Ética y feminismo. Una reflexión para revertir la violencia actual
Francesca Gargallo Celentani
Comisión Estatal de Derechos Humanos de Chihuahua, 22 de abril de 2013
Queridas todas: hablar en Chihuahua no es
fácil para alguien que viene del DF, porque todas las mujeres de este
país le debemos a las valientes mujeres de Chihuahua habernos vuelto a
poner los pies sobre la tierra y dejar de fingir que la liberación
femenina estaba en acto en un país que, por el contrario, y a pesar de
los cursos universitarios y los centros de atención a mujeres que se van
abriendo, iba incrementado su violencia racista, clasista y de género
contra las mujeres, por ser mujeres y por encarnar la debilidad frente
al estado y la cultura de impunidad que un estado autoritario encarna
cuando se debilita.
Que las mujeres seamos débiles es a la
vez una realidad y una mentira. Una realidad porque todo apunta desde la
escuela, los contenidos escolares, la organización familiar, la cultura
y la aplicación de la ley a debilitarnos para que no alcancemos la
realización de nuestras expectativas y no gocemos de los derechos que
hemos adquirido. Y una mentira porque, como nos lo vienen demostrando
desde hace dos décadas a las mujeres de todo el mundo las mujeres de
Chihuahua, la debilidad no es un rasgo de carácter de las madres que
reclaman un mundo donde sean efectivos los derechos básicos a la
libertad de circulación, de movimiento, de educación, de expresión para
sus hijas, violentadas, desaparecidas y asesinadas, sin que el estado
intervenga para esclarecer los hechos y procurar justicia. La debilidad
no es un rasgo de carácter de las hermanas, las amigas, las activistas
de los derechos humanos.
La debilidad, en fin, no es un rasgo del
carácter ético de las reivindicaciones de las mujeres. No ha disminuido
su política y se explicita en que las mujeres organizadas alrededor de
políticas feministas diversas han confrontado desde hace dos siglos el
más complejo sistema de relaciones entre los sexos y las derivaciones
jurídicas, económicas y culturales que sobre sobre esas relaciones se
han construido: las mujeres han desafiado el sistema patriarcal, en
todos los lugares y las formas donde se manifiesta. Eso, y ustedes lo
tienen tan claro como yo, no es un rasgo de debilidad.
El feminismo empezó a preocuparse de los
aspectos éticos de la política reivindicativa desde los inicios de su
accionar. Más aún, la ética como reflexión sobre las conductas morales
de la sociedad atrajo la reflexión de todas las mujeres que, a lo largo
de la historia, se cuestionaron sobre la justicia –más bien la
injusticia– de su estar en el mundo.
Revisar la propuesta ética del feminismo
implica mirar nuevamente su accionar en la historia. Hacerlo en momentos
en que las dudas acerca del valor y la importancia de las acciones
públicas en favor de las mujeres, debido al repunte de la violencia
física, intelectual y económica contra ellas, se incrementan, es
sumamente importante. Y lo es desde una perspectiva filosófica de la
política tanto como desde la posibilidad de repensar las pedagogías para
construir un mundo con menor agresividad.
A finales del siglo XIX, las feministas
se organizaron con base en esos postulados liberales que reivindicaban
la intrínseca igualdad de todos los seres humanos, denunciando las
discriminaciones por motivos de nacimiento, sexuales, religiosos y
raciales. Ser iguales a los hombres implicaba desde esa perspectiva el
derecho al estudio, al salario, a la representación política, a la
expresión, a la libertad de movimiento y a una maternidad no rebajada.
Las anarquistas, que radicalizaron el
sentimiento individualista de las liberales hasta convertirlo en una
fuerte reivindicación libertaria, pelearon por una redención de los
órdenes morales que limitaban la acción amorosa, laboral, solidaria de
las mujeres, a la vez que se organizaron sindicalmente para poner fin a
la explotación de la clase obrera.
