jueves, 4 de febrero de 2010

Antología del Pensamiento Feminista Latinoamericano. Tomo I. Del anhelo a la emancipación.

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ANTOLOGÍA DEL PENSAMIENTO FEMINISTA NUESTROAMERICANO

TOMO I
DEL ANHELO A LA EMANCIPACIÓN

PRESENTACIÓN
Largo ha sido el camino para llegar hasta el lugar en donde nos encontramos hoy. El feminismo que nos nuclea ha sido forjado por muchas manos, actuancias y sueños. Gracias a quienes han obrado antes que nosotras hoy podemos saber lo que queremos y lo que no.
“El desafío de hacer comunidad en la casa de las diferencias”, declaración feminista autónoma, Ciudad de México, marzo de 2009
Pensar una antología entre todas
Una antología del pensamiento feminista producido en América Latina, pensamiento político que abarca todas las relaciones posibles entre las personas, desde las sexuales y afectivas hasta las sociales, culturales y con el Estado, no podía limitarse al catálogo de las lecturas seleccionadas y analizadas por una sola persona desde un único país del área. Tampoco podía quedarse en la preferencia (real u obligada por las circunstancias vitales, no importa) de los textos de una línea del pensamiento feminista o de la producción del grupo de mujeres blancas o mestizas que tuvieron acceso a la educación, los servicios y la palabra pública.
Por este motivo, cuando Biblioteca Ayacucho me propuso analizar y seleccionar los textos más importantes de la producción teórica y política de las feministas latinoamericanas de los siglos XIX y XX, para reunir en una antología absolutamente necesaria, lo escrito por las mujeres del continente dirigiéndose a los anhelos, derechos, artes, reivindicaciones, afectos y reflexiones de sus congéneres, en un primer momento pensé en viajar de país en país, de México a Chile y de Argentina a México –con escalas portuarias en Haití, Cuba y Dominicana- para escarbar bibliotecas públicas, privadas y de fundaciones y grupos feministas. Luego caí en cuenta de que la casi total producción ideológica y política de las mujeres no blancas del siglo XIX y la primera mitad del XX no está inscrita en literatura alguna, pues eran formalmente analfabetas, aunque productoras de un pensamiento y una cultura que se transmitían y se transmiten por vía oral.[1] Por ejemplo, a finales del siglo XVIII, los actos de Baraúnda, esposa del líder garífuna Satuyé, una protofeminista negra e india, fueron legendarios para su pueblo, pero la memoria de sus ideas y acciones anticolonialistas sólo se encuentra en algunas canciones que las mujeres garífunas cantan todavía en Honduras y Belice.[2] Algo parecido sucede con la historia y las ideas de las comuneras de los movimientos protoindependentistas de Colombia y Paraguay, así como con las mujeres que participaron en los cientos de levantamientos indígenas durante la Colonia, y de los movimientos de Tupac Amaru y Micaela Bastidas y de Tupac Catari y Bartolina Cisa en los Andes,[3] de Atanasio Tzul y Josefa Tzoc[4] entre los quichés de Guatemala y, ya en el siglo XX, de las soldadas y soldaderas de la revolución mexicana[5] y las revolucionarias de los movimientos de Sandino en Nicaragua y de Farabundo Martí en El Salvador: sus historias se transmitieron de boca en boca, convirtiéndose en mitos, canciones, refranes, pero no quedan testimonios de su participación escritos por ellas. Y, por supuesto, la historia “oficial”, la que mantiene los registros y escoge qué es digno de registrarse, hizo un esfuerzo enorme para borrarlas o para reconducirlas a papeles que no pusieran en peligro su política de exclusiones: desde las cartas de simples ciudadanos a las insurgentes para subrayar que participaron en la gesta de la Independencia como esposas, hasta la Secretaría de Guerra y Marina de México que desconoció de un plumazo a las soldadas y oficialas constitucionalistas, zapatistas y villistas el 18 de marzo de 1916, y los libros de historias “nacionales”, el saber de los hombres parece dirigido a negar la existencia misma de las mujeres.
Finalmente, para salvar en parte el obstáculo que me provocaron la imposibilidad de viajar y la imposibilidad de recoger todas las ideas feministas del pasado, acudí al principal motor de la reflexión nuestroamericanista[6] y de la episteme feminista, eso es, a la práctica del diálogo de ideas. Diálogo de ideas de México a Argentina, de Venezuela a Honduras y de Brasil a Guatemala, mediado por el conocimiento académico o por el activismo feminista, a veces capaz de dirimir enfrentamientos latentes debidos a posturas personales frente al significado mismo de lo que es, debe ser, puede ser un feminismo de Nuestra América. En otras palabras, el mismo diálogo de ideas que ha tejido la tradición dialógica de la filosofía latinoamericana alrededor de unos temas recurrentes: la educación, la política y la estética. Este diálogo de ideas, que ahora se manifiesta en el rescate de los materiales para esta antología, se ha sustentado en redes de conocidas que se cruzan e intervienen en la reflexión y el trabajo de las afines y de quienes participan simplemente de un mismo horizonte temporal, compartiendo los sustratos materiales que obligan a las personas a tener intereses por las mismas cosas, aunque sea desde posiciones ideológicas y políticas divergentes.
Así como en los textos rescatados para esta Antología encontramos que, en una misma época, eran feministas todas aquellas que reivindicaban con sus escritos y sus acciones el derecho de las mujeres a ser sí mismas y a explayarse, fueran liberales anticlericales o católicas, librepensadoras o moralistas, socialistas, anarquistas o nacionalistas, entre las feministas que nos enfrentamos a la tarea de rescatar sus escritos nos encontramos feministas autónomas, académicas, propulsoras del diálogo con el Estado, mujeres necesitadas de replantearse su relación con lo masculino y lesbianas radicales.
Dialogando, dialogando en el Seminario Permanente de Filosofía Nuestroamericana (coordinado por María del Rayo Ramírez Fierro, Rosario Galo Moya, David Gómez y yo desde 2006), y en el Seminario Recuperando el Sujeto Mujeres: Feminismo y Política en Nuestramérica (que coordinamos desde 2008 Norma Mogrovejo Aquise, Mariana Berlanga Gayón y yo, en la maestría en Derechos Humanos) de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, se nos ocurrió implementar una dinámica colectiva para el rescate, el análisis y la presentación de los materiales para esta Antología del Pensamiento Feminista Nuestroamericano, conformando redes informales de investigadoras, estudiantes y activistas feministas.
Utilizando el correo (postal y virtual) inicié la aventura de convocar a las estudiantes, bibliotecarias, investigadoras, maestras y activistas de Centroamérica, Perú, Chile, Colombia, Venezuela, Brasil, el Caribe, Surinam, Ecuador, Argentina, Bolivia.
Único requisito: la pasión por el saber de las mujeres, por la historia de nuestras ideas feministas y por la historia del continente en el que nuestras antepasadas actuaban y pensaban. Esta pasión es un motor insustituible para impulsar cualesquiera de las acciones e ideas feministas actuales, pues es de nuestro pasado que viene la fuerza –y la debilidad- que tenemos en el presente. Es en la historia que aprendemos a reconocernos en las otras y agradecerle sus aportes, sus luchas, sus dudas y sus seguridades. Si no recogemos textos, ideas, proclamas; si no los introducimos en nuestro aprendizaje formal, podríamos quedarnos con el análisis patriarcal de que la sumisión de las mujeres redundó en el aniquilamiento de su pensar el mundo (y pensarse en el mundo) desde sí mismas, con el subsiguiente error de creer que debemos iniciar de cero un camino que es ya difícil de recorrer partiendo desde donde hemos llegado juntas.
Más que de madres simbólicas, buscamos los textos de nuestras autoras, las mujeres-autoridades o mujeres-referencia de nuestro pensamiento continental, nuestras fuentes para la crítica del feminismo entendido como filosofía práctica de las mujeres y nuestras fuentes para ampliar el panorama de lo que es la reflexión y el pensamiento nuestroamericano (que quedaría truncado de valorar únicamente autores masculinos o temáticas determinadas por la experiencia y los intereses de los hombres).
No fue fácil que yo lograra hacer de esta invitación-petición algo entendible. Las mujeres somos fértiles en ideas y cada una de nosotras fantaseó con una antología distinta. Hubo colaboraciones maravillosas, se escribieron y rescataron artículos y textos y aun enteras genealogías de mujeres productoras de la teoría crítica feminista e inteligentísimos ensayos, como el de Irma Saucedo acerca del contradiscurso que puso en tela de juicio la naturalidad de la condición subalterna de la mujer, durante la segunda mitad del siglo XX.[7] Desgraciadamente quedaron excluidos de esta antología porque no eran precisamente “rescates” de textos históricos escritos por feministas en los siglos XIX y XX, sino reflexiones contemporáneas sobre sus contenidos y alcances.
De cualquier modo, Urania Ungo y Yolanda Marco desde Panamá; Melissa Cardoza, Pavel Uranga, Jessica Isla y Zoila Madrid en Honduras; Marisa Muñoz, Liliana Vela, Estela Fernández y Dora Barrancos en Argentina; Livia Vargas y Alba Carosio en Venezuela; Maya Cu, Gladys Tzul Tzul y Ana Silvia Monzón revisando la historia maya y la historia mestiza y criolla de su común Guatemala; marian pessah, tzusy marimon y clarisse castilhos en Brasil; Madeleine Pérusse y Norma Mogrovejo en Perú; Pablo Rodríguez y Alejandra Restrepo en Colombia; Ochy Curiel desde su productiva revisión del feminismo de las afrodescendientes del Caribe y de Brasil y Colombia; Yuderkis Espinoza gracias a su nomádica vida intelectual entre Dominicana y Argentina; todas las ecuatorianas involucradas desde México por la chilena Gloria Campos y encabezada en Quito por Maricruz Bustillo, así como Jenny Londoño y Jorge Núñez Sánchez; Gabriela Huerta, Alejandro Caamaño Tomás, Claudia Llanos, Concepción Zayas, Rosario Galo Moya, Eli Bartra, Marta Nualart, Sandra Escutia, Eulalia Eligio González y Ana Lau en México; todas y todos se pusieron manos a la obra para identificar, rescatar y enviar a esta antología textos de escritoras, activistas, maestras, periodistas, campesinas, médicas, artistas, científicas y comuneras que por su compromiso con las mujeres, su libertad y sus derechos, son identificables con la historia del continente por su vocación feminista. Al trabajo de todas ellas, se sumó la paciencia y la entrega de Sandra Escutia, Cecilia Ortega, Eulalia Eligio González, Gabriela Huerta Tamayo y Rosario Galo Moya quienes fueron a identificar fondos especiales en los más diversos archivos, escribieron y presentaron cartas para poder acceder a ellos y una vez obtenidos los permisos correspondientes, transcribieron los textos que leímos juntos y consideramos de importancia para la historia de nuestras ideas feministas, convirtieron archivos y revisaron originales.
El porqué de una bibliografía desde nuestra mirada
Asimismo, las alumnas y maestras de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, colegas, amigas y activistas de diversas corrientes del feminismo hurgaron en sus casas, en sus universidades, en las bibliotecas públicas de sus comunidades y en las de sus grupos para presentar, al final de la antología, la más amplia bibliografía posible acerca del -y desde el- feminismo nuestroamericano para rescatar los aportes teóricos, metodológicos y argumentativos de su pensamiento. Haciendo nuestra la idea de la genealogía del pensamiento y la acción feminista reivindicada en Chile por Margarita Pisano y asumiendo que “citar es un hecho político”, como afirma Urania Ungo en Panamá, presentamos los escritos de mujeres feministas originarias del continente o nacidas en otras latitudes que vivieron, viven y piensan su feminismo desde Nuestra América, para presentar un corpus teórico propio de la región. La bibliografía no pretende ser exhaustiva, sino ofrecer un referente acerca de la cantidad y calidad de los textos necesarios para poder historiar el pensamiento feminista latinoamericano sin tener que recurrir a análisis exteriores para hacerlo.
De ninguna manera quisiéramos proponer algo así como una “autarquía” bibliográfica; pensamos ofrecer un instrumento colectivo (la producción de todas) para facilitar pasarnos la palabra entre nosotras mismas. No tenemos, dada la amplitud de nuestro pensamiento regional, que recurrir a la interpretación euro-estadounidense de la liberación de las mujeres; tampoco reconocernos en una experiencia femenina sesgada por experiencias histórico-epistemológicas ubicadas en el otro lado de la colonialidad; ni porqué recoger enfoques producidos desde percepciones de la realidad sexuada provenientes de la cultura mundial hegemónica. En particular, ofrecemos esta Antología como herramienta para una academia nuestroamericana necesitada de referentes bibliográficos para la actualización del estado de la cuestión feminista en Nuestramérica.
Por ello descartamos la idea de definir desde nuestras posiciones qué textos son “realmente” feministas, porque en semejante definición se colaría una idea hegemónica de lo que es el feminismo (emancipador o de la liberación, liberal o socialista, progresista, individualista, autónomo, institucional) y reportamos en la bibliografía los libros que se autodefinen de tal modo o que tratan temas de importancia para las mujeres en cuanto mujeres, desde una perspectiva de las mujeres y no de las disciplinas académicas formales.
Primeros textos, primeras reflexiones
Con Gabriela Huerta dialogamos largo y tendido sobre los “anónimos”, esos escritos no sabemos si de mujeres –muy probablemente- o de hombres que se escudaban detrás de la invisibilidad de la persona que escribe, para expresar a principios del siglo XIX (según una tradición política querida por las libertinas y libertinos del siglo XVII y las ilustradas e ilustrados del XVIII en Europa, y por las criollas y criollos disidentes con la dominación española en América) algunas ideas sobre la libertad de las mujeres, su derecho al estudio y su igualdad –cuando no superioridad- con los hombres. Algunos de ellos, como el rescatado por la propia Gabriela Huerta para esta antología, cruzaron el mar de Francia a México y de México a Brasil, en traducciones hechas a propósito para las revistas de mujeres, pues nuestro anónimo artículo pertenece originalmente al Journal des femmes. Gymnase littéraire (París, 1832-1837), del que también se tradujeron otros para la Revista de las Señoritas Mejicanas, (imprenta de Vicente García Torres, Ciudad de México, 1811-1894), misma que en ocasiones ¡publicó artículos sobre la natural servidumbre de la mujer!
Definitivamente, la lectura de los textos originales evidencia las contradicciones del discurso sobre las mujeres, que al inicio de su expresión feminista cargaba con todas las rebeliones, y también con todas las anuencias, a la misoginia de la cultura dominante. A la vez, devela que muchas reflexiones del feminismo en América tuvieron una originalidad y radicalidad que el desconocimiento de su historia no permite rescatar.
Según Laura Suárez de la Torre, en “La producción de libros, revistas, periódicos y folletos en el siglo XIX”, entre 1821 y 1855 hubo varios momentos en que se llevó a la práctica la libertad de imprenta pregonada por los ideales de la Independencia, lo cual dio un gran impulso a la producción editorial de toda América Latina.[8] Sin embargo, la mezcla entre falta de tradición periodística y control eclesiástico, como en Chile, o las contradicciones entre liberales y conservadores, como en Argentina, o los gobiernos dictatoriales, cerraban esos procesos, tal como sucedió con Antonio López de Santa Anna en México entre 1853 y 1855, y en varias asonadas militares y de grupos conservadores o liberales en Colombia, Venezuela, Argentina. Es en este clima que hay que leer la aparición de revistas para mujeres editadas por hombres, como El semanario de las señoritas mejicanas, publicado por Vicente García Torres en 1841 y 1842; El presente amistoso dedicado a las señoritas mejicanas, editado por Ignacio Cumplido en 1847, suspendido durante la invasión y expoliación estadounidense a México y vuelto a publicarse en 1851 y 1852; y La semana de la señorita mejicana (1850-1852), de Juan Navarro, responsable en un segundo momento, en 1853, de La Camelia. Semanario de literatura, variedades, moda, etc. Dedicado a las señoritas mejicanas.
