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Mujeres creadoras y rupturas históricas con la opresión*
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Mujeres creadoras y rupturas históricas con la opresión*
Francesca Gargallo Celentani
Para Gabriela
Huerta Tamayo, cómplice de miradas juguetonas sobre el arte de las mujeres
El feminismo mexicano ha contraído con
las mujeres artistas una de sus deudas más grande. Con todas ellas: artivistas,
escritoras, pintoras, grabadoras, escultoras, dramaturgas y fotógrafas. Ha
desvalorizado la trascendencia de su trabajo. No ha registrado los cambios de
mirada sobre la realidad que sus acciones propician. Ha olvidado que las
producciones estéticas son reales y por lo tanto influyen en la realidad
histórica, con sus cambios y permanencias. Y al hacerlo ha cercenado su propia
capacidad crítica, su radicalidad disruptiva, su potencial para incidir en los
elementos simbólicos que dan sentido a las acciones de una determinada
sociedad.
El inadvertido autoritarismo feminista
fue brutalmente descalificador de la producción de saberes, sentires y objetos
no utilitarios. Las feministas que peleaban el reconocimiento de derechos y
reconocimientos para las mujeres no se reconocieron en quienes producían
emociones, miradas para la visión histórica, formas de contravenir irónica o
afectivamente los sistemas de opresión. Organizadas en grupo, dándose nombres y
tareas, suspicaces hacia quien actuaba individualmente, las feministas
mexicanas desecharon los utensilios capaces de construir hábitos sensoriales,
tactos del mundo, cambios emotivos, autoconciencia y relaciones sensibles. Contradictoriamente con su afán de liberación,
mostraron cómo habían sido marcadas por ideas rígidas acerca de qué se le hacía
válido y qué no de la sexualidad, el estudio, la política y el trabajo. Sus
objetivos eran claros, urgentes y fundamentales y las diferentes lecturas que
el arte propicia de la realidad, en sus nada jerárquicas estructuras, les
parecieron peligrosamente poco prácticas, tendenciosamente dispersas. Y ello a
pesar de que el feminismo era fundamentalmente una performance de otro modo de
ser en las relaciones entre los sexos, una verosímil propuesta de convertir a
los ciudadanos abstractos de las leyes en mujeres y hombres concretos, con
concretas relaciones entre sí y con las instituciones.
La producción de arte, es decir de
objetos y de expresiones sensibles que actúan en la percepción de la gente que
accede a ellas, al no reportar ganancias políticas inmediatas ni explicitar
necesariamente un discurso de clases, fue marginado desde la década de 1970 por
un feminismo activista y universitario de impronta sociológica, que abandonó a
su suerte la transformación profunda de las pautas de relación entre mujeres y
entre mujeres y hombres y la construcción simbólica que inscriben en la
cultura.
Antropólogas, politólogas, abogadas,
periodistas, filósofas e historiadoras mamaron de las percepciones de actrices,
escritoras, pintoras y cineastas que, además, les brindaron su apoyo
entusiasta, aún en épocas en que el feminismo estaba francamente adormilado, por
ejemplo después de los golpes que recibió el sufragismo de fines del siglo XIX
y la participación de las mujeres en la Revolución, los sindicatos y los grupos
anarquistas. Si las mujeres hablaron desde la década de 1930 a la de 1970, por
lo menos en el mundo occidental y occidentalizado de América y Europa, fue por
boca de las artistas. Ellas mostraron el temor que enoja ante la figura
protectora en retratos de parejas desiguales y deformes, ellas denunciaron la
manipulación de sus expresiones en cuentos que delataban la educación a la
subordinación de sus vidas y sus cuerpos, ellas filmaron la solidaridad entre
mujeres diversas que se escondía bajo los mil pliegues de la cultura patriarcal.
Por supuesto, si pienso en qué pudo
empollar el estallido de las expresiones políticas y la vida doméstica,
finalmente vista como ámbito económico y de opresión, de las mujeres de
mediados del siglo XX me asaltan la memoria esas pintoras surrealistas que
tejieron redes de disconformidad sexuada entre México y Francia, entre las
refugiadas españolas de la Guerra Civil y las expulsadas de las filas
revolucionarias, entre esposas agredidas por la violenta presencia mediática y
económica de sus más famosos maridos y las rebeldes a los roles y etiquetas
sociales de su deber ser femenino.
