Francesca Gargallo es una escritora
feminista que ha estudiado filosofía y cree en el diálogo entre mujeres para
que la vida de las mujeres tenga visibilidad, derechos y placer de ser. A eso,
al reconocerse portadora con el propio cuerpo de mujer de múltiples formas de
aprehender el mundo y al afirmar que la fuerza no viste ropajes masculinos y
que el hombre no es el paradigma de la humanidad, le llama feminismo.
En filosofía se ha dedicado a la
historia de las ideas, en particular las ideas feministas y las ideas
latinoamericanas. Sus libros sobre el tema son: Ideas Feministas Latinoamericanas (2004 y 2006) y, más reciente, Feminismos desde Abya Yala (2012), fruto de un largo intento de diálogos cruzados con
intelectuales y activistas de diversos pueblos y nacionalidades originarias de
Nuestra América.
La historia de las ideas feministas le
ha revelado la importancia de la ética en las actuaciones feministas, así como
la vocación educativa del feminismo como teoría de la convivencia.
No obstante, es como escritora
-escritora y no novelista, escritora y no poeta, escritora y no filósofa, ya
que una escritora escribe: desde el diario hasta un ensayo, desde un poema
hasta una novela- que Francesca Gargallo construye su propuesta de liberación
de la expresión feminista. Entre sus novelas, prefiere: La decisión del
capitán y Marcha seca, aunque la que el público prefiere es Estar
en el mundo. Su cuento infantil preferido es La coyota risueña y loca,
aunque el más vendido sea El ruido de la música. Desde 2003, ha
escrito cuatro novelas inéditas y un poemario que va creciendo al paso del
tiempo. En prensa tiene una memoria de los dos años de trabajo de las
compañeras y compañeros de Bordando por la Paz, que probablemente saldrá en
Guadalajara en unos meses.
La siguiente conferencia magistral fue organizada por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, el Departamento de Humanidades, la Universidad Pedagógica Nacional-Ciudad Juárez y el Círculo de Estudios de Género, A.C., y fue presentada en el Instituto de Ciencias Sociales y Administración (ICSA) de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, el 29 de abril de 2013.
La siguiente conferencia magistral fue organizada por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, el Departamento de Humanidades, la Universidad Pedagógica Nacional-Ciudad Juárez y el Círculo de Estudios de Género, A.C., y fue presentada en el Instituto de Ciencias Sociales y Administración (ICSA) de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, el 29 de abril de 2013.
Ética y feminismo en la educación, una visión desde la sujetivación de las mujeres
Francesca Gargallo CelentaniUniversidad Autónoma de Ciudad Juárez, Chihuahua, 29 de abril de 2013
Como feminista, como escritora que ha 
intentado interesar con sus cuentos a niñas y niños, como profesora 
universitaria y como filósofa que se dedica a entender la historicidad y
 compromiso político vital del pensamiento latinoamericano y feminista, 
me he sentido siempre muy honrada del diálogo con las y los pedagogas/os
 y maestras/os.
La práctica de la enseñanza, que en 
términos de Paulo Freire coincide con la construcción de una relación de
 enseñanza-aprendizaje, no resulta convincente sin una conciencia del 
propio trabajo. En efecto, Freire sostenía básicamente que enseñar no es
 transferir conocimientos, sino crear las condiciones para su 
producción, lo cual me permite derivar que la conciencia del trabajo 
docente es, inevitablemente, el presupuesto para una acción ética y 
política. Implica el reconocimiento personal de la importancia de la 
construcción de una relación social, que se da entre miembros de una 
misma sociedad –maestras/os y alumnas/os- y puede cimentar vínculos no 
jerárquicos en la transmisión de saberes distintos. Desde esta 
conciencia, el trabajo docente dispone el contexto de posibilidad para 
que las personas se sientan parte de la sociedad a la que pertenecen y 
que actúen sin nunca perderla de vista.
Ahora bien, la conciencia del trabajo 
docente tiene un vínculo profundo con las teorías que sostienen la 
importancia de la educación.