Las socialistas describieron la situación
de las proletarias del proletariado como doblemente explotadas y
organizaron las primeras internacionales de mujeres trabajadoras, entre
ellas aquella donde Clara Zetkin, apoyada por Rosa Luxemburgo, pensó
instituir un día internacional de lucha de las mujeres trabajadoras, día
que recayó en el 8 de marzo y que redundó en el levantamiento de las
obreras de San Peterburgo en 1917.[1]
No fue la lucha por el voto, como
pretenden las corrientes feministas de origen liberal, la que unificó, a
principios del siglo XX, las diversas posturas para la emancipación y
la liberación de las mujeres, entre otras cosas porque las anarquistas
nunca reconocieron el estado burgués y, por lo tanto, nunca le dieron la
menor importancia a la ciudadanía y a sus instrumentos. Creer que una
anarquista haya podido ser sufragista sería un error histórico
gravísimo, fruto de la mayor ignorancia política.
Fue el sustrato ético y el horror ante la
injusticia lo común a todas las reivindicaciones de los primeros
feminismos. Las mujeres se organizaron al esgrimir una crítica de las
normas que discriminaban a las mujeres. Ésta subyacía a todas las
acciones para conseguir lo justo para ellas y, paralelamente, a todas
las reflexiones acerca de qué era bueno de la acción organizada de las
mujeres para el conjunto de la humanidad, lo que implicó un despertar
feminista desde principios de la revolución industrial.
Si este despertar respondió a una memoria
histórica ocultada, que en Europa puede remontarse a las luchas de las
campesinas contra el feudalismo –luchas que fueron derrotada por una
violentísima represión moderna, que puso en marcha un sistema de
persecución, acoso, empobrecimiento sistemático, control de la
sexualidad, separación de los objetivos comunes de las mujeres y los
hombres, desposesión de las tierras y los instrumentos de trabajo, y que
utilizó desde la inquisición y la medicina hasta las reformas legales
para quitar a las mujeres el derecho a la herencia y a la dirección de
los gremios artesanales en los siglos XV, XVI y XVII- nuestra hipótesis
que la ética subyace a la reflexión política y es más duradera que un
sistema económico, adquiere aún más fuerza.
A mediados del siglo XX, precediendo uno
de los momentos álgidos de las reivindicaciones contemporáneas de
liberación de las mujeres, algunas filósofas evaluaron la construcción
de lo “femenino” como el ámbito de la cultura humana sistemáticamente
devaluado y condenado por la construcción de la primacía exclusiva de lo
masculino, organizada por una cúpula de hombres con poder.[2]
Así, en las décadas de 1960 y 1970, las feministas se plantearon la urgencia de 1) una ética utilitaria,
pues sostenían la necesidad de un trato igual para las mujeres y los
hombres en beneficio de un mejor funcionamiento de la sociedad;[3] así
como de 2) una más radical ética no normativa, para liberar a las mujeres de las implicaciones estéticas, económicas y políticas de un deber ser sexualmente segregado.
La búsqueda de ambas éticas, y su
relación entre sí, a las mujeres nos sigue interesando hoy. Implica una
reflexión que se actualiza día tras día, para destejer los roles que la
sociedad reclama, y a la vez impone, a las personas según el lugar que
le es asignado al nacimiento según sus órganos sexuales externos. En
particular cuestiona las secuelas de la construcción moderna de la
moralidad de las mujeres como púdicas, dedicadas a la reproducción de
significaciones que las devalúan, dispuestas a sacrificar su salud y
libertad de movimiento en aras de una estética corporal para el uso
masculino (modas, peinados, calzados, blanqueamiento de la piel por
motivos racistas eurocéntricos). Y, trascendiendo el ámbito de los
lugares de producción e imposición de las pautas culturales
hegemónicas,[4] mujeres sometidas por su condición geográfica,
inferiorizadas por una racialización de origen colonialista, oprimidas
por motivos de clase: migrantes americanas, asiáticas y africanas hacia
polos de desarrollo capitalistas ubicados en Europa, Canadá, Estados
Unidos, Japón y los Emiratos Árabes forzadas al trabajo de explotación
sexual y de las capacidades tradicionalmente asignadas al mundo
femenino: nanas, empleadas domésticas, enfermeras y asistentes de
ancianos, a las que se les paga tan mal como el sistema capitalista está
acostumbrado a retribuir las labores consideradas “femeninas”.