Igualmente pienso en las escritoras de
novelas de formación, esos Bildungsroman
que desde todos los rincones de América permitieron entre Las memorias de mamá Blanca de la venezolana Teresa de la Parra
hasta La Flor de Lys de la mexicana
Elena Poniatowska, pasando por el más intenso y complejo de todos ellos, Balún Canán, de Rosario Castellanos, que
articula la opresión de la infancia con el racismo, rescatar las vidas de las
mujeres como creaciones de sistema, angustiosos artefactos de múltiples y
coordinados mensajes de supremacía masculina. Pienso en el cuento “La Sunamita”
de Inés Arredondo. Y pienso en ciertas poetas de denuncia de la rabia atenta,
de la educada frustración, del grito encubado y del deseo de vida a carne viva,
Alfonsina Storni y Enriqueta Ochoa, mucho antes en la inquieta salvaje Juana de
Ibarbourou, la individualista Delmira Agustini y la maestrita obediente
Gabriela Mistral. Poetas que indirectamente proponen la igualdad sexual de la
mujer y cantan sus pasiones contra la superficialidad del Modernismo,
describiendo la compleja red de educaciones/domesticaciones que la sociedad
impone a quien nació con genitales femeninos para convertirse en mujeres.
Nunca olvido que el feminismo en América
Latina avanzó por la red carretera de las revistas de mujeres construida desde
mediados del siglo XIX. En dicha red, amigas que se reunían en pequeños grupos
o se correspondían epistolarmente suspiraban en poemas, tanto porque el amor no
se le manifestaba según un ideal que no le era propio, como porque la injusticia
se le develaba en sus formas opresivas en todas las relaciones que establecían.
En esas revistas, que en ocasiones eran financiadas por el trabajo de las
mismas editoras, las primeras rebeldías al sistema que generiza a las mujeres
como inferiores fueron poemas, grabados, dibujos, reflexiones, consejos de
mujeres excluidas de las escuelas y las academias.
El feminismo de la liberación, movimiento
que revivió el deseo de libertad de la mitad de la humanidad en la década de
1970, en Nuestra América cuajó en acciones simbólicas acerca de los derechos
negados a las mujeres –pienso en ese megaperformance que fue en 1971 la primera
marcha al Monumento a la Madre exigiendo el derecho a una maternidad libre y
voluntaria, exactamente un 10 de mayo, celebración de la abnegación maternal al
sistema de consumo de personas y cosas. Una masa crítica de 40 mujeres irrumpió
con una acción directa el molde de la santa maternidad subyugada. Sobre la base
de los abortos pintados por Frida Kahlo, esos deseos de maternidad no
realizados porque deseos impuestos, deseos heredados que no pudieron encarnar.
Dieciocho años antes, el feminismo
estaba dormido, su fuerza moral exhausta, el grito de las mujeres silenciado.
Sin embargo, en 1953, Angelina Beloff, rusa egresada de la Academia Imperial de
Bellas Artes de San Petersburgo que desarrolló gran parte de su obra en México
luchando contra la sombra que echaba sobre ella la mole de su primer ex marido,
Diego Rivera; la grabadora guanajuatense Celia Calderón y su colega oaxaqueña
Vita Castro; la hoy casi desconocida y delicada pintora de temblorosas primeras
comuniones, madonas y bailarina Gloria Calero; la alemana nacionalizada
mexicana Olga Kostakowsky, mejor conocida como Olga Costa, hija de un músico y
amante y estudiosa de la pintura antigua mexicana y la continuidad y rupturas
de sus formas y colores en la pintura popular y culta de su tiempo; la
bailarina y escultora estadounidense Rosemonde Cowan Ruelas que empezó su
carrera de fotógrafa de viajes, pintora costumbrista, retratista y diseñadora
de joyas y vestuarios al llegar a México con Miguel Covarrubias, del que adoptó
el apellido para firmar como Rosa Covarrubias; la justamente alabada María
Izquierdo, dueña de un colorido, un uso muy propio de la composición y una
rabia expresiva que la habían llevado a ser la primera mexicana en exponer
fuera del país en 1930; la muralista Fanny Ravinovoch, nacida en Polonia y
nacionalizada Fanny Rabel, apasionada por el campo, la selva, el bosque y las
niñas y niños de México, país donde se asentó en 1942 y que amó hasta
ecológicamente; su maestra Frida Kahlo; la abstracta intelectual capitalina
Cordelia Urueta que interiorizaba las formas de la vida en colores oscuros que
se abrían repentinamente a la luz; Chabela Villaseñor, escultora en terracota
de origen jaliciense, pero formada por las escuelas populares de grabado de la
Ciudad de México, la educación rural, el muralismo y la canción vernácula, que
tras la muerte de su primer hijo se adentra en la expresión plástica de la
maternidad; la fuertísima Geles Cabrera cuya obra demuestra que la escultura debe
ser un alimento cotidiano para quien quiere fortalecer una comunidad y
comunicar el arte que la une; la hoy
casi desconocida Rosa Castillo entonces considerada la mejor pintora de
Jalisco; la poeta, escritora y pintora cordobesa Rosa Galán; y la escultora
Irma Díaz, quien produjo muy poco, organizaron
una Primera Exposición Colectiva de Artistas Mexicanas en el Salón de la
Plástica Mexicana, apenas cuatro años después de su fundación. Con ella
afirmaron sin remedo que existían y producían no sólo un arte propio sino el
lugar social de la afirmación de un mundo bisexuado con sus contenidos
plásticos y sus interpretaciones estéticas.