Hoy me doy cuenta que no fue casual que 
Graciela Hierro, quien fue mi maestra, es decir mi formadora y 
sostenedora en los inicios del trabajo de investigación feminista 
latinoamericana, fuera una filósofa feminista que enseñaba ética y 
filosofía de la educación. Sus reflexiones sobre la “domesticación” de 
las mexicanas como forma histórica de educación a la sumisión las he 
visto reproducirse y diversificarse en acciones políticas, laborales y 
educativas de muy diversos sectores de mujeres. La domesticación no 
libera, sino constriñe, por lo tanto encarna el contrario de la 
educación; es una acción antiética de control contra la que se vuelve 
perentoria una revolución de la vida cotidiana. Des-domesticarse es 
educarse revirtiendo la idea que la cultura masculina es natural y 
universal, lo cual no puede ser una práctica aislada, sino colectiva, 
donde todas las mujeres aporten los saberes que confluyen en la teoría 
feminista.[1]
Fue en 1989 cuando publicó los resultados
 del proceso de enseñanza-aprendizaje que construyeron el saber del 
lugar de la ética en la vida laboral de las mujeres. El trabajo docente 
principal lo había llevado a cabo en grupos de reflexión con enfermeras,
 mujeres que construían desde sus planteamientos de justicia de género, 
como ciertos trabajos se vuelven femeninos porque quien los realiza 
asume el lugar de sumisa y abnegada dadora de vida y salud. Las 
enfermeras habían sido y ya no eran gracias a la relación de 
enseñanza-aprendizaje con Graciela Hierro trabajadoras domesticadas para
 no reconocerse como poseedoras de derechos sino sólo como ofrecedoras 
de servicios.
Práctica, esta idea se dedujo de la 
relación educativa; analítica, esta idea sirvió y sirve para identificar
 procesos de liberación. La he visto germinar en las reflexiones de 
otros grupos que aprendieron del primero, por ejemplo en el Colectivo de
 Mujeres Indígenas Trabajadoras del Hogar (COLMITH), desde que empezaron
 a cuestionar que su trabajo fuera llamado trabajo doméstico, rechazando
 que el trabajo de la casa de un/a patron/a amoldara la sumisión del 
pensamiento y la acción de las trabajadoras. Desde 1995, las mujeres del
 COLMITH actúan políticamente en la defensa y promoción de sus derechos 
culturales, laborales y humanos, fortaleciendo identidades personales y 
colectivas como integrantes de naciones indígenas. En el ir y venir 
entre lo público y lo privado donde se realiza el trabajo del hogar, la 
idea que la des-domesticación es una tarea de liberación de las mujeres 
implicó el reconocimiento de la propia identidad de trabajadora y 
desechó la construcción impuesta de la trabajadora doméstica como 
amorosa sumisa que realiza un trabajo que en su casa realizaría sin 
ninguna paga porque es propio, inherente, al ser mujer.[2]
 La idea de que la ética feminista es una
 ética utilitaria que postula, como criterio de juicio moral, la 
utilidad social de la igualdad de oportunidades entre mujeres y 
hombres,[3] de Graciela Hierro, redundó en la construcción de un trabajo
 docente con conciencia de su potencial liberador y fructificó en las 
prácticas políticas de las mujeres que con ella realizaron la relación 
de enseñanza-aprendizaje.
Recuerdo que en 2001, regresando de 
Panamá, donde Graciela Hierro y yo habíamos sido invitadas por otra de 
sus alumnas, la filósofa Urania Ungo, para hablar del feminismo 
latinoamericano en la Universidad Nacional, publiqué un artículo que 
titulé precisamente “Ética feminista o de la militancia en la 
educación”.[4] Escribí entonces que después de tres días de intenso 
trabajo, decidimos ir a la playa. Nos acompañaban dos niñas de siete 
años, mi hija y la de Urania, que pronto empezaron a llamar a nuestra 
maestra “Tata”: la madre-abuela universal. Tata las acompañaba a la 
playa, las consentía con mil pequeños detalles y, al finalizar el primer
 día de vacaciones, nos dijo: “esto es ser feminista: enseñar a otra 
mujer cómo reconocer cuando es feliz”.
La ética de la felicidad de ninguna 
manera es frívola; de hecho felicidad y buena vida, relación no agresiva
 con las otras y afirmación de los propios derechos, placer y acción 
para que todas alcancen la liberación son, a la vez, fines y prácticas 
éticas del feminismo.