Por lo expuesto hasta ahora, en la
práctica de su reflexión ética, las feministas en el mundo, y desde sus
muy diversas realidades y posturas políticas y filosóficas, han
confrontado la ética ubicándola como una realidad del pensamiento que
actúa sobre la vida. Es decir, han denunciado el conjunto de ideas que
articulan las teorías morales y la práctica. Estas teorías se reacomodan
históricamente según las necesidades de los grupos dirigentes de una
sociedad (sacerdotes, monarcas, inquisidores, académicos, miembros del
sistema de salud, patronales y, últimamente, dirigentes financieros).
Constituyen, por lo tanto, una metafísica del deber ser sexualmente
diferenciada, que corresponde al motor de un complejo engranaje de
control social.
La urgencia de una ética no normativa -a
la que no hemos llegado porque a un sistema político que exalta las
decisiones y acciones de los individuos le es indispensables instituir
sistemas de valores[5] para controlar la acción de las personas con
quien convive- se lee en la incomodidad creciente que experimentamos
frente a la asignación de pautas de comportamiento y de estructuras de
pensamiento por parte de autoridades cada vez más cuestionadas.
Se necesita una ética no normativa
también porque ha entrado definitivamente en crisis la reflexión
filosófica sobre el alcance epistemológico de la moral, y las formas de
expresar las razones morales, porque encubre las implicaciones que tiene
en el derecho y la impartición de justicia, en la economía y la
redistribución de la riqueza, en la estética y la exclusión de lo
monstruoso, en el estado y la construcción de la ciudadanía. Pero esta
ética no normativa sigue teniendo una teleología utilitaria, la de
alcanzar la felicidad del mayor número de personas, según sus propias
experiencias históricas a revisar. La felicidad de las naciones
originarias de América, por ejemplo, necesita de la revisión de qué es
un sujeto, qué relación quieren sostener con las repúblicas que las
apresan en su sistema normativo y cómo vivir libremente sus relaciones
entre mujeres y hombres, deliberando ambos sobre las cuestiones de
interés comunitario.[6]
Casi desde el momento en que el feminismo
se planteó liberar la vida de las mujeres de normas éticas impuestas
desde la dominancia histórica masculina, en los países anglosajones
empezó a surgir una tendencia a enfocar la filosofía moral hacia
cuestiones de ética sustancial o de “ética aplicada”. Es decir,
alrededor de 1970, empezaron a ocuparse de bioética, de ética ambiental,
de derechos humanos y “guerras justas”, de liberación sexual y de las
responsabilidades sociales de los empresarios para con la moralización
del trabajo.
Propusieron entonces dejar de lado la
reflexión sobre el substrato lógico de la organización desde el poder de
los comportamientos individuales, de la libertad de interpretación de
hechos diversos, y del bien y del mal que puede provocar una acción.
¿Esto redundaba en una suavización de las normas tendiente a su
desaparición o era una forma de trasladar el problema a un terreno
neutro donde desarticular la crítica al castigo implícito en toda
ruptura de las normas? En otras palabras, ¿se trataba de una guerra de
la ética contra la acción política de sujetos que iban articulando su
propuesta de liberación?
Seguramente la ética hoy no interesa sólo
cuestiones abstractas acerca de cómo juzgar una acción en razón de sus
consecuencias sobre la felicidad de los y las individuas (tal y como el
utilitarismo clásico pretendía al establecer el nexo entre la búsqueda
“natural” de la felicidad y la moralidad), no obstante el criterio de
evaluación de las acciones y las instituciones planteado por Jeremy
Bentham (1748-1832), por el cual es ético buscar la más grande felicidad
para el mayor número de personas, sigue interesándonos a las mujeres
para cambiar las instituciones y las prácticas consuetudinarias que se
oponen, al mismo tiempo, a la justicia y a la felicidad de las personas
de sexo femenino o feminizadas (homosexuales, pobres, indígenas, hombres
no violentos, etcétera) que somos más de la mitad de la población
mundial.