Lucrecia Infante Vargas piensa que: “El carácter que define a todas estas publicaciones: recreativo, didáctico y difusor de un prototipo femenino asociado al ámbito de la vida privada se expresa con claridad en uno de los artículos de El presente amistoso dedicado a las señoritas mejicanas:
Formado el carácter moral de una señorita, con la religión y la virtud, debe adornar sus entendimientos con algunos conocimientos, que aun cuando no sean profundos, sean útiles. Debe huir de dos extremos igualmente desagradables, y son, el de una ignorancia grosera, y el de una vana ostentación de su saber. Aquel proviene de no saber nada, y éste de saber mal, acompañado de un indiscreto deseo de lucir. Una señorita instruida en las primeras letras, con nociones de aritmética, de geografía, de historia y de algún idioma vivo, con una conversación fácil y una modestia genial, encanta a cuantos la tratan”.[9]
Presentaciones por región o exposición cronológica
Las mujeres son las proletarias del proletariado Flora Tristán, 1842
Con Mariana Berlanga y María del Rayo Ramírez Fierro dialogamos sobre si reunir los textos por regiones de Nuestramérica o por épocas históricas. No era una decisión cualquiera: existe una producción muy dispar de las acciones y las teorías feministas en los países y regiones nuestroamericanas, en la que predominan las criollas, las blancas emigradas y las mestizas urbanas de los países más grandes y ricos (Argentina, México, Brasil). Cierto es que existen esfuerzos tendientes a balancear esta situación: Urania Ungo, Grace Prada y Eugenia Rodríguez Sáenz han impulsado los estudios histórico-filosóficos de la acción y el pensamiento de las mujeres centroamericanas,[10] y existen importantes análisis efectuados en Colombia por investigadoras de la Universidad de Antioquia y de la Universidad Nacional.[11] Un estudio regional daría razón de estas disparidades y quizá denunciaría que, a la par de lastres como el racismo, los estudios en América arrastran la carga de la mayor importancia otorgada a los hechos y las ideas de las elites económicas y culturales; hechos e ideas que remiten a cierta semejanza con Europa (luego, con Estados Unidos) y cuya visibilidad es impuesta por el nivel de alfabetización de sus autoras, la riqueza de las elites cultas y el poder del lugar de emisión.
No obstante, la presentación cronológica de los textos escritos o recogidos por las mujeres nuestroamericanas ofrece otras ventajas. Por ejemplo, da idea de cómo ciertas tendencias atravesaban el continente entero, en épocas muy semejantes y con logros casi concomitantes, a pesar de la diversidad de horizontes y situaciones concretas.
Los primeros escritos que ofrecieron una descripción, acompañada por una denuncia, de la condición de las mujeres mestizas, mulatas e indígenas de América fueron los de la peruana Flora Tristán quien, tras escribir en Lima Peregrinaciones de una paria,[12] volvió en 1834 a París –en donde había nacido de madre francesa y padre peruano- para emprender una campaña a favor de la emancipación de la mujer, los derechos de los trabajadores y en contra de la pena de muerte. No obstante, en Mesoamérica queda una poesía escrita por mujeres, como Macuilxochitl, perteneciente a la clase dirigente mexica, que describe la valentía de las mujeres en su sociedad; después de la Conquista muchas mujeres de los pueblos originarios derrotados se hicieron, sea de los instrumentos legales para testar, como de la voz de los misioneros para dejar un testimonio de su cultura en el momento de una transición dolorosísima a una situación desconocida. Igualmente, mujeres españolas, en escasas ocasiones, ocuparon cargos considerados masculinos por los que tuvieron que escribir, o demandaron para ellas o sus maridos derechos a propiedades, con un afán de reclamo de derechos.
Durante la Colonia, además, existió en México y Perú una escritura femenina que recogía en cartas, panfletos, hojas periodísticas la opinión de las mujeres sobre el matrimonio con un hombre o con Dios, recetas, poemas, opiniones acerca de la religión o sobre los cargos administrativos que deberían desempeñar en el caso –maravilloso, para la mayoría de ellas- de quedar viudas siendo ricas y jóvenes. Gracias al trabajo diplomático y paleográfico realizado por Concepción Zayas en el Archivo de Indias, por ejemplo, podemos publicar una carta de una poeta mística poblana de finales del siglo XVI, acusada de herejía, por haber hecho circular en la Nueva España un largo poema de tintes erasmianos.
A principios del siglo XIX, y con mayor fuerza después de la mitad del siglo, algunas mujeres de cultura hegemónica (letradas blancas y mestizas de alcurnia) comenzaron a expresar posiciones discordantes con la educación católica dominante y los ideales de sumisión femenina tradicionales, exponiendo argumentos feministas, es decir, abiertamente favorables a una emancipación de las mujeres, en publicaciones periódicas de señoras, ahora editados por señoras de la burguesía y ya no por hombres aleccionadores que, en Brasil como en México, en Argentina como en Colombia, Uruguay y Perú, redactaron poemas, recetas, y artículos de opinión sobre temas como la patria potestad, la guerra, los sentimientos maternos, el derecho al estudio, la educación, la moral y la libertad, la inteligencia, la sensibilidad y los valores femeninos. Si estas revistas publicaron algunos textos anónimos, en su mayoría recogieron los escritos de señoritas, señoras y viudas fácilmente ubicables en la sociedad de entonces. En Chile, El eco de las señoras de Santiago, de 1865, fue una publicación radicalmente politizada en cuyas páginas algunas escritoras discutieron la ley de tolerancia de cultos; y La Mujer, de 1877, dirigido por Lucrecia Undurraga, abogaba por elevar la condición de las mujeres. En el México republicano, después del Calendario de las Señoritas Megicanas para el año de 1838, de Mariano Galván, aparecieron otras cuatro o cinco publicaciones. Varias de ellas llevaban mensajes feministas, sobre todo en torno a la educación –pocos eran los artículos que abordaban el tema de las mujeres en la política. En Argentina, Album de Señoritas, de 1854, cuya dirección estaba a cargo de la filósofa y política liberal Juana Paula Manso de Noronha, afirmaba que “todos mis propósitos serán consagrados á la ilustración de mis compatriotas, y tenderán á un único propósito –Emanciparlas de las preocupaciones torpes y añejas que les prohibían hasta hoy hacer uso de su inteligencia, enagenando su libertad y hasta su conciencia, á autoridades arbitrarias, en oposicion á la naturaleza misma de las cosas, quiero y he de probar que la inteligencia de la muger, lejos de ser un absurdo, ó un defecto, un crímen, ó un desatino, es su mejor adorno, es la verdadera fuente de su virtud…”.[13] Y en el Brasil a caballo entre el Imperio y la República, en 1873, apareció O bello sexo en Minas Gerais, donde se abogaba abiertamente por la educación de las jóvenes de las clases más altas con el fin de que pudieran mantener una agradable conversación y, en caso necesario (orfandad, viudez), no quedar desamparadas a la merced de hombres que quisieran abusar de su timidez.
De las lectoras de las primeras revistas de cultura, con Gabriela Huerta no encontramos datos fidedignos, sólo especulamos que pudieron ser veinte o veinticinco cuando en 1826 el litógrafo Claudio Linati con sus colaboradores Heredia y Galli publicaron El Iris. Periódico Crítico y Literario ;[14] pero del Semanario de las señoritas mejicanas, gracias a sus listas de suscriptores, sabemos que durante 1841 fueron distribuidos poco más de mil ejemplares en diecinueve estados del país. A pesar de que los nombres de los suscriptores son masculinos en su mayoría, podemos pensar que por lo menos un 40 por ciento de los lectores del Semanario, si no más, eran mujeres. Otro tanto distribuyó en 1896 Guadalupe Fuentes, viuda de Gómez Vergara, cuando publicó El periódico de las señoras, pero ahora muchas mujeres pagaban sus suscripciones. Un número menor de subscritoras siguió al director de Panorama, Vicente García Torres, un periodista de signo liberal cuando, entre otras publicaciones, fundó el periódico El siglo XIX, de características políticas generales.
Por lo general, las revistas de las mujeres de las elites apelaban a la elegancia, a la capacidad de aprendizaje y la cultura, al nacionalismo de las mujeres, sin desdeñar las referencias a su pureza y su alcurnia; a la vez, introducían a señoras y señoritas al ámbito de la literatura, que se convirtió en una presencia constante en los espacios de convivencia femenina, como el bordado y la costura, y pronto las empujaron hacia una sociabilidad determinada por la lectura y la escritura, como lo fueron las tertulias y, aun, las asociaciones literarias mixtas, importantísimas para el fortalecimiento de las “letras nacionales” (O Jornal das Senhoras,1852, Río de Janeiro; Album de Señoritas: Periódico de Literatura, Modas, Bellas Artes y Teatros, 1854, Buenos Aires; La siempreviva, 1870, Yucatán; El Correo de la Moda: Periódico Ilustrado para Señoras, 1871, Buenos Aires; O Sexo Feminino, 1873, Minas Gerais; Las violetas de Anahuac, 1878, Ciudad de México, entre muchas otras). De ninguna manera estas revistas se circunscribieron a las ciudades capitales. Como pudimos observar gracias a los generosos préstamos de Marta Nualart, quien trajo al Seminario Recuperando el Sujeto Mujer el recuento de su bisabuela de La Violeta. Quincenal de literatura, social, moral y de variedades dedicado a las familias, editado por las poetas Ercilia García y María Garza González en la nororiental ciudad de Monterrey entre 1887 y 1894, y de Gabriela Huerta que prestó para la revisión grupal su propio recuento de La siempreviva. Revista quincenal. Órgano oficial de la sociedad de su nombre. Bellas artes, ilustración, recreo, caridad. Redactada exclusivamente por señoras y señoritas, primera publicación mexicana enteramente dirigida por una mujer, Rita Cetina Gutiérrez, y escrita por mujeres desde 1870 en la sureña ciudad de Mérida, las publicaciones de mujeres eran bien vistas por los sectores progresistas aun en provincias consideradas conservadoras. Por ejemplo, el 15 de febrero de 1888, La Violeta publicaba entre otras ocho que le habían llegado a la redacción para felicitarla, una carta de un periódico de Guadalajara, El Espejismo:
“La Violeta”
Así se titula un periódico quincenal escrito por señoritas que vé la luz pública en Monterrey, Nuevo León, y del que hemos recibido dos números.
Amantes como somos de la ilustración del bello sexo, felicitamos cordialmente á las redactoras del periódico referido, con el cual establecemos el cambio de costumbre.
Ese mismo día, El Instructor, periódico de los maestros de Aguascalientes, hacía referencia a otros periódicos de mujeres, entre ellos uno de Oaxaca, La voz de la mujer, “redactado por las Señoritas Rafaela S. Sumano y Leonor Zanabria, que se ha consagrado á la instrucción de la mujer en la clase proletaria”.[15]
Al margen de su aceptación por la cultura y la prensa masculinas, estas revistas informaron y afirmaron los valores femeninos en boga entre la burguesía y los sectores liberales, a la vez que contribuyeron a la práctica de lectura, diálogo y esfuerzo por redactar que en un futuro próximo afirmaría a las mujeres como agentes de creación literaria.
Tuvieron una contraparte radical en los artículos que en hojas semiclandestinas y periódicos militantes publicaban anarquistas y socialistas (La Lucha Obrera, 1884, de la sección femenina de la Asociación Internacional Obrera de Montevideo; Propaganda anarquista entre las mujeres, 1895, bajo la firma de la librepensadora italiana Ana María Mozón, quien aborda temas como el amor libre, la familia, la explotación en el trabajo fabril, las distintas formas de violencia; La Voz de la Mujer (1896-1897), expresión de la corriente comunista-anarquista de las trabajadoras de Buenos Aires, La Plata y Rosario; Vesper editado en 1901 por la periodista revolucionaria, anarquista y luego zapatista, mexicana Juana Belén Gutiérrez de Mendoza con el objetivo de combatir al gobierno de Porfirio Díaz; y La Idea Libre que inicia en 1902 su Sección Feminista en Lima, etcétera).
De ambos tipos de publicaciones, alimentaron sus ideas las mujeres que, primero en Argentina, luego en otros países, aprovecharon las coyunturas políticas locales para organizar congresos feministas y darse la palabra entre sí (Primer Congreso Feminista Internacional, 1910, Argentina; Primer Congreso Feminista Nacional, 1916, Yucatán, México; seis Conferencias Internacionales de Mujeres, de 1914 a 1929, en diversos países, de Cuba a Chile; Primer Congreso de la Liga Panamericana para la Elevación de las Mujeres, 1923, México;[16] etcétera) y retomar la lucha por el derecho al voto activo y pasivo que, ya en la década de 1870, había visto enfrentar a chilenas y ecuatorianas desorganizadas la exclusión que practicaban contra ellas sus gobiernos.
En general, las mujeres que buscaban su emancipación tuvieron aliados, “ardientes y sinceros campeones” como definía a “los feministas” uno de sus más acérrimos enemigos, el filósofo positivista Horacio Barreda.[17] El profundo miedo a las transformaciones políticas, siempre asociadas a la pérdida del orden -y a los cambios sociales que el feminismo propugnaba al reivindicar la ciudadanía de las mujeres-, impulsaron a los filósofos positivistas -entonces dominadores indiscutidos de la educación en América Latina y el Caribe, defensores “científicos” del racismo implícito en las teorías de la existencia de razas y clases “superiores”, y cercanos al poder político de partidos “del orden y progreso” y de dictadores iluminados como Porfirio Díaz en México y el Doctor Francia en Paraguay- a atacar duramente los postulados del feminismo, y en particular de sus sostenedores de sexo masculino:
En efecto, la palabra “feminismo” se ha dado no al problema mismo, sino a determinada solución de ese problema. En efecto la palabra “feminismo” no se limita a señalar esa noble tendencia de la civilización hacia el mejoramiento de la condición social de la mujer, que se propone librarla de todas aquellas injusticias de un pasado opresivo y riguroso, procurando colocarla en una situación más favorable que le permita obtener una dosis mayor de felicidad y bienestar; pues si así fuere, claro es, todos seríamos feministas. Mas no es eso lo que acontece: el “feminismo”, suponiendo ya bien admitida la igualdad de los dos sexos, en lo que a la organización cerebral se refiere, pide terminantemente que la mujer comparta con el hombre todas las funciones de la vida pública…[18]

Para la región más austral de América, el estupendo estudio de Asunción Lavrin, Mujeres, feminismo y cambio social en Argentina, Chile y Uruguay 1890-1940,[19] recoge documentos, historias y cronologías para demostrar que la historia política de una región está atravesada y determinada por la historia política de las mujeres. En efecto, desde los primeros años del siglo XX, en Argentina, las médicas Cecilia Grierson y Julieta Lanteri impulsaron la creación del Consejo Nacional de Mujeres (1900) y la Liga para los derechos de la Mujer y el Niño (1911). La socialista Fenia Chertcoff promovió El Centro Socialista Femenino y la Unión Gremial Femenina (1902, 1903); Alicia Moreau presidió la Unión Feminista Nacional fundada en 1918 por el Partido Socialista. Pese a la actividad de estas importantes promotoras y muchas otras y otros, las mujeres argentinas obtuvieron el voto en 1947, si bien en ciertas provincias ya se les había otorgado para elecciones municipales. En Chile destacó la labor pionera de Amanda Labarca, que fundó en Santiago el Círculo de Lectura (1915), que en 1919 se separó en dos grupos: el Consejo Nacional de Mujeres y el Centro Femenino de Estudios. En 1921 se fundó el Partido Femenino Progresista y al año siguiente el Partido Cívico Femenino al que se adhirió la Revista Femenina que comenzó a circular en 1924. En 1931, la Unión Femenina de Chile no sólo era la agrupación de mujeres más importante y la mejor organizada del país, sino que invitó a todas las agrupaciones de obreras y de mujeres profesionales y a destacadas personalidades a unirse en pro del sufragio. El derecho al voto, restringido en las elecciones municipales a las mujeres mayores de 21 años y alfabetizadas, se otorgó en 1934; catorce años después, en 1948, se aprobó finalmente la ley que equiparaba el sufragio femenino al masculino. La presencia de las feministas en la vida nacional uruguaya fue un poco más tardía, debido quizás a la escasa oportunidad de las mujeres para realizar estudios formales. María Abella de Ramírez (1863-1926) fundó las revistas Nosotras (1902) y La Nueva Mujer (1910) y fue la portavoz de la Liga Feminista Nacional. Posteriormente, Paulina Luisi encabezó el feminismo uruguayo de 1916, año en que se creó –bajo su inspiración- el Consejo Nacional de Mujeres, a 1936. Fue entonces cuando la Cámara de Diputados impulsó el debate sobre el proyecto de ley de sufragio. Algunos partidos políticos se peleaban el privilegio de haber impulsado desde sus inicios el sufragio femenino, mientras que un diputado nacionalista reclamó el reconocimiento a la labor de las propias mujeres, particularmente a Paulina Luisi como precursora del sufragio, cuya ley se aprobó el 14 de diciembre de 1932.