Hoy, por el clima ideológico construido 
durante años por un neoliberalismo económico con derivaciones teóricas 
de banalización de las acciones colectivas y desconocimiento del derecho
 a la protesta ante las injusticias del sistema, muchas veces parecería 
que hay una especie de exaltación de la ética en detrimento de la 
política. Desde la filosofía de la educación, así como desde la teoría 
feminista, sabemos que todas las pedagogías se nutren de ambas 
filosofías prácticas; más aún que éstas les son imprescindibles. No hay 
transmisión de los saberes que no responda a una finalidad política 
(aunque sea la taimada voluntad de los órganos de poder nacionales y 
transnacionales de construir ciudadanos para el trabajo, obedientes y 
acríticos, sin capacidad de reconocerse en una individualidad autónoma),
 así como no hay proceso de formación consciente en una relación de 
enseñanza-aprendizaje que no tienda a la liberación ética de la 
domesticación de las personas.
En el Seminario Permanente de Feminismos 
Nuestroamericanos, que semestre tras semestre cambia de nombre oficial 
para mantenerse vigente en la Maestría de Derechos Humanos de la 
Universidad Autónoma de la Ciudad de México y es coordinado por mí o por
 Mariana Berlanga o por Norma Mogrovejo o por Karina Ochoa, en diversas 
ocasiones hemos leído desde una perspectiva ética crítica tanto las 
noticias relativas a las vidas (y las muertes) de las mujeres como 
aquellas relativas a la aplicación de la ley y la lectura misógina, 
profundamente antifemenina, de lo que sería un principio aparentemente 
justo, el de la igualdad de todas y todos ante la ley.
Hace unos días nos estremeció que en 
Guatemala se pudiera suspender el primer juicio que se haya realizado en
 América por genocidio y delitos contra los deberes de humanidad a un 
mandatario, después de haber escuchado los estremecedores relatos de las
 diez mujeres del pueblo Ixil que se atrevieron a testificar los que 
vivieron en carne propia hace tres décadas, cuando tenían entre 11 y 30 
años. Esos testimonios nos confirmaron lo que ya habíamos analizado 
desde la crítica a las normas estudiadas, es decir que la violación es 
un instrumento de guerra que utiliza la tortura sexual y afectiva, el 
acoso, la amenaza y la muerte para desaparecer la seguridad y la 
felicidad de las mujeres en sus comunidades.
Por supuesto, en el salón de clases de la
 UACM, nuestra experiencia diaria como mujeres que vivimos en México y 
el conocimiento de la actualidad mexicana nos pone muy sensibles a la 
lectura de la realidad genocida del pasado guatemalteco. Así como al 
análisis del genocidio que ocurrió durante la supuesta guerra contra el 
terrorismo que se llevó a cabo en Perú, hace veinte años, cuando con el 
pretexto de la lucha contra Sendero Luminoso, setenta mil personas, la 
abrumadora mayoría de ellas con nombres y apellidos en lenguas 
originarias, fueron asesinadas por cualquier agente aprovechando el caos
 que una declaración de guerra no oficial promueve. El símil entre la 
guerra al terrorismo de Fujimori y la guerra al narco de Calderón es 
demasiado evidente. Soldados, policías, cuerpos de autodefensa 
intervienen en estas guerras para incrementar la impunidad ante la 
sucesión sin fin de delitos que se minimizan o convierten en pruebas de 
culpa. Durante estas guerras estar muerta/o equivale a tener alguna 
responsabilidad con la propia muerte y denunciar un asesinato, una 
violación, una desaparición o los signos de tortura en el cuerpo de un 
familiar convierte a la persona que los evidencia y los prueba en 
sospechosa de ser una delincuente. La vuelve una “enemiga”, es decir el 
ser al que se le declara la guerra y que la guerra persigue. En pocas 
palabras, no hay guerra sin enemigo que la justifique.
En el seminario ponemos en práctica el 
pensar en voz alta y nos preguntamos desde el estudio de los derechos 
humanos de las mujeres qué es construir al colectivo de las mujeres en 
enemigas. Una pregunta sobre la que volvemos constantemente es si somos 
consideradas y construidas como enemigas por todos los hombres o sólo 
por los hombres y mujeres que manejan poderes económicos, de estado y 
fácticos, como los delincuentes organizados, los legisladores, el 
ejecutivo, los medios de comunicación y quiénes están al frente del 
poder judicial. Entonces nos interrogamos: ¿son los hombres los que 
constituyen el sistema patriarcal o el sistema patriarcal ha sido 
generado y se sostiene en el poder de los hombres (por supuesto, de 
algunos hombres, lo que incluye en ocasiones limitadas muy pocas 
mujeres), el “poder” que se reproduce constantemente a sí mismo como 
justificador del uso de la fuerza, la economía y la ley, el poder que 
construye el silencio alrededor de la vida y la historia de las más 
amplias mayorías?