Para 1970, las actitudes sociales se
venían diversificando en la esfera privada y en la pública,
probablemente por la influencia de la crítica feminista que afirmaba –y
sigue sosteniendo- que no hay acción privada que no sea intrínsecamente
política y no responda a una estructuración de los lugares de producción
diferenciados por sexo que se ha vuelto más y más rígida desde el
surgimiento del capitalismo.
Es entonces cuando apareció en Estados
Unidos la expresión “ética aplicada” y se empezó a difundir la
percepción de la vacuidad de los análisis meta-éticos, a la vez que los
conceptos morales y de su utilización para la reglamentación de la vida
se divisaron como muy lejanos de los problemas reales que la ciencia, la
tecnología y la extrema violencia imponían a las personas y a la
sociedad. Estos problemas aplicados de la ética, sin embargo, desde la
academia no asumieron ninguna responsabilidad ni con la felicidad de las
mujeres -implícita en su liberación de las estructuras sociales de
valores familiares y de división de las esferas privada y pública- ni la
felicidad que proporcionaría la descolonización a los pueblos y
nacionalidades indígenas del mundo. En otras palabras, la ética aplicada
no se desubicó del universalismo masculino eurocentrado.
Volviendo al punto, con siempre mayor
frecuencia e insistencia, en los últimos veinte años las nuevas ramas de
la ética intentan paliar los desafíos morales ligados a la evolución de
las costumbres. Con preocupación, las feministas vemos como una ética
de la sexualidad se estructura de manera que parezca algo muy lejano,
casi sin vínculo, con esa bioética que debe tocar exclusivamente los
problemas inherentes a los avances en biomedicina, o con la ética
ambiental que es limitada al análisis del futuro de las relaciones entre
los seres humanos, los demás seres animados y los inanimados. Una ética
que no asume la importancia del trabajo femenino en la valoración
económica de la vida social y la subsistencia del grupo de convivencia
(llámesele familias o como se quiera), ni el trabajo de construcción de
redes afectivas (parentales y de afinidad) para la felicidad humana.
Finalmente, una ética hiperindividualista que se reduce a la elección de
un individuo “chapado a la masculina” acerca de qué es bueno para
sentirse mejor, sin pactar, dialogar, relacionar su decisión con las
apreciaciones de la colectividad.
El primer cuestionamiento al sistema
ético occidental, las feministas lo expresaron cuando denunciaron el
doble rasero moral con que se valoraba la misma acción según la hacía
una mujer o un hombre. Así cuestionaron la moralidad en campos como la
sexualidad, la expresión, el derecho al movimiento, las
responsabilidades maternas y paternas. Luego se preguntaron si para
alcanzar la felicidad en la sociedad debían necesariamente
masculinizarse y si la ética podía tomar en consideración sistemas de
valores sociales que rescataran las diversas historias y creaciones
culturales de las mujeres y los hombres. Hoy, el feminismo es uno de los
principales impulsores de la denuncia de los universales éticos como
valores particulares que se imponen por la fuerza sobre el conjunto de
los pueblos y culturas para la interpretación moral de todos los actos
de mujeres y hombres, de cualquier pueblo y cualquier sistema religioso,
político y de género.
Desde el cuestionamiento feminista a la
ética occidental como instrumento de sostén de la discriminación, -por
el doble discurso que subyacía en la valoración de los mismos actos
según se es mujer u hombre-, la ética utilitaria ha entrado en crisis
como sistema unívoco de reglamentación de las convivencias (es decir, de
creación de comunidades).