Algunas de las 15 expositoras habían
sido amigas de la italiana Tina Modotti y la francesa Alice Rahon, de la
primera muralista comunista mexicana Aurora Reyes y de la delicada grabadora
antifranquista María Teresa Toral, compartían el sentimiento de pérdida de la
española Remedios Varo, de reconstrucción de lo insólito real de la húngara Kati
Horna y la remitización del espacio vital de la inglesa Leonora Carrington. Todas
eran seguidoras de la Revolución Mexicana y tuvieron pasión por los legados
plásticos y arquitectónicos de las culturas históricas mesoamericanas. Sus
nacionalidades mixtas se afirmaban habiendo nacido del movedizo territorio de
la erradicación de la ciudadanía femenina por motivos políticos públicos, como
la Guerra Civil española o la persecución nacista, o por motivos privados, como
el matrimonio. La reivindicación (y afirmación) de su mexicanidad estaba dictada
por su calidad de creadoras ubicadas en un territorio que les brindaba la
posibilidad de enraizar y cierto orgullo de pertenencia a una colectividad, la
de las artistas mexicanas.
Muchas de las fundadoras del Salón de la
Plástica Mexicana en 1949 y todas las expositoras de la Primera Exposición
Colectiva de Artistas Mexicanas eran blancas o mestizas “blanquizadas”, como
llama la antropóloga Rita Laura Segato a las personas que hacen propia la
condición estética y los valores del grupo étnico-social dominante en los
países occidentales. Sin embargo, empezaban a cuestionarse sus lugares de
privilegio reivindicando la esteticidad de las artesanías, entendidas como
producciones artísticas populares de las mujeres y los hombres de los
diferentes pueblos y nacionalidades indígenas del país que las acogía.
La fealdad de la pobreza, la
dramaticidad de la maternidad secuestrada por la muerte y el poder paterno, la
comicidad del alcoholismo y la desesperación, entraban con fuerza en sus
imágenes, simbolizando una revolución ideológica y conceptual que, si bien
paralela a la revolución social que pintaban junto con sus compañeros hombres,
afectaba otro orden del mundo, el del privilegio masculino a la exclusividad de
la representación.
Como lo demuestra la presencia de 118
mujeres entre los 400 artistas miembros del Salón de la Plástica Mexicana hasta
hoy (17 de ellas fundadoras), la Primera Exposición Colectiva de Artistas
Mexicanas no fue sino un ensayo de agrupamiento para una manifestación plástica
colectiva centrada en una expresión sexuada.
Una historiografía alternativa a la de la
historia que evoca al artista universal, teóricamente neutro pero siempre
concretamente masculino, es decir una historiografía sexuada que descarta la
universalidad para abrirse a la multiplicidad de expresiones estéticas en los
países plurinacionales y clasistas de América Latina, revela fácilmente cómo la
protesta de las mujeres encarnó en generaciones sucesivas de artistas
plásticas.
Sin embargo, mientras se corría la
cortina que había protegido el discurso nacionalista de su carácter autoritario
y oficialista, y la muerte de Frida Kahlo opacaba la identificación del
surrealismo con el marxismo desde el subrayado de las connotaciones físicas del
mestizaje en un cuerpo de mujer mutilado y vaciado de reconocimientos sociales,
muchas artistas plásticas se asustaron frente a la hegemonía de las expresiones
nacionales optando por un rechazo de lo popular y lo figurativo. Algunas de
ellas llegaron a rehusarse a ser incluidas en el Salón de la Plástica Mexicana,
exactamente por su nombre, que incluía el adjetivo calificativo de la
nacionalidad en crisis.