En Guatemala, la jueza Jazmín Barrios ha 
sido un ejemplo de rectitud y sensibilidad durante el juicio por 
genocidio contra Ríos Montt, sin embargo todas las personas que lo están
 siguiendo están sorprendidas de su extra-ordinariedad, es decir de su 
ser fuera de lo común: firme, conocedora de los derechos de los 
imputados y de los y las denunciantes y testigas, imparcial, todas 
características que deberían ser propias de cualquier juez.
Vivimos un grave problema ético y 
político ahí donde la ciudadanía no cree en la imparcialidad y 
credibilidad de las personas que encarnan la administración e 
impartición de la justicia. Y es un hecho que las mujeres tendemos a no 
creer que la ley nos hará justicia.
Vivimos un problema ético en la 
construcción misma del sujeto mujer -sujeto que es siempre individual y 
político a la vez, ya que se construye en relación con la propia 
autonomía y con la sociedad- porque esta construcción adquiere un sesgo 
de vulnerabilidad en los países donde la impartición de justicia es 
cuestionada.
Ser mujer es peligroso en México. Es una 
información que se recaba de las experiencias que ni siquiera se 
nombran, que son cotidianas, “culturales” dirían algunos, y que 
adquieren sentido en los datos que arrojan ciertas encuestas. Por 
ejemplo aquella del Instituto Nacional de Estadística y Geográfia 
(INEGI) que revela que 46 de cada 100 mujeres mayores de 15 años han 
sufrido violencia física, patrimonial, económica, sexual, sicológica y 
hasta de muerte en el ámbito familiar,[5] porcentaje que sube al 6% si 
se toman en consideración también los ámbitos escolar, laboral y en los 
servicios públicos o la calle;  y aquella otra que indica que el 27% de 
las mujeres que fueron esterilizadas en centros de salud públicos no 
fueron consultadas acerca de si querían serlo.[6]
Ser mujer es peligroso en México, lo 
dicen la Universidad Nacional y la Secretaría de Gobernación, la policía
 y los defensores de derechos humanos: el maltrato se ha disparado en la
 última década al punto que la violencia contra las mujeres creció en un
 400 por ciento. Un análisis realizado por el Centro Regional de 
Investigaciones Multidisciplinarias de la Universidad Nacional Autónoma 
de México (UNAM) y la Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la 
Violencia contra las Mujeres (Conavim), documentó que las mexicanas son 
 víctimas de homicidios cada vez más crueles.  El asesinato  de mujeres 
por arma de fuego y explosivos aumentó del 2.8% al 23.8% entre 2001 y 
2010, mientras los homicidios por golpes aumentaron del 8.2% al 18.7%. 
Igual ocurrió con los crímenes por ahorcamiento, estrangulación y 
ahogamiento que ascendieron del 9% al 12.5%.[7]
Ahora bien, estos datos ustedes los 
conocen perfectamente, es gracias a las denuncias de las mujeres de 
Chihuahua que en México hace 20 años entendimos la guerra que se lleva a
 cabo contra las mujeres para facilitar la comisión de otros delitos, 
como los de trata, esclavitud, pornografía y lenocinio. Es porque aquí 
en Ciudad Juárez las mujeres se organizaron para denunciarlo que se ha 
llegado a tipificar el delito de feminicidio, en toda su amplitud, y hoy
 sabemos que es un delito grave que goza de casi impunidad. En realidad,
 las instituciones que nos presentan estos datos sistematizados se han 
tardado enormemente en hacerlo y han dejado afuera muchas formas de 
violencia que ni siquiera son capaces de ver porque no escuchan a las 
mujeres, ya que no las quieren ver en su colectividad herida.[8] No 
interactúan aprendiendo de ellas.
Si me lo permiten, quiero enunciar qué 
nos significa a las mujeres que las instituciones de enseñanza y de 
gobierno nos ratifiquen lo que hemos descubierto solas y hemos analizado
 en el colectivo de mujeres al vernos expuestas a la violencia. Creo que
 tiene implicaciones éticas profundas para nuestra acción de 
organización social libre y nuestros derechos a la buena vida.