Si asumimos que todos los sistemas
morales, y las reflexiones éticas sobre ellos, responden a normativas no
universales, históricas, sexualmente ubicadas, podremos liberarnos de
los supuestos metafísicos del deber ser del individuo masculino
convertido en el sujeto “natural” de la acción política, económica y
científica de un mundo que no se niega a destejer los supuestos
colonialistas de la interpretación de los actos de todas las culturas.
Este desmenuzamiento de la norma individualista de la acción consciente,
sirve para entender que es injusto e imposible seguirle dando valor
positivo a cualquier normatividad.
Ahora bien, con esta defensa del derecho y
el deber de seguir analizando los principios lógicos e históricos que
sostienen los discursos meta-éticos, para reflexionar sobre la buena
vida desde el lugar de quienes no tienen el poder de diseñar e imponer
las normas sociales que se consideran justas para todos, no estoy
diciendo que el feminismo se ha desinteresado o no deba interesarse por
los temas que la ética aplicada reconoce como grandes cuestionamientos
contemporáneos.
Reflexionar sobre los problemas de la
ética médica en una época que ha expropiado el cuerpo y las decisiones
sobre la propia salud a las personas para beneficiar una industria
farmacológica y un gremio de profesionistas implica construir una ética,
es decir una teoría moral, capaz de tomar en consideración, proponiendo
eventuales soluciones, a dilemas que atañen a todas las personas, a la
tierra, al mundo vegetal y a sus derechos.
Confrontar los grupos política y
epistémicamente hegemónicos de sacerdotes, médicos, empresarios, para
acomodar una mirada sobre el derecho a verse como un todo entre mente y
cuerpo, salud y capacidad de tomar decisiones, implica que las mujeres
sepan diferenciar las imposiciones estéticas de su tiempo, casi todas
ellas ligadas a la mirada masculina que construye el deseo heterosexual,
de sus deseos personales y colectivos: ¿salud y belleza tienen una real
relación con la extrema delgadez o con ciertos tonos de piel?
Igualmente compromete una reflexión
meta-ética sobre qué es la reproducción de la vida, que va más allá del
derecho indiscutible de las mujeres a programar hasta el último momento
su vida, incluyendo el derecho a abortar, a aceptar un embarazo de alto
riesgo o a no ser madre, sin estar sometidas a limitaciones por su
estado civil o su edad, y que atañe un análisis ético de la economía de
la reproducción y el valor del cuidado de los y las niñas y los y las
ancianas, así como del valor de la fertilidad entre pobres y ricos. No
hay interrogaciones morales que nazcan de las muy recientes puestas en
acción de novedades científicas que no se sostengan sobre racionalismos
sexuados y excluyentes que alimentan tanto las éticas deontológicas como
las éticas teleológicas, los idealismos o los realismos morales.
Cómo portarse frente al suicidio, qué es
la muerte voluntaria y si es posible asistirla o se debe evitar por
todos los medios, tiene una relación con la guerra, con la idea de que
puede existir una “guerra justa”, con el derecho de todos los pueblos a
su historia, con la distribución de los alimentos para que el hambre no
sea considerada un castigo por algo que es, a su vez, condenado (la
pobreza, el subdesarrollo, la pertenencia a culturas no dominantes),
sino sea considerada como una consecuencia de la pésima distribución de
todos los recursos, renovables y no renovables entre colectivos (no sólo
individuos).
Las grandes cuestiones morales
contemporáneas no son elementos aislados de nuestra percepción ética,
aunque puedan abordarse una por una. La acción política, que es
inevitable porque encarna la voluntad de vivir en colectividades
humanas, no puede ser delegada a una clase de representantes, no sólo
porque perdemos con ello nuestra libertad de acción social, sino porque
en ella se juega la finalidad de la acción humana, la práctica del
“devenir personas virtuosas”, que interesaba tanto a Aristóteles como a
las madres mexicas.
Pensemos la acción política de las
mujeres indígenas o de las activistas de los derechos humanos, por
ejemplo, y veamos las responsabilidades éticas que tenemos frente a
ella.