Sólo para México, Brasil y Colombia hay estudios históricos equivalentes, llevados a cabo por investigadoras de diverso cuño, aunque siempre insertas en el ámbito académico. No obstante, es plausible afirmar que en toda Nuestra América, la lucha por los derechos civiles y legales de las mujeres en las décadas de 1910 a 1940 adquirió matices más pragmáticos que en el siglo XIX: dar respuesta a los ataques antifeministas de los hombres que se asustaban por sus ideas,[20] intentar la reforma de los códigos civiles en pos de una superación de la subordinación legal de las mujeres al padre o al esposo y obtener la igualdad civil con los hombres, cuando no la fundación de partidos abiertamente feministas como en Panamá.[21]
La presencia y visibilidad de las mujeres en este periodo de la historia de Nuestra América no puede circunscribirse a una sola posición ideológica clara, aunque se remitía siempre a un afán de emancipación del pesado tutelaje masculino. La hondureña Visitación Padilla fue claramente una antimperialista y se abocó a la participación política de las mujeres por ello, pero ¿qué tipo de feminista era? Tras leer sus cartas y proclamas no sabría afirmarlo con claridad. Obviamente se sentía “orgullosa porque mis compañeras han atendido con fineza la excitativa” que se les dirigía en una “hoja patriótica” de 1924, en la que conminaba a las mujeres a tener un alto concepto del “patriotismo”: “Patriotismo es indignarse ante un atentado a la dignidad nacional con el que estamos sufriendo ante una tropa de extranjeros que ha entrado al país sin permiso del Gobierno”.[22] Visitación Padilla, sin lugar a duda, creía firmemente que las mujeres son capaces de hacer política y tienen una responsabilidad en ella; no obstante, se refería a las mujeres como “las señoritas y señoras de Honduras” y jamás expresó una opinión política sobre ellas ni asumió ninguna “causa de las mujeres”. Veinte años más tarde, su connacional Lucila Gamero de Medina -quien afirmaba “conste que soy feminista y que he trabajado y seguiré trabajando porque la mujer goce de iguales derechos civiles que el hombre”- aconsejaba a las mujeres “no salirse nunca de la debida compostura, inherente a su sexo”, pues debía tener como objetivo en la vida “el mantenimiento de un hogar honesto, armónico, y hasta donde sea posible feliz”. Esta “partidaria del voto de la mujer” quería “combatir las costumbres femeninas llamadas modernas, que son inmorales y hasta cierto punto licenciosas”.[23]
Posturas como éstas implicaron para las feministas de la segunda mitad del siglo XX abiertas contradicciones con la idea de igualdad y, aún más, con la de liberación, pero eran una constante entre las mujeres de izquierda, como Visitación Padilla, y entre las católicas, como Lucila Gamero y Paca Navas de Miralda, de la primera mitad del siglo. Ambas posiciones, además, convivían con utopías feministas radicales de no asimilación a la política masculina y de reivindicación de la propia positiva diferencia con los hombres, tal como la postulada en 1936 por Ana Belén Gutiérrez en La república femenina, con las críticas al emancipacionismo liberal de anarquistas como Juana Rouco Buela, y con una militancia emancipacionista de un cierto socialismo pro femenino difuso entre las mujeres solas de los partidos socialistas y comunistas (y algunas feministas comunistas que constantemente enfrentaron el machismo y la misoginia de sus partidos, como Concha Michel).
Probablemente releyendo documentos como éstos a la luz de los aportes de la socióloga chilena Julieta Kirkwood -quien analizaba en 1983 el “conservatismo femenino” como algo subordinado a muy complejas construcciones sociales, culturales y políticas-,[24] su discípula panameña Urania Ungo ha llegado a la conclusión de que el feminismo nuestroamericano era mucho menos radical -más recatado, casi timorato- que el europeo y el estadounidense. No obstante, y para seguir dialogando con ella, creo que hay que matizar esta afirmación a la luz de un hecho concreto: las feministas de América Central, por la peculiar historia de sus países invadidos por aventureros, piratas y bananeras estadounidenses, tenían muchos más contactos y relaciones políticas con los hombres de los partidos nacionalistas, liberales y socialistas de sus países, con los que en ocasiones compartían tribunas, ideas y armas, que las europeas enteramente excluidas de la política masculina, lo cual llevaba a las primeras a verlos –o a verse a sí mismas- como “complementarios” en su lucha por la liberación nacional y las reivindicaciones feministas, y no siempre como personas con las que enfrentarse para tener acceso a la vida pública… ni siquiera cuando éstos les exigían una ideología tradicional acerca de su vida privada. Ahora bien, comparto plenamente con Urania Ungo que éste es el punto nodal de la radicalidad emancipativa.
Igualdad, congresos, impulsos detenidos y nuevos arranques
A principios de siglo XX se sucedieron diversas conferencias que pusieron en la palestra internacional la discusión sobre la igualdad jurídica de las mujeres.
El Centro Feminista de Buenos Aires convocó en 1906 al Congreso Internacional de Libre Pensamiento, antecedente directo del Primer Congreso Femenino Internacional (el primer encuentro mundial de mujeres llevado a cabo en América Latina), realizado en 1910 con la finalidad de tratar las mejoras sociales, la lucha por la paz, el acceso de las mujeres a la educación superior, y para expresarse en contra de una doble moral que privilegiaba a los hombres y su libertad en toda ocasión.[25]
Poco después, y en un contexto revolucionario y de construcción de una sociedad laica, en México, bajo la égida del gobernador socialista Salvador Alvarado, se llevarían a cabo el Primer Congreso Feminista de Yucatán, realizado en enero de 1916, y el Segundo, en noviembre del mismo año, convocados conjuntamente por las feministas de la localidad y el Gobierno del estado. Las conclusiones de estos congresos constituyeron una verdadera plataforma progresista para la época, pues no presentaban ninguna perspectiva de defensa de la familia a través de la educación femenina, ni hacían hincapié en la supremacía del valor de la maternidad en la vida de las mujeres. Sus propuestas giraron en torno a la separación del Estado y la Iglesia, la educación laica y de fácil acceso para las mujeres, el derecho al trabajo y a la plena ciudadanía, así como a la enseñanza de métodos anticonceptivos. En la declaración final del congreso de enero, las feministas yucatecas reclamaban al estado que le abriera todas las puertas para librar a la par del hombre su lucha por la vida; además, afirmaron: “Puede la mujer del porvenir desempeñar cualquier cargo público que no exija vigorosa constitución física, pues no habiendo diferencia alguna entre su estado intelectual y el del hombre, es tan capaz como éste de ser elemento dirigente de la sociedad”.[26]
A pesar de que en Mérida bajo la égida de un segundo gobernador socialista, Felipe Carrillo Puerto, se eligiera a una mujer como concejal del municipio, tres mil kilómetros más al norte, durante la Asamblea reunida en 1917 en Querétaro para redactar la Constitución que brotaría de una gesta revolucionaria donde habían participado miles de mujeres, se discutieron temas como la educación y los derechos laborales de las mujeres,[27] pero las catorce feministas que alegaron personalmente o por carta que el voto de las mujeres no sería una concesión, sino un asunto de estricta justicia, ya que si las mujeres tenían obligaciones con la sociedad también debían tener derechos, no lograron ser tomadas en serio.[28] Sus peticiones fueron rechazadas sin mucha discusión, bajo el pretexto de que las mujeres se desenvolvían dentro de sus hogares y no les interesaba participar en los asuntos políticos. El miedo a que el voto atentara contra sus privilegios y contra la “unidad familiar”, llevó a Félix Pallavicini a preguntar, el 26 de enero de 1917, si negar la existencia de un movimiento colectivo interesado en los derechos políticos, para decretar la exclusión de las mujeres, no provocaría “el peligro” de que éstas se organizasen para votar y ser votadas.
Sin embargo, hundiéndose aún más en las contradicciones de una misoginia culposa, en abril de 1917, dos meses después de promulgada la Constitución, el presidente Carranza (cuya secretaria era la feminista Hermila Galindo) instauró un moderado camino de reformas presidenciales. La Ley sobre Relaciones Familiares, reformaba el código civil de 1870 y declaraba la igualdad de obligaciones y derechos personales entre la mujer y el hombre al interior del matrimonio. Igualmente garantizaba el derecho de las mujeres casadas a mantener y disponer de sus bienes, a ser tutoras de sus hijas e hijos, a extender contratos, a participar en demandas legales, a establecer un domicilio diferente del cónyuge en caso de separación, a volverse a casar después del divorcio y a comparecer y defenderse en un juicio.
Después de ello, Argentina en 1926 fue el primer país del Cono Sur al que las mujeres organizadas impusieron reformas de peso en su Código Civil. En 1929 las ecuatorianas fueron las primeras mujeres de Nuestramérica que conquistaron el voto. Luego, el gobierno de Nicaragua aprovechó el fermento femenino para dar el voto a las mujeres en 1933 con la esperanza de que votaran por el dictador en turno. Chile, en 1934, se vio orillado a promulgar leyes que favorecieran la igualdad económica y jurídica en el matrimonio; lo mismo hizo Uruguay en 1946. La totalidad de los países de América que todavía no lo habían hecho, menos Paraguay que lo hizo en 1964, durante la década de 1950 reconoció el derecho de las mujeres al sufragio activo y pasivo.
La mayoría de las analistas de las diferentes facetas de la historia de las mujeres, menos las literatas, coincide en el análisis de que –sin menoscabo del entusiasmo de las mujeres guatemaltecas mestizas de una emergente clase media de la capital (maestras, universitarias, activistas políticas) en los gobiernos democráticos del Dr. Arévalo y de Jacobo Árbenz, entre 1944 y 1954, del Partido Peronista Femenino, creado en 1949 en Argentina y del extraordinario número de mujeres involucradas en la lucha armada en Cuba desde 1956- los veinte años que corrieron de finales de los 40 hasta 1968 fueron “años perdidos” o “años dormidos” para el movimiento feminista y el feminismo teórico en Nuestra América.
Las luchas sindicales en que se habían visto involucradas muchas mujeres, menguaban; el sufragismo no tenía ya razón de ser; las élites latinoamericanas, siempre tan pendientes de las costumbres y directrices culturales europeas, después de la Segunda Guerra Mundial dirigieron la educación de las jóvenes a la sofisticación del ámbito de lo doméstico; la moda se complicó nuevamente atrapando a las mujeres en el yugo de sus dictados; la política volvió a cauces conservadores, y las mujeres de los sectores populares se replegaron bajo la represión de sus movimientos.
Sólo la literatura escrita por mujeres removió la cultura durante esos años: sin afanes revolucionarios describía malestares y opresiones, enumeraba injusticias, renegaba del deber ser femenino. Víctimas o heroínas de diversa índole, las personajas de escritoras como María Luisa Bombal y Carmen Lyra, en la década de los 40, y con mayor fuerza de Inés Arredondo, Teresa de la Parra, Rosario Castellanos, Elena Garro, Alba Lucía Ángel, Marta Traba, en los años cincuenta, sesenta y setenta, y todavía Marvel Moreno, María Luisa Puga, Elena Poniatowska[29] y Rosario Ferré en las décadas de 1980 y 1990, reinventaron la narrativa al otorgar interés a lo cotidiano, lo semi-inmóvil, las rebeliones ocultas, las solidaridades interclasistas que rompen con los estamentos sociales del patriarcado (cuando son nanas, pobres, indígenas, sirvientas, negras, parias las que entran al relato en plan de igualdad representativa y de solidaridad o competencia entre miembros del género femenino).
Si bien estructuraron el inmenso discurso del machismo latinoamericano, sus cuentos y novelas también prefiguraban miradas femeninas independientes en lo social, fantasías sexuales, gustos propios y una escala de valores que, después de las revueltas estudiantiles-obreras de 1968, se revelaron en las paralelas reivindicaciones de una liberación femenina y de la revolución sexual, ofreciendo a las mujeres un bagaje ideológico propio.
Al finalizar la década de 1970, la producción de textos feministas se incrementó notoriamente, diversificándose mucho. En ese entonces, el feminismo volvió a ser “movimiento”; eso es, a aglutinar mujeres alrededor de un proyecto que se oponía al autoritarismo en la vida cotidiana y en la vida política y que reivindicaba una identidad femenina no mediatizada por los controles patriarcales. El feminismo se reactivó en su vertiente de liberación y se multiplicaron los grupos de autoconciencia, las organizaciones de mujeres, las publicaciones libertarias y colectivas, los espacios autónomos de la mirada masculina para el debate político, la participación organizada de los sectores femeninos y las formas de resistencia a las dictaduras militares que derrocaron uno tras otro todos los intentos de gobiernos democráticos en América del Sur.
Las últimas tres décadas del siglo XX
Durante tres décadas, el feminismo en Nuestra América fue diferenciándose, institucionalizándose, recuperando su poder disruptivo, dando voz a la cuestión lésbica, a lo urbano, a las políticas de identidad negra e indígena, en contraposición y de la mano de la producción teórica proveniente de una academia que se rebelaba contra la organización patriarcal del saber, y con las acciones de mujeres que buscaban imponer su presencia en los partidos, las organizaciones de la sociedad civil y los gobiernos, siempre filosofando desde su condición en la relación desigual con los hombres y en la relación a construir entre mujeres, a partir de su propio accionar –de sujeto individual en liberación y de sujeto colectivo en reformulación- en la realidad económica, política y social de sus países.
Al recoger los escritos de las tres últimas décadas del siglo XX, nos resultó evidente que proponían otro proyecto para las mujeres: ya no la emancipación por la ley, sino la liberación sexual, teórica, política, corporal de sus vidas en cuanto mujeres. Tuvimos que lidiar con su cantidad y calidad, pues activistas, intelectuales, militantes de partidos políticos mixtos, dirigentes sindicales y políticas, escritoras, periodistas, especialistas en las perspectivas femeninas de la investigación social -mujeres de diversas proveniencias étnicas, de clase, ideológicas, etarias y nacionales- se hicieron con la palabra para expresar posiciones claramente diferentes –aunque por momentos contradictorias, heterogéneas y fragmentarias- sobre la política de las mujeres y para las mujeres, provenientes de las mujeres en diálogo entre sí.
Se nos presentó nuevamente la disyuntiva entre distribuir cronológica o regionalmente los escritos feministas. Aparentemente no pueden confundirse la producción de mujeres que debaten sobre su condición de oprimidas por el sistema patriarcal, y sobre sus intereses particulares de reivindicación de la maternidad voluntaria, los derechos sexuales, una vida libre de diversas violencias, y la producción de mujeres que enfrentan las dictaduras suramericanas o las luchas guerrilleras centroamericanas. No obstante, el lema acuñado a principios de 1980 en Chile por Julieta Kirkwood y Margarita Pisano, “Democracia en el país, en la casa y en la cama”, que vincula lo público, lo privado y lo íntimo en las reivindicaciones feministas de todo el continente, dio pie a que escogiéramos seguir distribuyendo los textos de la antología a lo largo de un horizonte histórico más que por zonas.
Además, a principios de los años 2000, la feminista mexicana Irma Saucedo propuso volver la mirada hacia los feminismos americanos de los años 1970-1990 en su conjunto, como teorías críticas de la realidad que necesitan escarbar en su genealogía para no perder sus propios referentes políticos.[30] Esta reflexión nos pareció coincidir con uno de los fines explícitos de esta Antología, que busca recuperar la producción de las mujeres sobre sus demandas y desde sus cuerpos. Por supuesto, sin ningún afán de exhaustividad, pues la totalidad de una teoría que se expresa en la práctica de muchas actoras sociales es siempre escurridiza e inabarcable, participa del lado luminoso y de lado ominoso de la filosofía, remite a la fuerza de las mujeres en su encuentro y a su debilidad en la sociedad que buscan transformar.
Los feminismos liberal, anarquista, socialista del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX fueron fundamentalmente reivindicativos de la emancipación de las mujeres por la opresión educativa, legal, política, conyugal y económica a la que estaban sometidas. Entre las liberales las hubo anticlericales y católicas; entre las anarquistas, las hubo de tendencia sindicalista e individualista. Hay presencia de socialistas cercanas a partidos, a intelectuales masculinos, antifamilistas y organizadoras de apoyos a la infancia, feministas de organizaciones populares e individualistas, algunas de tipo nacionalista y otras internacionalistas.
Los feminismos introspectivos, marxistas, de la liberación sexual, igualitaristas, de la diferencia sexual, de posicionamiento en las estructuras del poder, pos y de-colonialistas, de desconstrucción del patriarcado, etcétera, de la segunda mitad del siglo XX (y los primeros años del siglo XXI, aunque su producción no quedará incluida en los dos volúmenes de esta Antología) pueden llegar a posiciones todavía más enfrentadas que el feminismo decimonónico. No obstante, todos se ubican en la reivindicación de un derecho a pensar-se y actuar políticamente sobre la realidad toda desde otro lugar que el de la hegemonía y el dominio, el lugar de las mujeres reivindicadas desde:
a) la resistencia a la desigualdad histórica frente al colectivo masculino con poder;
b) su perspectiva de contraparte del mismo colectivo en una relación desigual pero recíproca entre los sexos (relación de géneros);
c) su reivindicación de equivalencia de los sujetos femenino y masculino en lo jurídico, sin menoscabo de una diferencia sexual positiva.
En la segunda mitad del siglo XX, el cuerpo sexuado (y socializado) fue rescatado por el feminismo. Lo fue desde la elaboración de un pensamiento de la liberación por el que se fundaron nuevas revistas, que asumieron la responsabilidad de dar visibilidad a una reflexión intelectual y desde la experiencia del movimiento sobre el ser, el sentir y el proponerse de las mujeres en el mundo (Fem, México; Cuéntame tu vida, Colombia; Feminaria y Mora, Argentina; Debate Feminista, México; Revista de Crítica Cultural, Chile; y otras desde 1976 hasta la fecha).[31] Asimismo, la sexualidad fue rescatada, cuestionada, desligada de la naturaleza, ubicada en la historia mediante la práctica dialógica de los grupos de autoconciencia, donde, entre pocas, las feministas enfrentaron el miedo y la creatividad al nombrar en femenino los alcances y los límites de una revolución sexual postulada por los hombres progresistas en un mundo todavía dominado por una doble moral sexual, favorable a los hombres y a su actuar.