Que ser mujer es peligroso en México es 
un dato que debemos analizar políticamente, no sólo para la denuncia de 
sus consecuencias sobre los cuerpos de las mujeres, cuerpos que somos, 
que nos conforman, forman y mueven, sino también para entender qué 
significa saberlo en la construcción del sujeto mujer, el sujeto que 
lleva nuestro cuerpo.
Un sujeto es una imagen, es cómo nos 
vemos; un sujeto es un proyecto, es lo que queremos hacer; un sujeto 
goza de la capacidad de movimiento para desplazarse hacia otros sujetos y
 construir un sujeto colectivo, por ejemplo el sujeto político “las 
mujeres”. Sin el sujeto políticos las mujeres no tendríamos praxis 
feminista, quedándose las ideas del derecho a una buena vida, eso es a 
una vida ética, sin culpas ni castigos colectivos, en la pura teoría.
Las mujeres de Chihuahua, Michoacán, 
Distrito Federal, Oaxaca, Chiapas, Sinaloa, Durango, Guerrero y Sonora, y
 de los demás estados, incorporan a su sujetivación –eso es, permítanme 
repetirlo, al hacerse sujetos desde el autorreconocimiento de sí mismas 
como individuas dotadas de autonomía y conciencia que interactúan con 
otros sujetos en la construcción de diversas formas de colectividad- que
 el peligro de ser mujeres es constitutivo de su vida, precisamente 
porque son mujeres.
Su cuerpo, nuestro cuerpo, el cuerpo que 
somos la mitad de la población mundial y que se diferencia entre una 
mujer y otra por motivos de constitución, accidentes, clima, rasgos 
fenotípicos, alimentación, es asimilado al cuerpo de quien es violable, 
agredible, desposeible del derecho a la defensa. La agresión del sistema
 patriarcal nos hace portadoras de una alteridad que asumimos porque es 
la marca de la inseguridad en la que crecemos. Somos las enemigas que no
 deben defenderse.
Nuestra sujetivación, por lo tanto, se 
constuye de otra manera del sujeto de derecho que nunca se ha sentido 
igual a otros hombres sino porque es un cuerpo con acceso a la violencia
 contra el cuerpo que las mujeres somos.
Sujetivarse como receptoras de la 
violencia en un espacio político no puede equivaler a sujetivarse como 
libres de la sumisión a la violencia. No digo como agresores, no creo 
que todos los hombres sean agresores, pero sí que se construyen como 
activos participes de su propia violencia, no como receptores de la 
misma. Los hombres juegan violentamente, se golpean, se retan, se matan 
en una interrelación de sujetos activos que piensan la ley, la 
organización social, las reglas económicas como derivaciones propias de 
su sujetivación; las mujeres, por el contrario, desde la infancia nos 
encontramos en tensión entre defendernos y liberarnos de ellos porque no
 sabemos en qué momento pueden empezar a violentarnos.
No todas las mujeres desde niñas 
construyen sus acciones desde la sumisión que implica buscar protección,
 pero todas las que hoy tienen un juego social público han tenido que 
desafiar la realidad conocida con acciones que rayan en la inconsciencia
 (entendida como exposición al peligro). ¿Dónde se sitúa entonces la 
mujer libre del miedo y de la urgencia de confrontarlo? ¿Dónde está el 
sujeto que sale a la calle portador de derechos a la buena vida e igual 
al sujeto que se construye desde la masculinidad violenta, que modela la
 figura de los soldados?
La contestación a estos cuestionamientos,
 que son los únicos que pueden aportar respuestas éticas a la cultura 
misógina del patriarcado, desapareciéndolo en otras formas de relación 
social, sólo vamos a empezar a generarla cuando ampliemos nuestras 
prácticas de pensamiento en voz alta. En las escuelas, desde el nivel 
primario, en los tribunales, en la interpelación de abogadas y juezas 
formadas en el sistema jurídico de los sujetos masculinos, en las 
organizaciones barriales que descansan en el trabajo de las madres, 
tenemos que deshacernos de las culpas que el patriarcado ha endilgado a 
las mujeres. Las mujeres no tenemos responsabilidad en relación con la 
violencia que podemos generar en el colectivo masculino sólo porque 
somos mujeres. Saberlo implica una posición ética que nos permitirá 
construir de otra forma nuestra sujetividad política; pero para saberlo 
las mujeres nos lo debemos decir en voz alta para contravenir todas las 
enseñanzas que promueven la sumisión femenina.