En México, la violencia contra las
defensoras de DH ha crecido exponencialmente entre 2001, cuando se
registró el asesinato de la abogada Digna Ochoa –todavía no resuelto,
dicho sea de paso-, y 2010-2011, cuando en Chihuahua fueron asesinadas
las defensoras Josefina Reyes, María Magdalena Reyes, Luisa Ornelas,
Marisela Escobedo y Susana Chávez, se registró el atentado en contra de
la activista Norma Andrade, quien sobrevivió y tuvo que abandonar Ciudad
Juárez por la falta de seguridad, llegando a la Ciudad de México donde
vivió otro atentado contra su vida, lo que la llevó a exiliarse de
México; así como las periodistas María Isabel Cordero, en el mismo
estado de Chihuahua, y las comunicadoras Marcela Yarce y Rocío González
Trápaga en el Distrito Federal; Elvira Hernández, en Guerrero; y Selene
Hernández, en el estado de México (todos crímenes que, como el primero,
permanecen en la impunidad).[7]
El aumento de la violencia contra la vida
de mujeres que asumen públicamente un compromiso con la sociedad y la
justicia, tal y como lo señala Andrea Medina Rosas, coordinadora del
informe “Defensoras de derechos humanos en México: Diagnóstico 2010-2011
sobre las condiciones y riesgos que enfrentan en el ejercicio de su
trabajo”, presentado el 12 de enero de 2012, está vinculado a la
militarización de diversos territorios del país, a políticas de combate
al crimen organizado que no toman en consideración la integridad de la
persona -menos si ésta es de condición femenina, pobre, indígena-, y a
la simulación en la procuración de justicia a las víctimas de trata de
persona (el delito que implica una organización delincuencial más común
y encubierto en México). ¿Cómo feministas mientras actuamos para
salvarle la vida a una defensora de derechos humanos amenazada, podemos
dejar de pensar cómo se ha llegado y cómo destejer las normas de poder
que llevan a una política de seguridad sin derechos humanos?
La relación que las feministas tejen
alrededor de la filosofía moral y sus éticas aplicadas no puede obviar
preguntarse qué es la tortura o por qué en los ámbitos políticos y
militares hegemónicos se vuelven a abordar temas relacionados con la
justicia inherente a la declaración de una guerra para imponer la
democracia, para intervenir en las decisiones de un pueblo, o para
prohibir investigaciones y fabricaciones que son consideradas legales en
otros lugares.
Ahora bien, la guerra como actividad
tradicionalmente masculina impulsa la reflexión feminista sobre cómo
afecta la vida de las mujeres pacifistas y las mujeres que empiezan a
ingresar en las corporaciones de hombres en armas (ejércitos, milicias,
grupos paramilitares y delincuencia organizada).[8] A la vez, la
trasciende, le devuelve su actualidad a la pregunta que todas las
mujeres siempre quisieron formularle a Kant: ¿desde dónde, usted señor,
macho culto que sostiene verdades universales, ha construido su idea de
lo justo para sostener que el criterio para cumplir una acción es que
sea intrínsecamente justa?
En el momento actual, quisiera recordar
la concreción de la ética, es decir su inevitable nexo con la historia,
que no la vuelve relativista, sino la ubica en la posibilidad de que las
diversidades, pluralidades y complejidades históricas de las formas de
pensarse en sociedad sean todas valoradas como particulares, sin creer
en ningún tipo de universalismo moral que pueda imponerse desde el
modelo liberal de estado que sostiene las racionalizaciones de la
actuación políticas de los países más ricos y armados del mundo.
Los planteamientos ético-feministas
actuales nos obligan a tomar en cuenta la convivencia como sistema de
relación política familiar, nacional e internacional. Esta es múltiple,
nadie puede imponer reglas acerca de cómo convivir que obliguen a una
persona o a una comunidad a cambiar sus relaciones históricas de
organización social o dirigir su aspiración a la libertad. De ahí que la
ética ambiental sea política y sea una acción contra-hegemónica.