Eso es, el movimiento de liberación de las mujeres implicó la revisión de la sexualidad por las propias mujeres, libres de la necesidad de ver su cuerpo, su deseo y su placer en relación con una pareja necesaria y heterosexual, hasta entenderla como la experiencia del cuerpo sexuado en la formación de la propia identidad. El análisis del cuerpo y de la sexualidad de las mujeres por las mujeres mismas, armadas de un speculum y del propio derecho a nombrar lo vivido, abarcó desde la ruptura con la adscripción a la reproductividad hasta la separación del goce sexual del necesario establecimiento de alianzas sexo-afectivas (noviazgos, convivencias, matrimonios, ubicados en la heterosexualidad o el lesbianismo). Con el reconocimiento político de la sexualidad y las relaciones que de ella se derivaban, las lesbianas se encontraron y formaron grupos que, en un principio, estuvieron cobijados por un feminismo que se definía heterosexual. Su primera reivindicación fue el reconocimiento de sus grupos; luego emprendieron una larga lucha para que el tema de la sexualidad fuera retomado por el feminismo por aparte de los marcos hetero y reproductivos.
Desde entonces, el pensamiento de las feministas lesbianas sobre la reflexión feminista de la liberación se hizo comparable en universalidad e importancia con el que se deriva de la reivindicación de los feminismos poscoloniales.[32] Ambas corrientes, en efecto, interpelan la predominancia de las relaciones de género analizadas desde la cultura patriarcal individualista de origen monoteísta, aristotélico y moderno euro-americano (también llamada cultura occidental), reivindicando otra posibilidad de verse mujeres en el mundo.
Formas de periodización de la producción feminista en la segunda mitad del siglo XX
La actuación de la mujer no implica una participación en el poder masculino, sino cuestionar el concepto de poder. Si hoy se nos reconoce nuestra imbricación a título de igualdad es, precisamente, para alejar aquel peligro.
Carla Lonzi, 1971
Para las feministas, cada mujer es la causa del feminismo. Cada mujer tiene el derecho autoproclamado a tener derechos, recursos y condiciones para desarrollarse y vivir en democracia. Cada mujer tiene derecho a vivir en libertad y a gozar de la vida.
Marcela Lagarde, 1990
¿Cómo periodizar el feminismo nuestroamericano contemporáneo? ¿Estamos libres de buscar y justificar en los “orígenes” de una idea la validez de nuestra propia interpretación de lo que es importante de un movimiento que sigue reelaborándose en la actualidad? Estas preguntas rigen la organización del segundo tomo de esta Antología, “La Liberación de las Mujeres”, planeado como el primero sobre una estructura cronológica, en la presentación de los documentos que se acercan a la época presente.
Por supuesto, actoras sociales, ideas y acciones en la historia de las ideas feministas pueden ser escogidas por una analista como iniciadoras de una acción a la que se adscribe, o ser presentadas en el tiempo lineal –no vital- de una cronología de forma tal que parezca subrayar su importancia o demeritarla.
Llevamos a cabo un esfuerzo en el sentido de una presencia ecuánime, aunque escapar de las interpretaciones es imposible. La misma presentación histórico-cronológica de los documentos (para no hablar de las omisiones o de la sobrerrepresentación) puede conducir a una consideración acerca de la mayor importancia de algunos de ellos, de la supremacía de unas ideas, o de una posible genealogía de corrientes ideológicas. Nos propusimos, por lo tanto, la posibilidad de presentar documentos, corrientes, ideas de un feminismo que se reprodujo incesantemente –y creativamente- en una dinámica de acción, reacción y creación ante la realidad, a lo largo de dos periodizaciones propias: aproximadamente década por década, primero en periódicos creados ad hoc y en suplementos culturales, luego en universidades, sindicatos y espacios de reflexión política; y, a la par, dividiendo el movimiento de liberación de las mujeres latinoamericanas en un antes del Primer Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe (Bogotá, 1981) y en un después del IV Encuentro de 1987, en Taxco, México, cuando pudo percibirse un vuelco hacia la institucionalización del feminismo o, más bien, un interés del feminismo latinoamericano por dialogar con las instituciones más que con las mujeres. Los periodos de dos o tres años que corrieron entre el encuentro inicial y el último del siglo XX, el octavo, que se llevó a cabo en 1999 en Juan Dolio, Dominicana, sufrieron también un segundo corte en su continuidad, cuando en 1993, durante el VI Encuentro de Costa del Sol, El Salvador, se manifestó la necesidad de que el feminismo regional reconociera explícitamente las varias corrientes que siempre hubo en su interior. Entonces las feministas autónomas se “des-identificaron” de la corriente principal, devenida en una organización de organizaciones no gubernamentales donde las posibilidades de expresión de las mujeres se estaban agotando.
Los Encuentros Feministas Latinoamericanos y del Caribe reprodujeron el afán de reunión y diálogo entre feministas de diversa índole: las que necesitaban mayores profundizaciones sobre algunos temas y las que querían marcar su diferencia de los tópicos generales del movimiento; las que querían reunirse por el placer de estar entre mujeres en un espacio que las contuviera y las que buscaban especializaciones en temáticas relativas a situaciones femeninas específicas, generando periódicamente encuentros de lesbianas feministas, de feministas afrodescendientes, de jóvenes feministas, de mujeres indígenas y de feministas autónomas, todos ellos acompañados de una importante producción para el debate.
La cronología del último momento del feminismo del siglo XX, como dijimos, no puede obviar los “antes y después” de los golpes militares del Sur de América y de las guerras de liberación nacional de América Central, así como ciertos acontecimientos axiales en las vidas de las mujeres feministas relativos a la situación concreta de sus países y regiones: el fin de un mundo bipolar, el advenimiento de un pensamiento único que sostiene la globalización neoliberal, la aparición del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida y la utilización de las enfermedades de transmisión sexual como instrumento de represión de la liberación sexual, los cambios tecnológicos y económicos que erosionaron los derechos adquiridos por las mujeres en el trabajo, la debacle ambiental ligada a la obtención rápida de riquezas y, en consecuencia, la aparición de un importante movimiento altermundista y de variadas respuestas sociales a la moralización de la sociedad. Estos acontecimientos, externos a la acción feminista, influyeron en su producción teórica, puesto que ninguna reflexión puede ser ajena a las condiciones sociales en que se produce.
Cultura crítica a la naturalidad
La década de 1960 dio origen a la formulación de una cultura crítica acerca de lo natural: a un discurso cuestionador de lo construido mediante imposiciones y de lo aprendido que terminó negando la naturalidad de todas las relaciones sociales; y, en particular, de la condición subalterna de las mujeres, eso es de la naturalidad de la opresión de la mujer y el orden social que esta condición reproduce. El resurgimiento del movimiento feminista -que algunas llaman neofeminismo[33] y que nosotras preferimos nombrar movimiento de liberación de las mujeres, entendiéndolo como una segunda etapa de auge dentro de un movimiento feminista que se diversifica- implicó entonces que su crítica raigal a una supuesta “naturaleza femenina” se explicitara en dinámicas de pequeños grupos fuertemente cohesionados alrededor de la práctica de la autoconciencia. Esta autoconciencia debe ser entendida como una práctica de análisis y verbalización conjunta del mundo (de la mirada sobre el mundo) desde la experiencia de las mujeres, es decir, una práctica dialogal entre mujeres.
Este cuestionamiento situó el ámbito de la acción política de las mujeres entre los espacios privados y públicos, determinados como tales por el conjunto de las fuerzas filosófico-jurídico-económicas que habían sucedido a la Colonia, instaurando en las Repúblicas recién constituidas –gracias a conservadores y liberales por igual- la separación de los ámbitos de injerencia masculina (todos los de control social y por ende “públicos”), de los ámbitos de acción de las mujeres (coaccionadas por el control masculino, pero ligados a la producción de sus deberes y, por ende, “privados”). El descubrimiento de lo política que resulta la acción privada y privatizadora del encierro de las mujeres en espacios controlados, obligatorios y de coacción dio lugar a la necesidad de conceptualizar la condición subordinada de la mujer. Desde la práctica de la autoconciencia, las feministas se volcaron en la construcción de una teoría que, en palabras de la uruguaya Teresita de Barbieri, asumía la experiencia vivida, eso es una “teoría revolucionaria capaz de quebrar el orden existente desde la experiencia cotidiana y la subjetividad de las mujeres”.[34]
En los treinta años posteriores, esta teoría se desenvolvió en un proceso sinuoso que, tanto recogería diferencias originales de la historia del pensamiento feminista continental,[35] como produciría reflexiones divergentes a partir de las experiencias políticas, económicas, étnicas de las mujeres en sus grupos. El camino recorrido desde los primeros intentos de organizar un contradiscurso de la condición de las mujeres es difícil de sintetizar y ha enfrentado la recopilación de textos para la Antología al reto de catalogar las posiciones ideológicas de los diversos feminismos nuestroamericanos, en sus encuentros y en sus desencuentros. ¿Cómo decir en qué momento y en qué lugar surgió una reflexión que implicó posturas y prácticas diferentes frente al sistema, el dinero, el Estado, el poder, las formas de organización y que muchas ubican en otro momento de su historia? ¿Qué nombre darle a la producción teórico-práctica de las feministas sin incurrir en descalificaciones, apelativos ofensivos, categorizaciones y protagonismos de algunas de sus autoras que todavía hoy en día levantan suspicacias?
Según la historiadora guatemalteca Ana Silvia Monzón, hay simplemente que restaurar los aportes de las mujeres que nos antecedieron y recorrer la historia de nuestras ideas para reconfigurar un mapa crono-ideológico en el que ubicarnos. Al rescatar el texto “Mensaje a las mujeres guatemaltecas”, del Congreso de la Alianza Femenina de 1953, escribió a propósito de la recuperación de nuestra historia:
La Revolución de Octubre del 44, que tuvo lugar entre 1944 y 1954, es un parteaguas en la historia guatemalteca por su significado e impactos. Como la describió el escritor Luis Cardoza y Aragón, fue “una década de primavera en el país de la eterna dictadura”.
De esa larga noche de las dictaduras decimonónicas que se prolongaron hasta los primeros lustros del siglo veinte, emergieron las mujeres como mariposas saliendo de la noche, frase que tomo prestada de la maestra Leonor Paz y Paz, una de sus protagonistas. Ciertamente no fueron todas las mujeres ya que la sociedad estaba, tanto o más que hoy, profundamente jerarquizada. La población urbana era escasa y constituía una minoría frente a una mayoría indígena y rural. Las mujeres, independientemente de sus orígenes de clase y etnia estaban excluidas de las promesas de la modernidad: educación y ciudadanía.
No fue menor el apoyo que muchas brindaron en la etapa prerrevolucionaria, como correos o facilitando espacios para las reuniones conspirativas, comprometiéndose con un grupo de estudiantes, jóvenes militares y maestros que ofrecían poner al día a un país semifeudal: apertura de escuelas, servicios de salud y seguridad social, ruptura con la ignominiosa práctica del trabajo forzado sobre todo para los indígenas, leyes modernas como un Código de Trabajo impensable en una época donde el terrateniente, el jefe militar y sobre todo el Señor Presidente tenían la primera y la última palabra.
Para las mujeres se vislumbraba mayor acceso a la educación y el derecho al voto -si bien sólo para las alfabetas- que venía siendo reclamado por pioneras como Graciela Quan, feminista, quien defendió ese derecho para las mujeres en su tesis de graduación como abogada en 1943. Este derecho político, reconocido en la Constitución de 1945, aunque con restricciones que dejaban fuera a la mayoría de mujeres porque se exigía que fueran alfabetas, constituye un antecedente en la historia de la ciudadanía de las mujeres guatemaltecas.
Los caminos trazados por nuestras abuelas, madres, tías, hermanas durante la Revolución de Octubre del 44, los recorremos en el presente, buscando entre líneas sus nombres, acciones, y sueños.
Ellas estuvieron allí […] marcadas por una sociedad en transición, con sus luces y sus sombras, sus aciertos y contradicciones, debatiéndose entre el ser y el deber ser. Para las mujeres comprometidas con el espíritu de esa época, la primera tarea era el impulso de cambios para las mayorías, dados los vergonzosos niveles de pobreza, racismo y autoritarismo que mantenían a Guatemala en el oscurantismo.
Ellas aportaron tiempo y energía a la alfabetización, a los programas dirigidos a la niñez; también se incorporaron en las filas sindicales; incursionaron en los partidos políticos, sin embargo su trabajo –ayer como hoy- ha sido invisibilizado ya que se consideraba un apoyo, ellas eran parte de las llamadas “bases", de manera que han sido las figuras masculinas las que han quedado grabadas en la memoria colectiva, mientras los nombres de estas pioneras van quedando en el olvido.
Muchas de esas “mariposas del 44” fueron perfilando otras formas de participación, construyendo los cimientos de nuevas identidades como mujeres. La Alianza Femenina Guatemalteca, primera organización de mujeres con proyección nacional, es un ejemplo de sus deseos de trascender del ámbito doméstico que hasta entonces era el principal destino femenino. A esta organización se asocian nombres de valiosas mujeres como Dora Franco, Laura Pineda, Ester de Urrutia, Irma Chávez y decenas más.
Si esta posición se vale por un feminismo, como el de 1953, todavía ligado a la emancipación de las mujeres, insistió Ana Silvia Monzón, ésta no ha desaparecido del ámbito de las reivindicaciones feministas sólo porque la reflexión más radical del feminismo después de la década de 1960 ha sido la de la decodificación del cuerpo y sus normas patriarcales. En el discurso de la liberación femenina, en Nuestra América, conviven muchos feminismos al mismo tiempo.
Madeleine Pérusse, desde Perú, sostuvo un diálogo muy parecido e insistió en que una de las formas de evitar confrontaciones entre los diversos feminismos era incorporar al segundo tomo de la Antología del Pensamiento Feminista Nuestroamericano los pensamientos olvidados, es decir las reflexiones individuales y colectivas de mujeres que ofrecieron críticas, debates, retornos o divagaciones sobre las líneas más reconocidas década tras década del feminismo nuestroamericano.
En efecto, en la década de 1970 y hasta mediados de los 80, si bien la teoría feminista latinoamericana seguía considerándose heredera de la tradición marxista, también re-significaba la categoría de patriarcado, se planteaba su autonomía frente a los partidos y al movimiento estudiantil de 1968,[36] y reivindicaba el derecho a apropiarse de su espacio en la revolución sexual. Por lo tanto, resulta importante retraer la memoria a los trabajos de feministas nuestroamericanas que venían examinando la condición de las mujeres desde antes de la Tribuna del Año Internacional de la Mujer, organizada por las Naciones Unidas y realizada en México, en 1975. Fueron valiosas, por ejemplo, las reflexiones sobre el carácter social de la libertad humana y en particular el derecho de las mujeres a ser libres, en relación con los movimientos y cambios políticos del tiempo que les tocó vivir, de la costarricense-mexicana Sol Arguedas, politóloga, historiadora y antropóloga. Igualmente, en Argentina, antes de que la ONU resaltara el carácter social de los aportes de las mujeres a la economía y la cultura mundial y que los militares instauraran una de las dictaduras más sangrientas del continente americano, Heleith Saffiotti ya estudiaba la función social de la mística femenina para la realización histórica del capitalismo. En Dominicana, Vivian Mota consideraba el feminismo en relación con el Estado; en Puerto Rico, Isabel Picó pensaba la fuerza de trabajo femenina, así como lo hacía en Panamá Reina Torres de Aráuz. Y muchas otras mujeres en todos los países se afanaban en analizar los problemas y los aportes de las mujeres.[37]
De tal manera, la Tribuna del Año Internacional de la Mujer, propiciada por la Primera Conferencia Internacional de la Mujer de la ONU, no fue un punto de partida para la acción feminista en Nuestra América, sino tan sólo una actividad institucional que permitió que feministas de diversos países se conocieran entre sí en 1975; suspiraran de alivio frente al reconocimiento de sus inquietudes; e impulsaran acciones que la misma ONU, probablemente, no hubiese considerado necesarias en ese momento, como la defensa del ser de las lesbianas emprendida por la poeta, filósofa y actriz Nancy Cárdenas. Asimismo, suscitó que mujeres de sectores populares irrumpieran en los espacios de un feminismo de sectores medios blancos y plantearan desde su experiencia personal –tópico del feminismo- el análisis de las leyes de la explotación económica de una sociedad que descansa en el trabajo femenino no remunerado, como lo hiciera Domitila Barrios de Chungara.[38]
Con todo, no puede obviarse que la Primera Conferencia Internacional de la Mujer de 1975, en la que se aprobó el Plan de Acción Mundial del Decenio de las Naciones Unidas para la Mujer bajo el lema “Igualdad, Desarrollo y Paz”, favoreció que en México algunos sectores de feministas se abocaran a exigir reformas institucionales, dándole relevancia al cumplimiento de disposiciones del marco jurídico internacional e impulsando políticas dirigidas a promover la igualdad entre las mujeres y los hombres.[39] Esta dimensión “institucional” de las demandas no se expresó sólo en México, sino en todos los países grandes que no estaban bajo dictaduras militares, pero seguramente no involucró a la mayoría de las feministas. Para las más, la preocupación fundamental era cómo ser mujeres sin doblegarse a la “condición femenina” que el patriarcado imponía al ser de las mujeres y cómo considerarse algo más que un grupo oprimido, asumiéndose como protagonistas sociales capaces de poner su ser en la escena histórica.