Es muy importante saber que no podemos 
aceptar ninguna forma cultural existente sin cuestionarla en busca de su
 adecuación a la buena vida de las mujeres y, por ende, de las otras 
mayorías invisibilizadas. Por ejemplo, preguntémonos en voz alta si es 
posible entender desde la ética –como sistema de significación de las 
prácticas de búsqueda y construcción de buena vida- que las mujeres no 
podemos defendernos de la violencia so pena de ser enjuiciadas como 
violentas. La perversidad de este planteamiento estriba en que la 
supuesta imparcialidad y autonomía de que goza el poder judicial, que 
según Montesquieu debería garantizar la libertad del ciudadano, no nos 
atañe a las mujeres, ni siquiera cuando la mayoría de los gobiernos del 
mundo nos reconozcan como ciudadanas con derechos y obligaciones iguales
 a los hombres.
Cuestionemos al arte cuando nos 
objetiviza, la representación del cuerpo femenino como objeto privado de
 sujetividad, la repetición estética de estereotipos de sumisión 
considerados culturales. Cuestionemos a los juzgados que, como lo 
hicieron hace poco en Argentina contra las hermanas Aylén y Marina Jara,
 condenan a las mujeres que se defienden de sus agresores sexuales, 
aunque éstos las hayan acosado con anterioridad. Pensemos en qué 
significa que una jueza condene por intento de homicidio premeditado a 
dos muchachas que repelieron una violación con un arma improvisada de 
uso común (un cuchillo). El caso de las hermanas Ailén y Marina Jara nos
 permite preguntarnos cuándo y porqué dos mujeres jóvenes y pobres pasan
 de víctimas a victimarias. ¿Acaso es por la mirada sexista y 
discriminatoria de un aparato policial/judicial que naturaliza e 
invisibiliza la violencia de género y devalúa las voces femeninas que se
 animan a defenderse de la opresión masculina?
Para volver al inicio de esta reflexión, 
creo que a las mujeres nuestra sujetivación nos ofrece la alteridad 
suficiente con el sistema para cuestionarlo en beneficios de toda la 
humanidad. Nos lleva, por ejemplo, a co-sentir desde la inmediatez de la
 similitud entre hechos distantes el relato de mujeres violadas 
masivamente por soldados y paramilitares. La primera de las diez mujeres
 que en Guatemala testificó dijo ante el Tribunal de Sentencia de Mayor 
Riesgo que “a mi hija la tuvieron entre cuatro. Lo que hicieron fue que 
la violaron, sí los cuatro, cuando vieron que llegué huyeron. Fueron los
 soldados”.  Las violaciones tumultuarias, lo sabemos bien por los 
testimonios recogidos en Guerrero, Oaxaca, Chiapas, Veracruz, Michoacán,
 se incrementan ahí donde la presencia de los militares, en lugar de 
defender la vida de las personas de los grupos delictivos que dicen 
perseguir, dirige hacia las mujeres sus intenciones de control social, 
brutalizando así a poblaciones que son acosadas también por otros 
agentes de la violencia, como el hambre, el desempleo, la 
criminalización de la defensa del territorio, la falta de acceso a los 
servicios públicos, a la escuela y la justicia.
Las violaciones no tienen nada que ver ni
 con la sexualidad ni con el deseo, son una forma de tortura que 
redunda  en la sumisión del cuerpo de las mujeres como sistema de 
domesticación. Hoy se denuncia mucho más que con anterioridad pero no se
 detiene, se normaliza o se convierte en un expediente, mediante un 
juego perverso del poder judicial que mediante sus juzgados y tribunales
 recoge las historias de las violaciones, las torturas, los golpes, las 
amenazas, los asesinatos de cantidades siempre mayores de mujeres y con 
siempre mayor violencia, pero las mantiene sin salida, en la impunidad. 
Desde este saber que también nos sujetiviza como mujeres, ética y 
políticamente tenemos la capacidad de afirmar la urgencia de la 
desmilitarización del mundo.