Limitar el desarrollo industrial y extractivo de las organizaciones
sociales más ricas y desiguales es un sine qua non del derecho de
todos los pueblos a regirse y actualizar sus particulares sistemas,
sobre los cuales construir la convivencia de diferentes. A la vez, la
crítica a las normas patriarcales de organización afectiva, económica,
educativa de las personas en su sociedad, con las implicaciones
relativas a la construcción de relaciones de género que atañen el
ejercicio de la sexualidad y las formas de convivencia entre personas
del mismo y de otro sexo, según las edades y las responsabilidades
interpersonales, es un sine qua non para la existencia de una conciencia moral.
Una educación inclusiva de los aportes
femeninos al desarrollo de la humanidad es quizá el instrumento más
urgente para que la reflexión ética feminista se profundice. Es hora que
la historia de la costura y la de la alimentación adquieran un rango
definitivo en la historia de las ciencias, así como el derecho a ser
consideradas tecnologías que han sostenido la convivencia en grupos
humanos muy diferentes entre sí. A la vez, los valores de la solidaridad
concreta, la del cuidado materno y la de la sobrevivencia de los
miembros menos fuertes del núcleo primario de convivencia, los valores
de la atención al otro/a y de la colaboración, deben ser analizados como
esfuerzos de compatibilidad que redundan en la comprensión y la
tolerancia, es decir como instrumentos dialógicos de sociabilidad. Más
que normas para no delinquir necesitamos la disposición a interesarnos
en el bien que nos produce hacer el bien. Esta disposición no es un algo
personal, sino un estilo de vida que puede ser enseñado.
Una educación que no valorara la
competitividad sino la colaboración como herramienta básica para el
crecimiento nos ejercitaría para una vida en la que a las mujeres no nos
fuera necesario aprender a defendernos de los hombres, sino para una
vida donde los hombres y las mujeres nos respetáramos mutuamente,
sintiéndonos libres de ese sentimiento político de sometimiento que es
el miedo.
NOTAS
[1] Si bien en el calendario gregoriano u occidental el Día de la Mujer correspondía al 8 de marzo, en 1917 en Rusia regía el calendario juliano, que se hallaba rezagado respecto al primero en 13 días. Por tanto, la Revolución de Febrero que se produjo en ese mes en Rusia, para Europa se produjo en marzo, siendo su jornada de inicio justamente el Día de la Mujer. Según León Trotky, “La Revolución de Febrero empezó desde abajo, venciendo la resistencia de las propias organizaciones revolucionarias; con la particularidad de que esta espontánea iniciativa corrió a cargo de la parte más oprimida y cohibida del proletariado: las obreras del ramo textil…”, de tal forma que “Manifestaciones de mujeres en que figuraban solamente obreras se dirigían a la Duma municipal pidiendo pan.” Historia de la Revolución Rusa, SARPE, Madrid, 1985; p. 106.
[2] En 1948, Simone de Beauvoir publicó El segundo sexo; en junio de 1950, Rosario Castellanos presentó su tesis de maestría en filosofía donde se preguntaba ¿Existe una cultura femenina? (Sobre Cultura Femenina, Fondo de Cultura Económica, México, 2005). En 1975, se publicó su drama El eterno femenino
(Fondo de Cultura Económica, Popular, México 1975; se estrena en 1976)
donde criticaba el eterno femenino como estereotipo; la lucha por romper
las ataduras que mantienen a las mujeres presas de la imagen que le
impone la sociedad, requieren del momento en que las propias mujeres se
hagan conscientes de su propia identidad para poder sustituirla con
estructuras que provengan de su propio proceso colectivo de liberación.