En síntesis, a pesar de que la ONU había intentado embridar el feminismo nuestroamericano anclándolo al conservadurismo de la política de la demanda (política que supone acatar las reglas del juego de quien “otorga” lo demandado), el movimiento de liberación de las mujeres se manifestaba en Nuestramérica también como un movimiento social que ponía el modo de ser y manifestarse de las mujeres –su identidad- en el centro de sus movilizaciones, reconociendo que esa identidad era fruto de una realidad histórica de opresión económica, social, simbólica y religiosa, y de un afán de emancipación que había desgastado a sus abuelas. Rechazaba, por lo tanto, toda supuesta “naturaleza femenina” -entendida como “esencia” o “fundamento” del ser de las mujeres-, puesto que todo ser es social y la afirmación de una naturaleza cualquiera no es sino el resultado de un proceso de naturalización de la subordinación de las mujeres, proceso que descansa sobre diversas formas combinadas de violencia.
Algunas acciones del Movimiento de Liberación de las Mujeres se colocaban en una posición conflictiva ante las prácticas reivindicativas propuestas por el organismo internacional; otras asumieron el análisis de las condiciones femeninas para que orientaran las acciones gubernamentales y otras más se instalaron al interior de la algarabía de deseos que iban expresándose en un feminismo que era también manifestación de los anhelos de las jóvenes de los sectores medios: de viajar, de conocerse, de experimentar la vida. Había feministas que soñaban relaciones de pareja como la de Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre; viajes de estudio al fin del mundo como los de Margaret Mead; becas; buhardillas donde escribir o pintar hasta el amanecer…
Por supuesto, el feminismo latinoamericano blanco, de mujeres universitarias, que se rebelaban contra el matrimonio y la maternidad impuesta y normada, se construyó sobre modelos de mujeres excepcionales y recibió influencias de los feminismos que removían las atribuciones de los partidos en los movimientos sociales de Europa, Australia y Estados Unidos.
El feminismo era y es un movimiento para y desde las mujeres que no puede considerar su accionar desligándolo del contexto internacional. Toda división nacional responde a una separación-control de los pueblos por parte de un sistema que necesita de las confrontaciones para sostenerse. Por lo tanto, el feminismo era y es necesariamente internacionalista y pacifista.
Por lo anterior, la dificultad para entender los aportes y creaciones del feminismo de Nuestra América no estriba en que recibió influencias del movimiento desde otras latitudes. Las contribuciones internacionales se convirtieron en un problema sólo porque no fueron recíprocas, y las reflexiones nuestroamericanas no retroalimentaron el movimiento en su conjunto debido a resabios colonialistas, a innombrables jerarquías de importancia de la reflexión y, en particular, a la fidelidad que las mujeres de las élites cultas profesaron a las influencias europeas y estadounidenses. En ocasiones, la virtual sumisión del propio pensamiento a las categorías y teorizaciones del feminismo del “primer mundo”, las llevarían a perder de vista sus tradiciones y costumbres, así como sus cuerpos, sus estéticas, sus sexualidades y la necesidad de reflexionar acerca de la imbricación entre racismo y clasismo que cruza la relación entre mujeres en Nuestra América y que se deriva de las complejidades étnicas, económicas, geográficas y culturales de su historia.
Algunas filósofas, historiadoras, sociólogas, antropólogas y abogadas latinoamericanas vincularon así sus reflexiones sobre el patriarcado y el trabajo de las mujeres con la teoría de la modernidad en la tradición de la escuela de Frankfurt; con las contrastantes aportaciones de las libertarias de Milán, con la reelaboración del psicoanálisis en clave no falocéntrica del grupo francés Femmes et Psichoanalyse; o con las aportaciones de una Teoría Crítica Feminista para incluir en sus bases teóricas y metodológicas, la diferencia sexual y la experiencia de las mujeres.
Todas las que pudieron, fueron a estudiar a Francia, Gran Bretaña, Alemania y Holanda. Muchas ahí se percataron de que por mucho que vivieran, estudiaran y se expresaran como modernas occidentales, lo eran de otro modo que las europeas. Empezaron a resentir positiva y negativamente de su ser diferentes, teniendo que reconocer que eran mujeres que no podían remontarse a la historia de la brujería para reivindicarla como su pasado de fuerza. Eran mestizas por la violencia colonial que las occidentalizó haciéndoles anhelar una vida ajena a la realidad de sus países y haciéndoles identificar con una estética que no reconocía como propios ni como bellos los elementos originarios de su fenotipo; migrantes que necesitaban dialogar entre sí de sus comunes experiencias de falta de seguridad política, de cuerpos victimizados, de discriminación y de lejanía. Por ello quizá empezaron a reunirse, para agrandar su muy particular práctica dialogal de autoconciencia.
Un primer encuentro de feministas latinoamericanas y caribeñas
En 1981, en Bogotá, se organizó el primer Encuentro Feminista de América Latina y el Caribe que, en 2009, llegó a su undécima edición en la Ciudad de México, tras pasar por Perú, Brasil, México, Argentina, El Salvador, Chile, República Dominicana, Costa Rica y nuevamente Brasil.
La idea, en 1981, era encontrarse, dialogar, manifestar los propios modos de ver la política, evidenciar las sexualidades femeninas, el lesbianismo revolucionario; y salirse de las dinámicas de los congresos, con sus temas impuestos y sus formas acartonadas. Según Cris Suaza y Amalia Fischer, fueron las feministas latinoamericanas que habían vivido en Europa las primeras en manifestar su necesidad de encontrarse al volver a sus países. Querían “reunir a mujeres comprometidas con la práctica feminista para intercambiar experiencias, opiniones, identificar problemas y evaluar las prácticas desarrolladas, así como planear tareas y proyectos hacia el futuro”.[40]
Tuvieron enfrentamientos con las mujeres que hacían política en partidos mixtos, las llamadas feministas de la doble militancia, pues para ellas:
la lucha principal era la lucha de clases y era el partido quien podría llevar a la sociedad a una transformación total. Para ellas el movimiento feminista era ‘incipiente’, estaba compuesto por ‘pequeños grupos de autoconciencia’, habría que ‘darle trascendencia’. Para eso ‘tendría que tornarse masivo’; la participación no debería ser únicamente individual; las decisiones se tendrían que tomar por votaciones; debería haber representación de otros sectores de la sociedad como por ejemplo ‘grupos u organizaciones gremiales, populares que fueran realmente políticas’. Sin embargo, estas feministas, por un lado tuvieron una dura disputa con los hombres de sus partidos para que sus demandas fueran escuchadas y atendidas. Y por otro, dentro del movimiento feminista se enfrentaban constantemente a las otras feministas para tener su propio espacio […] Esto llevaba constantemente al enfrentamiento entre feministas por la defensa de la autonomía del movimiento feminista de partidos políticos, de sindicatos y de movimientos de izquierda.[41]
Según Alejandra Restrepo y Ximena Bustamante,[42] en cambio, fue la conjunción del deseo de las feministas latinoamericanas de diversos países, del llamado del grupo La Conjura de Caracas y de las experiencias con las demandas de feministas colombianas la que cuajó en el Primer Encuentro:
Cuando las activistas del grupo La Conjura de Venezuela propusieron hacer el primer encuentro en Colombia, hacía ya unos cuantos años que la idea de una reunión continental circulaba entre las feministas latinoamericanas, tanto entre las que vivían en la región, como las que se encontraban en Europa. Una reunión nacional convocada por las colombianas fue decisiva para que unos años después se realizara el encuentro en ese país. El Primer Encuentro Nacional de Mujeres, llevado a cabo el 9 y 10 de diciembre de 1978 en Medellín y convocado inicialmente por mujeres de izquierdas, militantes del Partido Socialista Revolucionario, contó con la presencia de mujeres de distintas corrientes ideológicas, provenientes de varias localidades del país, con el fin de coordinar acciones alrededor de la Campaña Internacional por la Legalización del Aborto. Esta fue una acción estratégica que permitió la cohesión de distintos grupos, colectivos, organizaciones y feministas independientes, la cual culminó con la movilización del 31 de marzo de 1979 en Bogotá. Dicha movilización se llevó a cabo de manera paralela a la que se hacía en ciudades de todo el mundo, bajo el lema: ‘Día internacional por el derecho al aborto, la contracepción y contra la esterilización forzada: ¡Las mujeres deciden!’ .[43]
Alrededor de los cuestionamientos generados por ese primer Encuentro, brotaron las discusiones acerca de la pertinencia de una organización social-ciudadana de las mujeres. Mientras algunas afilaron un extraño “feministómetro” para medir el grado de compromiso en el discurso de los grupos de mujeres que se reunían para elaborar sus demandas, otras se agruparon para sostener colectivamente actividades específicas.[44]
No obstante, a mediados de la década de 1980, el movimiento de liberación de las mujeres sufrió la embestida moralizante de renovados conservadores, grupos religiosos y económicos poderosos que organizaron su ofensiva antifeminista y antipopular desde la supuesta necesidad de supeditar todas las acciones políticas a los “procesos de democratización”.[45]
Los “nuevos conservadores” provenían de diversas corrientes políticas y eran sistémicos; es decir, eran capaces de planear su control sobre el funcionamiento organizado de la sociedad y la economía. Preferían ceder sobre planteamientos teóricos que permitir el desbordamiento de las fuerzas vitales en el ámbito de las relaciones sociales: preferían el matrimonio a la libertad de experimentación sexo-afectiva, la(s) familia(s) a la colectividad, la sociedad civil regulada a los movimientos sociales. Sostuvieron la reorganización del discurso del poder no sólo alrededor del rechazo indiferenciado de las dictaduras militares y de las luchas armadas de liberación nacional (una equiparación de los militares con las/los guerrilleros, según la “Teoría de los dos demonios” argentina), sino también mediante la explícita afirmación de la validez de un único modelo económico (el liberal) acompañado de su correlato político electoral. Alimentaron las formas de su reorganización del deber ser de la sociedad con una normativa de las ciencias sociales (participación de la institucionalidad democrática), la supeditación de las investigaciones genómicas y físicas al mercado, la reorganización jerárquica de las clases sociales, una teoría de la peligrosidad de quien atenta contra el progreso (repunte del racismo contra los pueblos originarios), la discriminación salarial con base en el acceso a los estudios (fin de la educación de masas en nombre de una supuesta “educación de excelencia”), y la producción de nuevos discursos sobre los peligros de la libertad sexual que provocan epidemias mortales como la del Sindrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA).
En este ámbito, se instó a las feministas a reagruparse y accionar en Organizaciones No Gubernamentales de mujeres (formas financiadas y normadas de la acción de la sociedad civil que debían sustituir al Estado en los ámbitos cuya aplicación quería delegar, en nombre del dogma neoliberal de la desregulación de sus funciones) y a planear clases, seminarios, posgrados y centros de estudios en las universidades más prestigiosas y de difícil acceso. Estas bridas a la algarabía del feminismo como movimiento social disruptivo terminarían frenándolo, desactivando su motor comunitario; y, con el tiempo, reduciéndolo a un deseo,[46] a una nostalgia,[47] a la identificación con un ideario del que se es excluida.[48]
Los encuentros de Lima, Perú, en 1983, con su dinámica un tanto “congresal” de mesas dirigidas por “expertas” y veintiún talleres sobre el patriarcado en América; de Bertioga, Brasil, 1985, que volvió a la dinámica de espacios de discusión (aunque paralelos por la cantidad de mujeres presentes), y de Taxco, en México, 1987, donde finalmente tomaron la palabra las feministas centroamericanas y las mujeres de organizaciones de trabajadoras, no reflejaron todavía en pleno la desarticulación del feminismo por su “ONGeización” (término que empezaron a utilizar las feministas autónomas una década después, para significar la parcelación del movimiento feminista en organismos dedicados a trabajos precisos). Algunas dictaduras militares estaban en pie; el muro de Berlín no había sido derrumbado; las guerrillas centroamericanas ofrecían propuestas alternativas al “modelo único” de economía y política que venían pregonando Margaret Thatcher y Ronald Reagan.
Durante toda la década de 1980, el feminismo latinoamericano enfatizó el debate sobre las relaciones sociales que se desprendían de la diferencia sexual. En Lima se dijo que el patriarcado es “un conjunto de relaciones sociales basado en la propiedad de los medios de producción de bienes y servicios y también de los seres humanos”,[49] la fuente más importante de la que se nutre el autoritarismo,[50] o un tema que atañe a toda la estructura de la sociedad.[51] En Brasil se debatieron, en un intento de definición feminista y colectivo, temas que atañían a la cotidianidad corporal de las americanas; a la violencia contra su cuerpo y su mundo de mujeres; al racismo inscrito en la mirada sobre/contra su cuerpo; a los cuerpos colonizados que la cultura incorporaba para su beneficio; a la sexualidad expropiada; al control de la procreación de las mujeres para beneficio de los hombres y, en particular, a la prohibición del aborto, la prostitución y el lesbianismo.
Las definiciones colectivas que se generaron del debate propiciaron que muchas feministas reconocieran que el patriarcado había obviado las problemáticas sociales derivadas de la jerarquización de los sexos, subsumiéndolas en su “naturalidad”, y el estudio de los aportes de las mujeres a la vida colectiva de la humanidad. Desde entonces, las intelectuales feministas se desligaron parcialmente de la construcción del movimiento para volcarse a llenar el vacío existente en las disciplinas a las que se dedicaban (historia, economía, antropología y sociología, básicamente, y en menor medida filosofía) y propusieron maneras de analizar la sociedad y las relaciones sociales que integraran el conocimiento de las mujeres (producidos por ellas/sobre ellas).
Enfocarse en el estudio de las vivencias y los aportes de las mujeres construyó una crítica al corpus doctrinario de las disciplinas, y más en general a la objetividad y formalidad del conocimiento. Para el feminismo, en efecto, todo conocimiento que se postula como universal, neutro o asexuado es una construcción de parte: una forma de evadir el análisis de los mecanismos que garantizan la jerarquía entre los sexos en la sociedad, la desigual distribución de poderes, así como la definición excluyente y jerarquizada de lo humano entre lo femenino y masculino. Estos estudios estuvieron en la base de la aceptación en las universidades de Nuestra América de la categoría relacional de “sistema de género” (o “sistema sexo-género”) para explicitar las múltiples formas que toma la jerarquización de la importancia masculina en el saber y su proyección social, categoría proveniente de serios estudios llevados a cabo por la antropología y la sociología estadounidenses con el fin de entender el entramado de prohibición/deberes que ligan los sistemas de parentesco con la economía, la construcción de la heterosexualidad y la política, hasta lograr la sumisión de las mujeres y todos los aspectos de la realidad considerados propios de lo “femenino”.
Paralelamente, en los encuentros feministas de la década de 1980 se fue perfilando un conflicto que pervive entre las feministas nuestroamericanas, eso es, la convivencia entre una tendencia a perder autonomía para “institucionalizarse” -es decir inscribirse en las demandas y propuestas para el sector femenino, externas al movimiento feminista, de Estados, partidos, organizaciones y financiadoras transnacionales que impulsan formas de organización “laboral” más que movimientos de activismo político- y una tendencia a re-alimentar la idea de autonomía, sobre todo desde las prácticas de trabajo de mujeres con mujeres y en las formas de diálogo sobre tópicos propios de la libertad corporal, la sexualidad, la ética y la política.
En Taxco, 1987, este conflicto todavía tenía las características de una confrontación entre el movimiento amplio de mujeres trabajadoras, pobladoras y sindicalistas y las feministas. Los criterios para la diferenciación nunca se habían esclarecido y nadie podía ni quería abrogarse la autoridad para definir quién es y quién no es feminista. Durante una plenaria surgió la propuesta de organizar por separado un encuentro del Movimiento de Mujeres y el Feminista. La propuesta no prosperó porque la mayoría de las asistentes coreó: “¡Todas somos feministas!”. También es de reconocerse que en ese encuentro la mesa de discusión más concurrida fue una titulada “La Matria: una tierra común”, donde se confrontaron las ideas de las militantes de organizaciones para la liberación de los pueblos y las feministas independientes. En este espacio se planteó, entre otras cosas, qué es lo que une al feminismo en medio de la diversidad de propuestas políticas de las mujeres. Dicha preocupación se expresó de la siguiente manera: “el feminismo es amplio, multicolor, pero también tiene lo suyo propio, de eso es de lo que queremos hablar, conocer ese lugar de encuentro entre mujeres que viven realidades distintas y comparten sueños y deseos”.[52]
No obstante, después del colapso de las economías planificadas y las sociedades regidas por los partidos comunistas en Europa del este y de la desmovilización y entrega del poder a civiles por parte de las dictaduras militares en América del Sur, a principios de la década de 1990, se manifestó “globalmente” un vago, pero muy amplio, “ajuste estructural” de lo social. El reconocimiento de que la “democratización del mundo” iba acompañada de cifras alarmantes de empobrecimiento y marginación de los sectores populares y, en especial, de las mujeres de estos sectores, marcó la pauta del debate entre más de 2 500 feministas durante el V Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe, en Mar de Ajó, Argentina, en 1990.
