parecida gloria e igual tarea a la de los
guerreros caídos en batalla: éstos, con sus rodelas y armas, “iban
delante [... de Tonatiuh, el dios Sol] peleando, con pelea de regocijo, y
llevábanlo así hasta el puesto de mediodía. [...] Las mugeres que
morían en la guerra, y las que del primer parto fallecían [...iban] a la
casa del sol, y [...residían] en la parte occidental del cielo”.
En
resumen, poco a poco, conforme se efectuaban las guerras expansionistas
de los imperios indígenas, se fue excluyendo a las mujeres del ámbito
de política, religión, economía, cultura e instituciones militares. El
signo mujer perdió entonces fuerza y dominio, a tal punto que sus
derechos y campos de acción independientes o no subordinados a los
hombres, quedaron reducidos a los que los conquistadores dejaron
consignados en sus crónicas. En suma, la presencia de los españoles en
el Nuevo Mundo remachó dicha tendencia y acabó del todo, en la mayoría
de las comunidades indígenas, con el paralelismo interdependiente de los
géneros, que expusimos arriba.
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* RIMA DE VALLBONA (Costa Rica), DML. Catedrática
Emérita, University of St. Thomas, Houston, Texas. Miembro numerario de
la ANLE y Correspondiente de la Academia Costarricense.
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