Las nacidas en las décadas
posrevolucionarias, que se rebelaron contra las imposiciones figurativas y los
temas, los soportes y los tonos de la Escuela Mexicana de Pintura, tuvieron estallidos
de color en la abstracción más pura de lo concreto y narrativo de la vida, como
en la pintura de Lilia Carrillo, fundadora del grupo Generación de la Ruptura, o en subrepticias ampliaciones del espacio
vital mediante el empuje de tenues siluetas flotantes en geometrías insinuadas,
huellas que invaden el plano, bosquejos pastel de geografía perdidas, en la
obra de la anglo-mexicana Joy Laville. Sin embargo, tanto ellas como Helen
Escobedo, Marta Palau y Ángela Gurría, nunca entraron al Salón de la Plástica y
dudaron mucho antes de hacer públicas sus simpatías o antipatías con los
movimientos de mujeres. Rechazaban por igual el compromiso de abrazarse a la
nación y la autodeterminación sexual. No tenían ganas de ser interpretadas por
sus colegas hombres ni de descifrarse fijando nuevos estereotipos femeninos. La
libertad sexual, en cuanto revolución de las costumbres, las obligaba a asumir
cierta distancia del cuerpo histórico, del mito de sí mismas, intelectualizando
sus aportes como no lo habían hecho sus predecesoras, abocadas a la vitalista
expresión de su ser y estar, aunque, como escribió Elena Poniatowska, “pagaron
con su vida el alto precio de su talento y su singularidad”. (1)
Otras artistas, asumiendo discursos
plásticos que abarcaban el cine, la música y el dibujo casi coreográfico de su
cuerpo sexuado en movimiento, ingresaron en el mundo de la economía del arte,
como la fotógrafa Paulina Lavista, e hicieron del Salón de la Plática Mexicana
su espacio, resignificándolo. Por ejemplo, confrontaron los discursos adversos
a la sexuación del arte en nombre de su neutralidad patriarcal por parte de
muchos de sus colegas.
No se debe menospreciar el hecho que el
despuntar del feminismo puso fin a las miradas condescendientes de los pintores
hacia sus colegas mujeres. Al no ser reconocidos por ellas como sus protectores
o sus maestros, las llegaron a agredir públicamente con afirmaciones
despectivas hacia la capacidad de las mujeres de crear arte.
Beatriz Zamora, alquimista obsesionada
por el negro como basamento del inicio de la vida, fuerte de una resistencia
personal a la violencia doméstica, asumió la pintura total y ganó el Premio
Nacional de Arte en 1978, hecho que desencadenó la furia de sus colegas
hombres, quienes descolgaron su obra y la aventaron por la escalera cuando ella
iba saliendo del palacio. Se trató del primer cuadro negro de gran formato en
la historia del arte, ya que en esa época Pierre Soulage todavía no llegaba al
negro absoluto. Así que una mujer
mexicana desafiaba las convenciones de las paletas de todos los tiempos
con materiales de oscuridad astronómica… Los compañeros de los mismos talleres,
los camaradas de tertulias sobre el arte, aún su ex marido, no pudieron soportar
el reconocimiento que obtuvo.
Paralelamente, la estadunidense
mexicana, de madre rusa y padre alemán, Mariana Yampolsky embrazó la cámara
fotográfica tras asumir la importancia del arte popular, como testimonio de
culturas intersecadas, después de haber sido la primera mujer en participar del Comité Ejecutivo del Taller de Gráfica Popular. En
1960 publicó Lo efímero y lo eterno
del arte popular mexicano, junto al
fotógrafo Manuel Álvarez Bravo,
marido de su maestra en la Academia de San Carlos,
doña Lola Álvarez Bravo, y poco
después realizó una primera exposición en
la Galería José María Velasco. Por su estetización de lo evidente, la suavidad de
la recuperación de espacios habitados con desamor, la luz abierta hacia los
lados de la imagen, la fotografía de Yampolsky condensa una nada tímida critica
a lo masculino dominante; de hecho, no sólo es una fotógrafa recuperada por las
artistas feministas que, una década después, deciden afirmarse desde el
performance, como Mónica Mayer, o desde la fotografía, como Lucero González,
sino que personalmente se reconoce políticamente feminista.