¿Cómo enfrentar los procesos de democratización que se identificaban, sea con los gobiernos civiles, sea con los procesos electorales? La Comisión Organizadora, integrada por argentinas y uruguayas que habían sufrido la represión de las dictaduras militares, creyó que el encuentro debía ser muy accesible en términos económicos y que no podía reparar en separaciones entre mujeres organizadas, feministas y militantes de partidos mixtos (probablemente por la enorme importancia de las mujeres peronistas en la financiación del mismo encuentro).[53] Si con anterioridad los encuentros habían sido muy cuidadosos en no elaborar posicionamientos colectivos y unificadores, algo así como “conclusiones finales” suscritas por todas, en Argentina las organizadoras pidieron todo tipo de pronunciamientos, en especial, acerca de los puntos de reflexión alrededor de los cuales ellas dispusieron mesas y arreglaron debates: “Se definieron cuatro ejes temáticos: construcción de las identidades; variantes organizativas y espacios de desarrollo; relaciones del movimiento feminista con otros ámbitos sociales; y, por último, propuestas políticas, perspectivas y estrategias”.[54]
Al despedirse de ese encuentro multitudinario y muy disperso, las participantes experimentaron cierto desasosiego; si bien se habían dado múltiples “mini encuentros”, por el lugar donde les había tocado hospedarse o porque algunas se habían citado al debate acerca de temas candentes, en el aire quedaba la sensación de haber rozado apenas graves problemas de política, de ideología, de prácticas del feminismo, y de que la no explicitación de sus dudas y malestares podía permitir el fortalecimiento de posturas tendencialmente afines a la institucionalización del movimiento, posturas con las que no todas concordaban.
En los primeros años de la década de 1990, las prácticas y acciones de la mayoría de las feministas se fueron alejando cada vez más de la posibilidad de verbalizar utopías feministas y proyectos globales alternativos al sistema que sojuzga a las mujeres. Se retiraron, asimismo, de las expresiones propias de las mujeres de carne y hueso en condiciones sociales fácilmente identificables y analizables. La Fundación Ford, la Guggenheim, la McArthur, el Population Council, Avon, Levi’s, y varias instituciones internacionales socialdemócratas y liberales ofrecieron becas y financiamientos que las feministas se apresuraban a ganar para investigar formalmente las situaciones de desamparo jurídico, económico o social de las mujeres, que si bien tenía que ver con ellas, las alejaba de la búsqueda de formas de construcción del saber entre mujeres. Los organismos internacionales fomentaron la estructuración de organizaciones no gubernamentales para la defensa de la salud de las mujeres, sus derechos reproductivos o la atención a las víctimas de violencia sexual (pronto rebautizada “violencia de género”, cuando no se le diluía en el eufemismo de “violencia intrafamiliar”) que atomizaron el movimiento, a la vez que crearon una nueva “clase” de feministas, la de las mujeres que recibían un salario para acudir a las reuniones de su propio movimiento político y social. De tal modo, en 1993, en Costa del Sol, El Salvador, las diferencias entre las teorías más radicales del feminismo y las prácticas laborales de las feministas que habían logrado colocarse en los márgenes de la institucionalización política, estallaron. Gracias a la crítica de un puñado de feministas chilenas y mexicanas, reunidas en el grupo Las Cómplices, que reivindicaba su autonomía de las financiadoras y de las directrices en la investigación y forma de reunión impuestas por la academia, se explicitaron posturas contrarias a la tendencia mayoritaria, posturas “autónomas” de la injerencia de los Estados, de las ONG y las instituciones supranacionales (ONU, OEA) en el pensamiento y el quehacer de las feministas nuestroamericanas.
Mientras en diversas mesas y talleres del VI Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe, mujeres provenientes de experiencias guerrilleras y organizativas centroamericanas y activistas de diverso cuño intentaban una evaluación del feminismo -fragmentada, pero bastante favorable a la participación del movimiento en la institucionalidad, en particular a la negociación con los organismos nacionales y supranacionales acerca de medidas de visibilización, rescate y financiación de prácticas de no discriminación (con el propósito de obtener vagas mejoras en la condición de las mujeres)-, Las Cómplices concibieron una corriente feminista fuertemente crítica de los principios de incorporación de las mujeres. La finalidad de su autonomía era pensar el mundo desde un cuerpo y una realidad histórica sexuada, des-ubicada (ubicada-fuera) o excéntrica (fuera del centro) de los mecanismos de control político de la sociedad. Esta concreta realidad histórica, externa al sistema y asentada en la propuesta de superar las relaciones de poder, sólo las mujeres por ser mujeres podían reconocerla y, al hacerlo, elaborar una propuesta de superación de la condición alienada imperante, masculina y exaltadora de una masculinidad que triunfa -una vez más- sobre las mujeres al presentárseles como un modelo a seguir.
Fundamentalmente, Las Cómplices postularon que no existía un único feminismo, pragmático y ligado a demandar igualdades al sistema jurídico-político, organizado internacionalmente en grandes bloques. Ellas eran una expresión de la existencia de muchos feminismos. Querían deshacerse de las redes de mujeres obligadas a cumplir con “agendas” consensuadas, verdaderos catálogos de actividades determinadas por un grupo dominante al interior del feminismo (agendas que preveían una cadencia y una categorización de los deberes de las feministas dentro del sistema: luchar por sus derechos humanos, el aborto, frenar la violencia, reconocer los derechos de las lesbianas, etcétera). Postularon la necesidad urgente de volver a presentar al feminismo como una rebeldía, como un ¡no! ante la subordinación de la acción de las mujeres, como una oposición al sistema que suma la jerarquía de clase a las diferencias étnicas para absolutizar las relaciones de opresión de sexo.
En 1996, en Cartagena, Chile, la corriente autónoma asumió la organización del VII Encuentro Feminista y del Caribe y se topó con el abierto rechazo de las corrientes moderadas e institucionalizadas del feminismo, así como enfrentó las corrientes feministas ligadas a pensamientos cercanos a tendencias políticas reconocidas, tanto liberales o neo-liberales, como socialdemócratas. El Encuentro no recibió apoyo financiero de las agencias internacionales, en parte porque las organizadoras no callaban sus críticas a la cooperación internacional, a las patrocinadoras y a las fundaciones, por ejercer una pesada injerencia en las decisiones políticas, económicas, metodológicas y organizativas del movimiento. En parte, también, por el boicot de las corrientes institucionales del feminismo que aprovecharon la falta de recursos y las incomodidades relativas para desprestigiar el Encuentro.
A finales del siglo XX, tendencias contrapuestas de feminismos académicos, de grupos de mujeres “empoderadas”,[55] de especialistas en “condiciones de género”,[56] de institutos de mujeres, de ONG ligadas a la “salud reproductiva” (membrete adoptado para evitar el escándalo de las demandas relativas a la maternidad voluntaria y la libre sexualidad), de expertas en diferentes ramas de la economía, la salud y el derecho con relación a la condición de las mujeres, se enfrentaron a la crítica de las que no se sentían inspiradas ni representadas por ellas.
Al margen de la crítica presentada por Las Cómplices y los colectivos que se sintieron convocados por su idea de autonomía feminista, grupos de mujeres afrodescendientes, artistas, mujeres de organizaciones indígenas, jóvenes enfrentadas a una crisis económica y a la reorganización represiva del capital, reivindicaron su derecho a recuperar un imaginario social y una reflexión que no querían abandonar ni podía excluirlas. Posicionamientos de nuevas autonomías, rebeldes al poder como expresión de coloniaje sobre el propio cuerpo y sobre el cuerpo racializado y marcado por la desigual distribución de la riqueza en los campos y ciudades americanas, empezaron a manifestarse como expresiones antirracistas, anticlasistas y abiertamente disidentes con el orden de una heterosexualidad compulsivamente impuesta.
A finales de la década de 1990, junto con el surgimiento de un fuerte movimiento crítico del neoliberalismo económico, muchas jóvenes invisibilizadas por las agendas y las actividades institucionales del feminismo dejaron de lamentarse por haber sido excluidas del feminismo de las “históricas”; y propusieron tres formas contrapuestas de “feminismo joven”.[57] La primera reclama un espacio parcializado, sólo para jóvenes mujeres, en algunos casos acompañadas por los compañeros que con ellas enfrentan la crisis económica y laboral y con quienes construyen movimientos contrarios a los efectos devastadores de la globalización económica neoliberal. La segunda es más propiamente feminista, se liga a la desconstrucción de las “jerarquías etarias” y a la reivindicación de una acción de las mujeres unidas contra el poder económico que las avasalla por su condición socio-sexual, de clase y de pertenencia étnica. Y finalmente un feminismo que no necesita de un lugar de pertenencia, rechaza todos los dispositivos de control sobre su edad, se des-identifica con el conjunto de reflexiones producidas desde el feminismo: un feminismo nómade que rehúye pactos, historias y genealogías si percibe que lo oprimen.
Sin embargo, la dinámica que habían adquirido los Encuentros Feministas de América Latina y el Caribe los incapacitó para recoger estos reajustes. Las feministas dominicanas llevaron a cabo un esfuerzo para proporcionar el espacio del encuentro de Juan Dolio (el VIII, en 1999) con el fin de analizar qué habían dejado al feminismo nuestroamericano la explicitación de corrientes, contradicciones, pensamientos alternativos, luchas de poder. Para ellas era imprescindible llegar a una reflexión acerca de la existencia o no de la conciencia colectiva de haberse convertido en “indispensables” para el sistema económico y político del liberalismo global, que intentaba usar a las “liberadas” mujeres de Occidente como un símbolo de la superioridad occidental (frente a las reprimidas mujeres del mundo africano y asiático, muy particularmente las musulmanas). Sin embargo, el encuentro fue más bien triste y sus aportes, poco rescatados. Muchas heridas seguían abiertas; aunque de ellas manaban también las pócimas de curas inesperadas. Poco a poco, en los diálogos entre mujeres que se sentían ajenas a la oficialidad, pero rechazaban los nuevos parámetros que algunas feministas autónomas -y en particular el núcleo central de Las Cómplices- imponían a la definición del ser feminista, fue perfilándose la racionalidad crítica de un colectivo de mujeres no homogéneo, que en algunas de sus expresiones postulaba la redefinición, más allá de la crítica a las identidades fijas, del sujeto corporeizado de su política.
Muy a finales de siglo XX, filósofas y politólogas centroamericanas como Urania Ungo y Elizabeth Álvarez; economistas analíticas de la condición material de la explotación femenina y su relación con la subordinación psicológica, simbólica y social como Sara Elba Nuño; ecofeministas ligadas a movimientos campesinos rebeldes como el Movimiento de los Sin Tierra de Brasil; feministas que se ubicaron en el “afuera” de la cultura patriarcal como Margarita Pisano, Edda Gabiola, Sandra Lidid y Ximena Bedregal; afrodescendientes y lesbianas del Caribe como Yuderkis Espinosa y Ochy Curiel, y brasileñas como Sueli Carneiro y Yurema Warneck, quienes postulaban el racismo y el sexismo como expresiones materiales de la construcción de la colonialidad de América; y muchas otras voces feministas diferentes, reafirmaron que el objetivo de las teorías y prácticas feministas era un cambio social profundo, sustentado en el rechazo de los patrones de autoridad, poder y privilegio.
Reivindicando un “lesbianismo político”, o una antiviolencia radical, o la diferencia sexual que “extraña”, desubica y libera a las mujeres de la opresión patriarcal determinada por los hombres, o la inexistencia de diferencias mayores entre mujeres y hombres que las necesarias para mantener la opresión del “género” femenino, o la perspectiva de una juventud que no puede recurrir a la experiencia porque la organización social le ha borrado las referencias históricas, las feministas nuestroamericanas volvieron a postular una comunión de problemas e intereses con otros grupos marginalizados y oprimidos, a la par que reivindicaron la profundización de sus posturas sobre los aportes de sus diferencias sexuadas, históricamente construidas.
Podría decirse que los feminismos se reagruparon alrededor de ideas y de acciones que permitieron reformular, según lo expresa durante su práctica docente Irma Saucedo, la utopía que lleva de una sociedad democrática liberal a una democracia social nutriente, afectiva, justa y equitativa.
La academia, sus categorías, sus especialistas y el feminismo nuestroamericano
De la producción feminista de la segunda mitad del siglo XX, en particular de las décadas de 1980 y 1990, no puede obviarse una importante producción de textos académicos.
Algunos apuntaban hacia una filosofía desconstruccionista de la condición femenina; otros hacia la capacidad de organizar los saberes acerca de las condiciones específicas de sectores de mujeres (campesinas, obreras, jóvenes, etcétera). Hubo investigaciones históricas, sociológicas, filosóficas, antropológicas y económicas que retomaban los temas de interés del feminismo y se dirigían a la formulación de una metodología de estudios sobre y de las mujeres. Nuevos temas para la investigación, aunque temas de toda la historia de las mujeres en el patriarcado (violencia, redes de poder, subyugación familiar, discriminación femenina, formas alternativas de expresión), se abordaron en clases, libros y artículos de revistas especializadas. Las mujeres, de repente, eran “actoras sociales emergentes” para escuelas muy diferentes y, en particular en el ámbito de la literatura, su producción se convirtió en un tema de reflexión que dio pie a una nueva crítica, que a los demás elementos culturales agregaba la “perspectiva de género”, es decir, el análisis de las condiciones de escritura elaboradas desde la diferencia sexual femenina.
Desde la década de 1970, la desconstrucción del sujeto femenino, producido por el patriarcado, implicó cuestionamientos provenientes de todas las disciplinas del saber acerca de cómo se construyó la identidad de las mujeres, si ésta es necesaria, cómo la genera la cultura y qué implicaciones materiales tiene.
Pero fue una categoría de análisis antropológico y sociológico, como vimos arriba, la que acompañó el proceso de desestructuración del “ser para otros” en que el patriarcado había convertido/confinado a las mujeres. La categoría de “género”, o de sistema sexo-género,[58] se generó al interior del pensamiento feminista en Estados Unidos, para abordar el estudio de las relaciones entre lo masculino, como propio de los hombres, y lo femenino, como propio de las mujeres, en las relaciones materiales y las representaciones simbólicas de sociedades donde lo masculino es dominante. Muy pronto esta categoría perdió su ubicación y hubo una tendencia académica de fabricar “estudios de género” para sustituir a los estudios feministas, a la vez que instituciones y organizaciones no gubernamentales de atención a la violencia sexual y contra las mujeres, de salud sexual y reproductiva, de combate a la pobreza, etcétera, difundieron en el lenguaje público la categoría género como si fuera omnicomprensiva. Esto es, su uso generó muchos riesgos para el movimiento feminista, pues entre otras cosas diluyó la subjetividad política disruptiva de las mujeres en la academia.
En las últimas dos décadas del siglo XX, el “enfoque de género”, es decir, la mirada atenta a las desigualdades relacionales entre los sexos en la sociedad, cuestionó las formas de representación prevalecientes en la cultura hegemónica de Nuestra América y las bases del sistema de dominación sustentado en la supuesta superioridad del género masculino, los hombres sociales; y la representación de sus cuerpos en el imaginario colectivo construido sobre las estructuras de poder vigentes.
Esta mirada, que surgía del movimiento de liberación de las mujeres, llevó a una reestructuración importante de la tradición teórica en las ciencias sociales. En un principio, implicó una revolución epistémica, porque finalmente era indispensable reconocer el peso de la experiencia vivida y el activismo en la construcción de saberes propios de seres humanos diferenciados y en proceso de afirmación. Los debates teóricos sobre las mujeres y su lugar social en la cultura aglutinaron perspectivas que se relacionaban con ideas políticas más generales (el feminismo liberal, radical y socialista) y que, en un segundo momento, dieron pie a la reordenación de los intereses de la tradición intelectual occidental. Las teóricas feministas que develaron el ocultamiento/desaparición de las mujeres de la cultura como una actuación deliberada de la misma (de sus protagonistas hegemónicos), criticaron de hecho toda la herencia colonial (moderna, racista y patriarcal) de la cultura de “Latinoamérica” (la América que habla lenguas de raíz latina, castellano y portugués, por imposición colonial). Basándose en las experiencias concretas de exclusión, marginación y minorización aun de las mujeres de los sectores dominantes (blancas, mestizas, ilustradas), las académicas feministas se preguntaron cómo desplazar el punto de vista de la América colonial a la América total, de los hombres a las mujeres, de la sexualidad reproductiva a las sexualidades disidentes. Para ello, se abogaron a formular categorías y metodologías para –ironía y perversidad del sistema- ubicar sus saberes en los estrechos márgenes de la teoría del conocimiento occidental.