Igualmente, desde la camisa de fuerza en 
la que nos encierra una violencia de la que si nos defendemos nos 
convierte en culpables, podemos cuestionar al sistema de justicia que no
 nos cree cuando hablamos, ese poder judicial que minoriza nuestras 
denuncias. Es ético para las mujeres cuestionar el encarcelamiento de 
las mujeres que abortan y la estigmatización de las trabajadoras 
sexuales tanto como revelar que la policía y  ciertos jueces y juezas 
prefieren estigmatizar a las mujeres antes que creerles y no investigan 
en profundidad su versión de los hechos.  En el caso de las hermanas 
Jara, que tomo como ejemplo de muchos otros semejantes, cuando alegaron 
que se defendieron de Juan Leguizamón porque las acosaba hacía tiempo y 
tenían miedo de su violencia ya que andaba armado por su barrio, el 
Tribunal en lo Criminal número 2 de Mercedes, en Argentina, no tuvo en 
cuenta la historia de agresiones que relataron porque no estuvo en sus 
primeras declaraciones. ¿El hecho de que hayan optado por contarla más 
tarde la convierte en una versión menos creíble? Por supuesto que no, el
 sistema judicial que el pensamiento sobre cómo alcanzar una buena vida 
debe cuestionar porque la impide, ese orden judicial lanzó un manto de 
sospechas sobre la voz de las dos mujeres porque eran mujeres. Y de paso
 lo hizo sobre las organizaciones de derechos humanos y de mujeres que 
las acompañaban, como si las hubiesen ayudado a inventarse una historia 
de violencia de género, que todas las mujeres sabemos que es cierta por 
la experiencia cotidiana que tenemos de ella, para mejorar su situación 
procesal.
En fin, para regresar a la idea que 
educar es aprender y construir en diálogo nuestros saberes, propongo que
 las mujeres que queremos revisar nuestra sujetivación domesticada 
podamos liberarnos durante un proceso de enseñanza-aprendizaje continuo 
entre nosotras. Para ello es importante abrir las aulas de las escuelas y
 universidades públicas a toda la ciudadanía, tanto como encontrándonos 
en espacios autónomos, en pequeños grupos con intereses afines, para que
 sea un hecho diario que ser feminista implique enseñarle a otra mujer a
 reconocer cuándo es feliz. En el juego como en la construcción de una 
vida libre de violencia.
[1] Graciela Hierro Perezcastro, De la domesticación a la educación de las mexicanas, Torres, México, 1989
[2] Cfr. COLMITH, Primer encuentro nacional de trabajadoras del hogar. Memoria. ¡Nuestro trabajo es tan valioso como el tuyo!, Secretaría de Cultura del DF/CONACULTA, México, agosto de 2012 y Empleadas del Hogar Indígenas, Nuestros derechos, Asamblea de Migrantes Indígenas de la Ciudad de México/UACM, México, 2010
[3] Hierro, Ética y feminismo, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1985.
[5] INEGI, Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares 2011, http://www.inegi.org.mx/est/contenidos/proyectos/encuestas/hogares/especiales/endireh/default.aspx
[7] Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia contra las Mujeres, Estudio nacional sobre las fuentes, orígenes y factores que producen y reproducen la violencia contra las mujeres, Roberto Castro y Florinda Riquer (coordinadores), 2012, http://www.conavim.gob.mx/work/models/CONAVIM/Resource/103/1/images/1PresentacionResultadosEstudioNacionalsobrelasFuentesOrigenes.pdf
[8] Por supuesto no ver, no escuchar, no 
recuperar las voces de una población que abarca a la mitad de la 
población nacional es un ejercicio de exclusión de la nación misma, que 
construye a las mujeres como un sector sin visibilidad propia. Cr. Rita 
Laura Segato, La nación y sus otros: Raza, Etnicidad y Diversidad Religiosa en Tiempos de Políticas de la Identidad, Prometeo Editorial, Buenos Aires, 2007.
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Enlace relacionado:
"La ética desde la perspectiva feminista y la intervención educativa", de Francesca Gargallo Celentani, conferencia presentada en la Universidad Pedagógica Nacional - Unidad Ciudad Juárez, Chihuahua, el 30 de abril de 2013, http://seminariodefeminismonuestroamericano.blogspot.mx/2013/05/la-etica-desde-la-perspectiva-feminista.html
"La ética desde la perspectiva feminista y la intervención educativa", de Francesca Gargallo Celentani, conferencia presentada en la Universidad Pedagógica Nacional - Unidad Ciudad Juárez, Chihuahua, el 30 de abril de 2013, http://seminariodefeminismonuestroamericano.blogspot.mx/2013/05/la-etica-desde-la-perspectiva-feminista.html