[3] Ver al propósito: Graciela Hierro, Ética y feminismo,
UNAM, México, 1989. En sus textos de ética, Hierro se plantea la
urgencia de una ética utilitaria que postulara, como criterio de juicio
moral, la utilidad social de la igualdad de oportunidades de mujeres y
hombres. La relación entre ética y política, según ella, se da en dos
niveles: 1) en las reglas morales que sirven para orientar los actos de
los individuos en sociedad, y 2) en la práctica histórica. Hierro
entiende las normas morales como convenciones que pueden ser revocadas
si las consecuencias de su cumplimiento no se ajustan al principio de
justicia, que se centra en la idea de que diferentes individuos no deben
ser tratados en forma distinta. Esto resulta en extremo adecuado para
proponer una reforma de la idea de la condición femenina. Por lo tanto,
sostiene que: “El lugar y la función que las mujeres ocupan en las
sociedades presentes no pueden ser considerados como ya prejuzgados, sea
por los hechos o por las opiniones que los han consagrado a través de
las épocas; como todo arreglo social, deben plantearse en cada época en
abierta discusión y evaluarse con base en la utilidad social y la
justicia concomitante. La decisión ética sobre la condición femenina
actual se sustentará en la evaluación que se haga de sus tendencias y
sus consecuencias, en tanto éstas son provechosas para el mayor número”
(pp. 93-94).
[4] Las pautas culturales hegemónicas son las que tienen pretensión
de universalidad. La cultura occidental es hegemónica porque se esfuerza
para imponer sus pautas de interpretación de la realidad como
universalmente válidas. En fin, hablamos de aquellas pautas culturales
tan particulares como todas pero que tienen el poder económico-represivo
suficiente como para imponerse como universales.
[5] “Valores” es una palabra ambigua, que casi siempre se utiliza en
plural porque implica un sistema de significaciones que asociamos con
comportamientos éticos positivos o negativos; aunque en un principio
“valor”, en singular, implicaba únicamente la valía de algo en el
sentido económico de intercambio de valor. En la actualidad, hay un
abuso en los discursos políticos del término valores que se esgrime para
interpelar algo que nos conmueve socialmente. Los valores pueden ser
progresivos (el valor de la solidaridad con las personas víctimas de un
agravio, el valor de la crítica ecológica al sistema de bienestar),
reactivos (los valores tradicionales de tipo familiares, nacionalistas,
de defensa de grupos de edad, que se esgrimen para denunciar los cambios
como algo negativo en sí) o de reacomodamiento. Toda actividad humana,
sus tendencias, objetivos, formas, procesos y los sujetos que involucra,
producen una significación social, en la medida en que favorece o no el
desarrollo de la sociedad. Esta significación produce un sistema de
valores, que es histórico y, por lo tanto, cambiante, dinámico,
relacionado con condiciones concretas. No obstante, los grupos de poder
pueden instituir socialmente algunos valores, influyendo en la educación
y la cultura, e imponer su sistema como la medición adecuada de las
ideas y comportamientos de las personas en una sociedad. Estos valores
son por lo general de tipo reactivo, conservador. En ellos se instalan
los prejuicios sexistas y racistas, por ejemplo. El feminismo desde muy
temprano reaccionó contra los valores que se utilizaban para mantener a
las mujeres en un lugar determinado, impidiéndoles su construcción como
sujetas de su vida y destino.
[6] Cr. Francesca Gargallo, Feminismos desde Abya Yala, Ediciones desde abajo, Bogotá, 2012
[7]A la vez, el 96% de las activistas reconoce haber sido amenazada o
haber vivido violencia o enfrentado algún obstáculo para realizar su
trabajo, siendo éstos relacionados con su cuerpo, su familia, el
ejercicio de su sexualidad, en fin, con su condición de género.
[8] Para la categoría “hombre en armas” ver: Jules Falquet, Por las buenas o por las malas: las mujeres en la globalización, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2011
________
Referencia: Francesca GARGALLO, “Ética y
feminismo. Una reflexión para revertir la violencia actual”, conferencia
impartida en el marco del Seminario “Temas transversales sobre igualdad
de género”, organizado por la Comisión Nacional de Derechos Humanos y
la Comisión Estatal de Derechos Humanos (Chihuahua), realizado en
Chihuahua, Chih. 22 de abril de 2013. Disponible en: http://wp.me/P1Mnan-oq
________
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