Esta reconstrucción teórica se dio a la par de un proceso de reorganización de la educación con base en aquellos principios de competitividad individual, confundida con la autonomía de decisiones personales, que acompañaron la imposición de un sistema económico altamente concentrador de la riqueza, el neoliberalismo global. Seguramente, el interés de las feministas en la academia era reivindicar la experiencia de las mujeres y construir los elementos con que ellas pudieran definirse como sujetos de su historia y sus proyectos políticos; sin embargo, la dirección educativa de las universidades latinoamericanas las orilló no sólo a desechar la tradición marxista de análisis de la experiencia de las mujeres, sino también a restringir los estudios sobre la experiencia total de las mujeres a campos cada vez más acotados de disciplinas particulares. Los “estudios de género” se reubicaron en la tradición más estricta de aceptación de una supremacía del sistema político de la democracia formal (elecciones de los dirigentes políticos en un marco de lucha de partidos), de la economía de competitividad capitalista (des-regularización de la fuerza de trabajo, concentración de la riqueza en pocas manos, negación del acceso de nuevos sectores poblacionales a los instrumentos de movilidad social, pauperización acelerada de los sectores más débiles de la población, en particular de las mujeres que acababan de obtener el reconocimiento a su derecho a una participación no discriminada). Paradójicamente, cuanto más se radicalizaba una teoría de las mujeres acerca de la producción de conocimientos para caracterizar actividades como el trabajo doméstico, la reproducción biológica y el cuidado de niños, enfermos y ancianos, y para cuestionar la primacía de la producción de bienes y objetos, tanto más se cerraba el acceso de estudiantes a las universidades, se negaba la validez de los instrumentos conceptuales con que se intentaba definir la economía de las relaciones sexo-afectivas y se des-corporalizaba (o re-mentalizaba) el esfuerzo de entender-se atravesadas por las experiencias de clase, género y ubicación en una sociedad que inventa sus “razas” con base en elementos fenotípicos para separar los grupos resultados de la conquista colonial (racialización de la sociedad).
Ahora bien, no todas las académicas feministas asumieron de inmediato la crisis de la escuela de masas y la preferencia por una escuela de elite que iba perfilándose como consecuencia de la avasalladora dimensión del neoliberalismo a finales del siglo XX. Su producción fue afinándose, a la vez que dejó de vincularse epistémicamente con el activismo del movimiento de mujeres. Mientras las trabajadoras y las desempleadas se debatían entre ser subsumidas en los procesos de producción de bienes y servicios y en el reordenamiento de la expresión social (la crisis de los movimientos sociales afectó grandemente el movimiento feminista, como dijimos en los párrafos anteriores), las académicas se debatían entre un desplazamiento del paradigma de la producción y el trabajo propio del feminismo radical, la recuperación de la categoría de género para agregarla a los otros datos con que disgregar las fuentes en las ciencias sociales y la imposibilidad, desde la re-apropiación de los instrumentos conceptuales por parte de las disciplinas tradicionales, de seguir estudiando el dominio sexual como una ideología que conforma la institución social.
Con la crítica del feminismo hegemónico o institucionalizado, postulada por las feministas autónomas a principios de la década de 1990, se presentó un fuerte cuestionamiento al “feminismo de academia”. Aunque éste afirmaba preparar a las jóvenes para el debate sobre la condición femenina en una relación social desigual, cuando no de ser una nueva vía de concientización feminista o un espacio de activismo intelectual, el feminismo de academia se resintió debido a la separación de las bases del movimiento. En particular, cuando las feministas autónomas le reclamaron por haber dejado de tender puentes entre el conocimiento científico y el activismo social. En efecto, sólo pocas pensadoras que se reivindicaban todavía feministas en la academia, contra una mayoría de académicas que empezaban a definirse especialistas en “estudios sociales con perspectiva de género” (perspectiva que les permitía abstenerse de la crítica a las formas más elementales del poder masculino, en nombre de la complejidad de las redes de poder y de la participación de las mujeres en la cultura que las subordina), seguían siendo capaces de recuperar la visión epistémica de la liberación humana propia del feminismo.
No obstante, es de reconocerse la producción teórica del feminismo en las academias de Nuestra América. En algunas regiones, el movimiento de mujeres empezó a reivindicar el derecho al estudio para todas y se vinculó con aquellas académicas que asumían la responsabilidad de darle visibilidad a las reflexiones sobre condición femenina y racismo, violación y colonialidad, estética y marginación, pobreza y estereotipos sexuales. Más allá de la subordinación a las pautas de educación de la escuela neoliberal que iba perfilándose (eficacia terminal, cientificidad del análisis, créditos, especialización, competitividad, etcétera), las académicas feministas han delatado la manipulación de ciertos indicadores acerca de la superación de las condiciones de discriminación de las mujeres en el neoliberalismo, demostrando, por ejemplo, que la inscripción de las mujeres en la escuela no significa que puedan realmente seguir con sus estudios o que el incremento del número de mujeres asalariadas no mide el grado de los salarios que perciben, ni la calidad y seguridad de sus empleos.
Finalmente, es importante resaltar que es en la academia donde se recuperó una reflexión del feminismo cristiano y del feminismo en los partidos y organizaciones mixtas, de las décadas de 1960 y 1970, acerca de la participación de las mujeres en los momentos cruciales de la historia, sin recibir a cambio una parcela proporcional de poder o reconocimiento económico. Por ejemplo, Urania Ungo, de la Universidad de Panamá, afirma en sus clases que: “Mucho ha reflexionado el feminismo sobre las retiradas, sobre la abulia de las mujeres hacia el poder. Seguramente no fueron pocas las veces que se contó con su consenso, pero otras tantas se contó también con la fuerza, la coacción y la legislación. La constante histórica que es la exclusión de las mujeres, no de la participación sino del poder, no sólo fue obra de su voluntad de retornar a su mundo colectivo histórico, sino de otra voluntad y de una visión en la que el orden a transformar era sólo el del mundo público”.[59]
Finalmente, si bien la “perspectiva de género” implicó una búsqueda de sentido en el entramado social que diera cuenta del comportamiento de mujeres y hombres como seres sexuados que funcionan en ámbitos particulares de ejercicio del poder, hubo resistencias creativas al uso exclusivo de la categoría de sistema sexo-género en la academia. Filósofas feministas se negaron a aceptar que una categoría relacional suplantara su entera teorización, abocándose a estudios estéticos o políticos en los que recuperaron conceptos políticos como feminismo, diferencia sexual y “sujeto mujer”.
Seguramente el uso y abuso de la categoría de sistema sexo-género, para separar el sexo biológico de sus implicaciones sociales, generó al interior de las corrientes feministas que se explicitaban en Nuestra América un debate acerca de la construcción de una teoría feminista crítica, abierta a la historia del cuerpo de las mujeres en culturas diferentes a la cultura occidental dominante (si el género es una categoría social, significa que no es sino una representación que puede cambiar de cultura en cultura, pues hay tantos sistemas sexo-género cuantas culturas existen). Una teoría feminista enfrentada al uso de categorías políticamente correctas, higiénicas, no perturbadoras, elaboradas por un saber académico que intenta reconducir las teorías producidas por la acción del movimiento feminista al redil de una epistemología objetual (ligada a la “objetividad”, a la medición de un “objeto de estudio” claramente definido), en contra de su propia epistemología de la relatividad de las relaciones de conocimiento de los sujetos que interactúan (relaciones entre sujetos creadores del diálogo necesario para aprehender la realidad y relaciones con lo estudiado).
NOTA FINAL SOBRE LAS TRANSCRIPCIONES DE LOS DOCUMENTOS:
Cuando nos reunimos para escoger cómo transcribir los textos cuyas grafías -sea por periodo histórico, sea por geografía- no corresponden a la actual ortografía mexicana, resolvimos transcribirlos exactamente como los encontramos escritos en el documento, libro o recopilación que utilizamos como fuente para esta Antología y que citamos. Así que si el original es de puño y letra, o es una edición antigua o respeta una grafía antigua, esa reportamos. Si, por el contrario, es una recopilación en cuya transcripción la o el editor/a optó por una grafía modernizada, a ella nos atenemos.

[1] Quizá con el fin de dar permanencia a la voz de las mujeres, las antropólogas feministas, desde tan temprano como la década de 1930, no sólo se ocuparon de reportar la vida, los saberes, la organización y el estatus de las mujeres al interior de las comunidades y culturas que estudiaban, sino que en ocasiones recogieron y transmitieron por escrito las narraciones orales de actoras culturales y sociales de los pueblos originarios de América. Por ejemplo, en 1936, Ruth Underhill publicó “The Autobiography of a Papago Woman” en Memoirs of the American Anthropological Association, n.46, Mensaha, Wisconsin, en la que le prestó la pluma a María Chona quien, de 1931 a 1933, le contó su vida de mujer y sus recuerdos de niña, hija del jefe Conquián, gobernador de Raíz de Mezquite. Asimismo, en la actualidad, la vida y pensamientos de la feminista qichua Dolores Caguanco Quilo, conocida como Mama Dulu Caguanco, madre del pueblo indio, secretaria general de la primera organización de los pueblos originarios del Ecuador, la Federación Ecuatoriana de Indios, que en los años entre 1930 y 1970 y durante sus 101 años de vida expresó oralmente los conocimientos y los motivos políticos de su lucha por el acceso a una justicia en todos los ámbitos de la vida (la expresión de una justicia indígena y los derechos de las mujeres en su comunidad y sus familias), los conocemos por entrevistas e historias de vida recogidas por Raquel Rodas (Dolores Caguango. Pionera en la lucha por los derechos indígenas, Comisión Permanente de Conmemoraciones Cívica, Quito, 2007).
[2] Garífuna o garínagu es el nombre de las y los caribes negros, una nación descendiente de los caribes autóctonos y de los negros cimarrones de las Antillas, expulsada por los británicos de la isla de Saint Vincent, en las Granadinas, en 1797 y que actualmente vive en Honduras, Belice, Guatemala y Nicaragua.
[3] En el caso de la gesta neo-incaica de 1782-83 se recuerdan los actos y los nombres de varias levantadas, entre ellas las esposas de los dos líderes del Bajo y Alto Perú, organizadoras del avituallamiento de sus tropas: Micaela Bastidas y Bartolina Cisa, ambas ejecutadas por los españoles. De Micaela Bastidas quedan cartas y proclamas; en las escuelas primarias peruanas las maestras y maestros ponen de relieve la importancia de sus consejos, y aun de su insistencia, para que Túpac Amaru se levantara finalmente en armas.
[4] Josefa Tzoc es recordada por algunas mujeres quichés de Totonicapán como una verdadera transgresora: al inicio del levantamiento, entró a la parroquia de Santa Cecilia, le quitó la corona a la santa y se la puso en la cabeza para consagrarse como dirigente de los mayas. Ahora bien, la historiadora Ana Silvia Monzón me comentó en una carta personal: “Con relación al nombre de Josefa Tzoc, he leído breves líneas sobre ella, pero con el nombre de Felipa Tzoc, en una Historia General de Guatemala donde apuntan que era esposa de Atanasio Tzul y que fueron declarados reyes cuando se alzaron contra los tributos de los españoles en 1820”. En una carta subsiguiente agregó: “Lo que se registra es que la población coronó rey a Atanasio Tzul indio principal y a Lucas Aguilar, macehual, como Presidente, en uno de los frecuentes alzamientos contra las autoridades coloniales, en el altiplano occidental. Esto fue el 12 de julio de 1820 en Totonicapán”.
[5] Durante toda la revolución se fundaron clubes femeniles y las mujeres realizaron servicios de espionaje y transportaron pertrechos de guerra, se alistaron en la Cruz Roja, fueron alimentadoras y acompañantes de las tropas; además disputaron a los hombres la exclusividad del espacio político de la guerra, empuñaron las armas como soldadas y obtuvieron sus grados y ascensos militares. Quedan muchos nombres de soldadas; más de 300 en un primer momento se vistieron de hombres, luego se entrenaron con faldas y con pantalones; a María Arias Bernal, se le conoció con el apodo de María Pistolas; La Valentina era la soldada Valentina Ramírez, a las órdenes de la coronela Echeverría; la coronela Petra Herrera tuvo a sus órdenes un batallón de mil mujeres; la capitana Carmen Robles después del combate de Iguala fue apodada “La Valiente”; la coronela Rosa Bobadilla dirigió 168 acciones militares; etcétera. Ver: “La mujer en la revolución”, Publicación mensual de la revista Proceso, Fascículo coleccionable n.3, serie Bi-centenario, México, junio de 2009.
[6] Dudé entre “latinoamericanista” y “nuestroamericanista”, y terminé prefiriendo definirla nuestroamericanista, a pesar del valor histórico que en el siglo XX adquirió la definición de América Latina, porque el “nosotras/os” al remitir a la utopía histórica de Nuestra América pregonada por José Martí, abre el nominativo a los pueblos y culturas que quedan fuera de la raíz lingüística latina, principalmente los pueblos originarios y afrodescendientes, para que se incorporen al “nosotros/as” desde su voluntad de pertenecer a un colectivo incluyente.
[7] Irma Saucedo, “Teoría crítica feminista. Breve genealogía”, mimeo, 2005.
[8] Laura Suárez de la Torre, “La producción de libros, revistas, periódicos y folletos en el siglo XIX”, en Belém Clark de Lara, Elisa Speckman Guerra (editoras), La república de las letras: publicaciones periódicas y otros impresos, UNAM, México, 2005, p. 11.
[9]Lucrecia Infante Vargas, “De lectoras y redactoras. Las publicaciones femeninas en México durante el siglo XIX”, en Belém Clark de Lara y Elisa Speckman Guerra (editoras), La república de las letras: publicaciones periódicas y otros impresos, op.cit., p.187.
[10] Cfr. Urania Ungo, Para cambiar la vida: política y pensamiento del feminismo en América Latina, Instituto de la Mujer de la Universidad de Panamá, Panamá, 2000; Eugenia Rodríguez Sáenz (editora), Entre silencios y voces. Género e Historia en América Central (1750-1990), Editorial de la Universidad de Costa Rica, San José, 1997; Grace Prada Ortiz, Mujeres forjadoras del pensamiento costarricense, Euna, Heredia, 2005.
[11] Por ejemplo: Magdala Velázquez Toro (directora), Las mujeres en la historia de Colombia, dos tomos, Norma, Bogotá, 1995; Iraida Vargas Arenas, Historia, Mujer, Mujeres. Origen y desarrollo histórico de la exclusión social en Venezuela. El caso de los colectivos femeninos, Ministerio para la Economía Popular, Caracas, 2006; Eugenia Rodríguez Sáenz, Entre silencios y voces. Género e historia en América Central (1750-1990), Instituto Nacional de las Mujeres/Universidad de Costa Rica, San José, 2000; Grace Prada Ortiz, Mujeres forjadoras del pensamiento costarricense. Ensayos femeninos y feministas, Euna, Heredia Costa Rica 2005.
[12] La recepción del libro en Perú fue terrible. Su tío, Pío Tristán, lo quemó en la plaza pública de Arequipa, y luego quitó a la escritora la pequeña pensión que se comprometió a darle, tras desconocerla como heredera legítima de su padre. Según Analía Efrón, también era cierto que la censura en Perú tenía su tradición: “La ciudad de Lima había sido asiento de la Santa Inquisición, que prohibía libros y lecturas y en una fecha tan tardía como 1832 asistió a la quema pública de Peregrinaciones de una paria, el libro de Flora Tristán. Como segunda mujer escritora que desafiaba a la ciudad, Juana Manuela Gorriti tuvo que soportar los embates del sector prohibicionista, que, sin embargo, a estas alturas estaba en minoría. Las Peregrinaciones de un alma triste, que Juana Manuela escribió a lo largo de varias décadas en Lima, expresó en el título la continuación del combate femenino contra la censura”, en Analía Efrón, Juana Gorriti. Una biografía íntima, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1998, p. 102.

[13] Album de Señoritas. Periódico de Literatura, Modas, Bellas Artes y Teatros, Presentación del primer número por “La Redacción” y firmado Juana Paula Manso de Noronha, N.1, 1 de enero de 1854, pp.1-2.
[14] Claudio Linati (1790-1832) fue un liberal italiano que llegó a México en 1825, tras huir de una condena a muerte por participar en el movimiento de los carbonarios, un grupo que luchaba por la unificación italiana y que organizó levantamientos en Nápoles (1820) y Piamonte (1821). En México, Linati estableció un taller de litografía en la capital, el primero del país, y fue uno de los editores del semanario El Iris (febrero-agosto de 1826), donde apareció la primera caricatura política mexicana, la alegoría Tiranía, que se le atribuye. A través de este periódico, al que creyeron dar una inofensiva apariencia dedicando la publicación "Al bello sexo", sus tres editores empezaron a hacer agudos comentarios políticos de los acontecimientos del momento, lo que provocaría la clausura del semanario y su forzada salida del país. Es interesante resaltar que El Iris fue la primera revista literaria del México independiente y a cargo de su edición estuvieron tres extranjeros radicados en la república por motivos políticos: los italianos Claudio Linati y Florencio Galli, así como el cubano José María Heredia.

[15] Las dos cartas están en la página 79 del tomo I de la recolección de La Violeta. Quincenal de literatura, social, moral y de variedades dedicado a las familias, correspondiente al número 10 de la revista, del día 15 de febrero de 1888.
[16] A pesar de que el panamericanismo fue una posición ideológica que pregonaba el control de Estados Unidos sobre las expresiones políticas y las prácticas económicas y sociales de los países de Centro y Suramérica, muchas feministas, así como muchos hombres de diversas sociedades culturales de Nuestra América, durante los primeros decenios del siglo XX lo reivindicaron en un afán de independizarse de las posturas culturales hegemónicas de Francia e Inglaterra.
[17] Horacio Barreda, “Estudios sobre ‘El Feminismo’. Advertencia Preliminar”, en Revista Positiva, vol. IX, México 1909, pp.44-60
[18] Ibidem. Es interesante notar que más adelante Horacio Barreda, hijo del famoso Gabino Barreda, reformador de la escuela mexicana por órdenes de Benito Juárez, resaltara que es “principalmente entre la clase obrera” que “nuestro estado social reserva en muchas ocasiones a las mujeres” nada menos que “una suerte odiosa y miserable”. ¡La clase pudiente, la de los patrones, era culta y por lo tanto civilizada con sus mujeres!
[19] Centro de Investigaciones Diego Barros Aranda, Santiago de Chile, 2005
[20] Los ataques contra el feminismo provenían, sea de hombres de tendencias políticas conservadoras, que consideraban peligroso, cuando no “contra natura”, alejar a las mujeres de sus funciones tradicionales de madre y esposa y esgrimían discursos religiosos para negar su igualdad con el hombre, sea de los comunistas y revolucionarios, que consideraban al feminismo una desviación ideológica burguesa que alejaba a las mujeres proletarias de la lucha con el hombre para la liberación de su clase. En ocasiones, ambos discursos antifeministas se hibridaban de manera paradójica, dando pie a una difusa misoginia política.
[21] Yolanda Marco, Clara González de Behringer. Biografía, Edición Roeder, Panamá, 2007.
[22] Visitación Padilla, “Colaboración Femenina en la Defensa Nacional”, folleto s/p/i, Tegucigalpa, 23 de marzo de 1924.
[23] Lucila Gamero de Medina, “Para las mujeres de Honduras”, en La Voz de Atlántida. Revista mensual panamericana, La Ceiba, Honduras, año 10, n.425, junio de 1946, p.11. Hay que subrayar que La Voz de Atlántida fue fundada y dirigida desde sus inicios por una mujer católica y feminista, Paca Navas de Miralda, quien iniciaba sus artículos con “Prepárate mujer para la lucha desde hoy”.
[24] Julieta Kirkwood, “El feminismo como negación del autoritarismo”, Ponencia presentada en FLACSO, ante el Grupo de Estudios de la Mujer, Buenos Aires, 4 de diciembre de 1983.
[25] Cfr. Primer Congreso Femenino. Buenos Aires 1910. Historia, actas y trabajo, Universidad Nacional de Córdoba, Córdoba, 2008
[26] Luis Vitale, Historia y sociología de la mujer latinoamericana, Editorial Fontamara, Barcelona, 1981, p.48.
[27] Y, de hecho, en el artículo 3 se estableció la educación laica (que liberaría a las mujeres de la influencia de la iglesia católica) y en el 123 se dispuso que el salario mínimo fuese igual para mujeres y hombres, así como una jornada laboral de 8 horas, la protección a la maternidad y la prohibición de trabajos insalubres y peligrosos para las mujeres y los menores de 16 años. Sin embargo, los intentos de reformar el artículo 22 para decretar la pena de muerte por el delito de violación y el 34 para reconocer la ciudadanía de las mujeres, fueron rechazados.
[28] Esta tesis, muy parecida a la de Olimpia de Gouges en su Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana (“si la mujer puede subir al cadalso, debe poder subir a la Tribuna”) fue sostenida, entre otras, por Hermila Galindo, feminista radical que en Yucatán había alegado por el reconocimiento de la sexualidad femenina y se había pronunciado por la reforma del Código Civil con el propósito de eliminar la discriminación de las mujeres. En 1918, se postuló como candidata a diputada y cuando el Colegio Electoral no le reconoció que había obtenido la mayoría de los votos, exhibió el atropello ante la opinión pública.
[29] Como todas ellas, Poniatowska escribió durante muchas décadas, así que ubicarlas en una sola es algo arbitrario. Por ejemplo, Hasta no verte Jesús Mío es de 1969, Querido Diego de 1978 y Tinísima de 1992; en las tres la escritora mexicana aborda la condición de la mujer de manera crítica y literaria.
[30] Irma Saucedo González, “Teoría crítica feminista. Breve genealogía”, trabajo realizado para la Universidad Autónoma de Barcelona, Departamento de Sociología, Programa de doctorado, curso 2001-2002.

[31] Las publicaciones de periódicos y revistas han acompañado el esfuerzo intelectual de las mujeres durante todas las etapas del movimiento feminista, aunque los propósitos de las mujeres al reunirse les dieron características históricas particulares. Por ejemplo, es interesante notar que las revistas del movimiento de liberación de las mujeres de la segunda mitad del siglo XX asumieron expresiones colectivas (por ejemplo, La Revuelta, en México), expresiones universitarias, expresiones cultas o movimentistas, pero no meramente informativas; lo cual, en la década de 1980, llevó a la formación de las primeras agencias de prensa feministas, como el CIMAC en México, dirigido por Sara Lovera, y Fempress, en Chile. Desde principios del siglo XXI, la información de las mujeres circula por blogs y redes de Internet alternativas a la información de los medios masivos de comunicación, que impulsan abiertamente un conservadurismo de cuño familista, fomentando por ello el alejamiento de las mujeres de las políticas de liberación (sumándose con ello a las estrategias informativas monopólicas iniciadas a principios de la década de 1990 a nivel mundial, para satanizar, ridiculizar y ensuciar la política en general, de manera que el interés de las personas para con su realidad se volviera poco atractiva y se atomizara hasta la imposibilidad de una acción colectiva).
[32] Entendemos por “feminismos poscoloniales” aquellos pensamientos-acciones feministas que enfocan sus esfuerzos contra el orden de la Modernidad colonialista y racista desde las realidades relacionales de los pueblos originarios de América; desde las culturas africanas de las deportadas por la esclavización moderno-capitalista de África a América en los siglos XV-XIX; y desde la reflexión no occidental de las migrantes asiáticas.
[33] Por ejemplo, Cfr.. Eli Bartra, Anna M. Fernández Poncella, Ana Lau, Feminismo en México, ayer y hoy (Prólogo de Ángeles Mastreta), UAM, Molinos del Viento, Serie Mayor-Ensayo, n.130, México, 2000..
[34] Teresita De Barbieri, Público y privado, o por dónde se mueven las mujeres, Instituto de Investigaciones Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1990.
[35] Alejandra Restrepo, en Feminismo(s) en América Latina y el Caribe: La diversidad originaria, Tesis para obtener el grado de Maestra en Estudios Latinoamericanos, UNAM, México, febrero de 2008, sostiene que las corrientes feministas pueden rastrearse desde el siglo XIX en las diferentes ideologías políticas a las que se suscribían las mujeres que originaron la defensa del derecho de las mujeres a participar en la vida política y cultural.
[36] Sostenía que el feminismo histórico había influido sobre el movimiento estudiantil por su crítica al poder patriarcal, entendido como arquetipo de todo poder y, a la vez, que la rebelión antidogmática y antiautoritaria de 1968 revitalizó el feminismo.
[37] Por ejemplo, es posible rastrear posiciones feministas en filósofas de la historia como la costarricense Vera Yamuni y en literatas entonces muy jóvenes como la mexicana Margarita Peña.
[38] Cfr. Noema Viezzer, Si me permiten hablar… Testimonio de Domitila una mujer de las minas de Bolivia, Siglo XXI Editores, México, Madrid, Buenos Aires, Bogotá, segunda edición corregida y aumentada,1978.
[39] Para algunas de ellas -Mireya Toto, Esperanza Brito, Anilú Elías, entre otras- esta posición era totalmente afín a su manera de concebir el feminismo como un movimiento de emancipación e igualación de las mujeres. De ahí que, en la actualidad, las que todavía viven, conformen una corriente sin nombre de mujeres que siguen abogando por el reconocimiento estatal de sus capacidades y derechos, y que consideran que las mujeres deben “adquirir” y no rechazar características masculinas de organización y competencia.
[40] María Cristina Suaza Vargas, Soñé que soñaba. Una crónica del movimiento feminista en Colombia de 1975 a 1982, J.M. Limitada, Bogotá, 2008, p.89.
[41] Amalia Fischer, Feministas latinoamericanas: las nuevas brujas y sus aquelarres, Tesis de maestría en Ciencias de la Comunicación, Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM, México, 1995.
[42] Alejandra Restrepo y Ximena Bustamante investigaron la historia de los encuentros y redactaron para el Comité Impulsor del XI Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe: Encuentros Feministas Latinoamericanos y del Caribe (1981-2005): Apuntes para una historia en movimiento, México, marzo de 2009.
[43] Alejandra Restrepo y Ximena Bustamante, op. cit., p. 15
[44] En particular, para cuestionar la violencia intrafamiliar y sostener una política de maternidad voluntaria. En la última plenaria del Primer Encuentro se determinó que el 25 de noviembre, fecha en que el dictador dominicano Trujillo mandó asesinar a las hermanas Mirabal, se decretara como Día Latinoamericano contra la Violencia hacia las Mujeres.
[45] Se trata de “procesos” que no han llegado a su término aún, pues siguen remitiendo su validez democratizadora frente a los fantasmas de las dictaduras militares en América Latina, de los gobiernos dirigidos por los partidos comunistas de Europa del este y Asia, y de los “partidos de estado” casi inamovibles en México (el Partido de la Revolución Institucional), en Italia (la Democracia Cristiana), etcétera. Se han acompañado de la justificación de brutales represiones contra los movimientos populares y de sutiles cooptaciones intelectuales en nombre de la democracia formal y la legitimidad de las instituciones civiles.
[46] Edda Gabiola, en 1994, al hacer la historia del feminismo durante la dictadura militar chilena pedía a las mujeres “desbloquear la memoria” y una acción radical para “volver” al movimiento. Edda Gaviola, Eliana Largo, Sandra Palestro, Una historia Necesaria. Mujeres en Chile 1973-1990, s.p.i, Santiago de Chile, 1994.
[47] Andrea D’Atri, Pan y Rosas. Pertenencia de género y antagonismo de clase en el capitalismo, Fundación editorial el perro y la rana, Caracas, 2006.
[48] Las “jóvenes feministas”, desde inicios de los años 90, comenzaron a denunciar cómo las “viejas feministas” las excluían del debate sobre el ser de sí mismas y de las organizaciones que dirigían; paralelamente, jóvenes mujeres de los movimientos sociales mixtos lamentaban lo excluidas que se sentían de los sentimientos de unidad entre mujeres, de la construcción de un colectivo femenino.
[49] Memorias del II Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe, Lima, Perú, 1983, a cargo del Colectivo Coordinador. Publicada posteriormente en Isis Internacional, Revista de las Mujeres, n.1, 1984, p. 35.
[50] Ibídem, p. 44.
[51] Ibídem, p. 95.
[52] Memorias del IV Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe, Taxco, 1987. A cargo de la Comisión Coordinadora, México, 1987, p. 60.
[53] Aunque el comité organizador no invitó a Madres de Plaza de Mayo, el emblemático movimiento de mujeres contra la desaparición forzada durante la dictadura militar, porque no eran feministas sino “hacían política”. Cierto es que Madres de Plaza de Mayo no se reivindican feministas, pero practican la solidaridad entre mujeres, visibilizan su situación y postulan una política relacional -de sujetos ciudadanos relacionados- y no objetual.
[54] Alejandra Restrepo y Ximena Bustamante, op. cit.
[55] Aunque el término “empoderamiento” se deriva del inglés y podría usarse como sinónimo de fortalecimiento, seguridad, uso de la voz propia, en América Latina significó básicamente el poder alcanzado por algunas mujeres en los campos económico, político e intelectual. Algunas corrientes feministas propusieron tímidamente que el empoderamiento de las mujeres serviría para cambiar el sistema desde dentro.
[56] La categoría “género” es una simplificación de la categoría antropológico-sociológica de “sistema de sexo-género”, que puede entenderse como sexo social o como asignación de roles, determinaciones e idearios diferenciados de las personas desde su nacimiento, según su apariencia genital. Esta categoría se difundió en América y en el mundo a partir de la reflexión estadounidense acerca de las relaciones entre los sexos (de “gender” que en inglés implica una categorización de los sexos en sentido social, contra “sex” que implica los genitales), a finales de la década de 1980, y sirvió para significar la relación que los sexos tienen entre sí en una sociedad organizada alrededor de una desigualdad jerárquica entre los roles esperados de los hombres y las mujeres y el poder que de ellos se deriva. La utilización que hizo de ella la burocracia supra-nacional, sirvió para sustituir la palabra “mujer-es” en las demandas específicamente femeninas y reconducir las mujeres a su relación con los hombres, pues es una categoría relacional (no pueden pensarse las mujeres como sujetos de su política, activas creadoras de una posición sexuada propia, en el sentido de algo así como una “clase sexual”, si sólo se les puede pensar en una relación desigual de poder con los hombres, como sugiere el “sistema de género”). Fue utilizada hasta la náusea por algunas corrientes del feminismo institucional y sirvió para borrar los estudios feministas de las universidades, sustituyéndolos por los “estudios de género”. Las “especialistas de género” son las personas que analizan la condición específica de las mujeres en los contextos de discriminación social, económica, jurídica, sexual de la sociedad conocida. El “enfoque de género” es la capacidad de enfocar una disciplina sobre las mujeres, generalmente invisibles e invisibilizadas en la percepción del funcionamiento social. Los estados y la ONU encuentran esta categoría menos problemática que la de “mujeres y hombres”.
[57] Para una reflexión acerca de los significados que tiene lo joven en Nuestramérica: Gabriel Medina (editor), Juventud, territorios de identidad y tecnologías, Universidad Autónoma de la Ciudad de México, México, 2009
[58] En 1976, Gayle Rubin, una antropóloga estadounidense, publicó “El tráfico de mujeres: notas sobre la economía política del sexo”, un largo artículo sobre el intercambio que los hombres hacen entre sí de las mujeres que controlan por motivos familiares, en el que avanzaba la elaboración del concepto de “sistema sexo-género”. Éste es el "conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana, y en el cual se satisfacen esas necesidades humanas transformadas” (En Marta Lamas (comp.), El género: la construcción cultural de la diferencia sexual, Miguel Ángel Porrúa-Programa de Estudios de Género de la Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1996, p. 37). Según ello, el sistema sexo-género implica prácticas, símbolos, representaciones, normas y valores sociales que las sociedades elaboran a partir de la diferencia sexual biológica, para dar sentido a la satisfacción de los impulsos sexuales. Desde la publicación de este artículo, que en 1986 empezó a difundirse ampliamente por América Latina, los estudios académicos acerca de la condición de las mujeres y su política de liberación desecharon la problemática categoría de patriarcado para el estudio de las desigualdades sociales basadas en los sexos, considerando que los “sistemas sexo-género” representaban un instrumento conceptual más amplio para comprender y explicar la relación constante entre la subordinación femenina y la dominación masculina. El uso masivo de la categoría “sistema sexo-género” asustó a la propia Gayle Rubin quien, en 1986, publicó “Reflexionando sobre el sexo: notas para una teoría radical de la sexualidad” (en Carole Vance (comp.), Placer y peligro. Explorando la sexualidad femenina, Ediciones Revolución, Madrid, 1989, pp.113-190), un texto donde retomaba las ideas de compromiso político, revolución sexual, liberación y organización política de las mujeres. Aunque traducido en 1989 en España, “Reflexionando sobre el sexo” no gozó de la misma difusión en América que “El tráfico de mujeres”.
[59] Urania Ungo, Para cambiar la vida: política y pensamiento del feminismo en América Latina, Universidad de Panamá, Panamá, 2000, p. 180.

2 comentarios:

Briseida Allard Olmos dijo...

Maravilloso documento, una Historia-Otra del pensamiento y la praxis del feminismo en Las Américas. Me gusta hablar de Las Américas pues al norte del Río Bravo han existido/existen mujeres y hombres valientes que han hecho aportes importantes por hacer posible un mundo mejor. briseida (Panamá)

Seminario de Feminismo Nuestroamericano dijo...

Otros enlaces de este texto y de la Antología: 1. En el blog La calle es
de quien la camina
, http:lacalleesdequienlacamina.blogspot.com (en la
columna derecha están los enlaces a los 2 PDFs de la Antología para descargar).
2. Y texto por texto, en línea, los puedes ver en Ideas feministas de
Nuestra América
, http://ideasfem.wordpress.com/
Saludos (Gabriela HT)