Una actitud semejante,
aunque aprendida en una casa de mujeres que reivindicaban una propia educación
femenina y llevada al mundo mixto, fue la de la grabadora
Andrea Gómez, nacida en la Ciudad de México el 19 de noviembre de 1926, y de
quien la escritora Elena Poniatowska subrayó la filiación feminista
revolucionaria: "Siendo aún una niña, su familia se fue a vivir a Morelia
donde Andrea inició sus estudios en la Facultad de Bellas Artes de la
Universidad de San Nicolás. Su abuela, doña Juana Belén Gutiérrez de Mendoza,
escritora revolucionaria conocida y dueña de una imprenta, la introdujo al
mundo del arte. En 1940 regresó a la Ciudad de México a estudiar a la Academia
de San Carlos, conociendo a Chávez Morado con quien estudió litografía, además
de hacerse muy cercana de Mariana Yampolski, quien la invitó a integrarse
al Taller de Gráfica Popular”. (2)
Germaine Gómez Haro llama a las artistas
plásticas mexicanas “una constelación de implacables buscadoras”. (3) En
efecto, transitaron de la pintura, la escultura, el grabado y la fotografía,
acompañando o dirigiendo revueltas sociales y artísticas, hasta apoderarse de
nuevos medios. Acompañaron el estallido callejero y movimentista de las
mujeres, en las décadas de 1970 y 1980, utilizando performances, instalaciones
y videos para adaptar todo espacio al golpe que iban a asestar a la imagen
femenina construida desde fuera de sí mismas y sus deseos.
El Salón de la Plástica Mexicana, como proyecto de promoción oficial del arte
contemporáneo producido en el país, es y era también un proveedor de obras para
el mercado. Con ellas, por ejemplo, año con año, acrecienta el acervo del
Instituto Nacional de Bellas Artes. Como tal es un productor de ideologías de
la mirada, un educador de opiniones. Éstas en un principio fueron muy reacias a
las expresiones sexuadas de las artistas feministas. Dinero y reconocimiento
son dos herramientas de la autoridad y no estaba previsto proveer de ellas a
mujeres que desconocían de golpe y porrazo la obligación de seguir los
lineamientos del arte que por siglos las había marginado. De hecho, el Salón
representa un colectivo que aún hoy en su página oficial del Instituto Nacional
de Bellas Artes sólo publica el nombre de una mujer entre sus fundadores, por
supuesto Frida Kahlo, la gran opacadora de sus contemporáneas, construida por
una crítica que arrebató su legítimo reconocimiento artístico a historiadoras
del arte como Raquel Tibol y Erika Billeter , la insoportable Frida fagocitadora
de las otras expresiones de un ser en busca de ginecocracia (y eso a pesar de
que la guatemalteca Rina Lazo está todavía viva y es una de sus 52 fundadores).
El Salón de la Plástica Mexicana a principios de la década de 1980 no sólo no
sabía cómo catalogar un performance, arte en que el medio es el cuerpo mismo de
la artista, o una instalación cuyos elementos desaparecían al ser desmontada,
sino tenía dificultad en entender que la intervención visual reivindicada por muchas
artistas era ideológicamente bastante cercana al muralismo, movimiento que
plasmó su concepción de los derechos a la libertad y la educación en los muros
de edificios públicos.
Muchas mujeres lo
desertaron o simplemente no se acercaron a él, aunque otras decidieron quedarse
o aceptar su tardía invitación, porque como dice actualmente la queretana Flor
Minor, dueña de un dibujo y una capacidad técnica que le permiten resaltar en
el grabado como en la escultura, y aún en el óleo sobre tela, los esfuerzos físicos de cualquier anatomía e
instalar en el bronce, materialmente, los volúmenes de hombres, minotauros y
sisifos continuamente en proceso de desembarazarse de todas las condiciones de
aprisionamiento, “es un honor estar y pertenecer. Me gusta reconocerme en el
arte que agrupa a quienes aquí lo hacemos”.
Como Flor Minor, otra
artista que hoy se esfuerza constantemente para contrastar los materiales con
sus imágenes de sentimientos y de concretas vivencias colectivas -el mestizaje
en el metro de París, el amor, los animales que sufren los embates de la crisis
ecológicas-, la pintora Gabriela Arévalo, afirma que estar en el Salón de la
Plástica Mexicana es una afirmación de pertenencia al arte que se hace desde
una tradición que es capaz de transformarse a sí misma.
Sin embargo, las
iniciadoras del arte acción feminista en la década de 1970 y principios de 1980
se desinteresaron por la materialidad de la obra que las hubiera volcado a
adscribirse a una estética que les avivaba el rechazo que lo tradicional
provoca en quien sostiene el valor de la ruptura. Por ejemplo, ninguna de las
performanceras citadas por Mónica Mayer –rescatadora del significado feminista
y de la historia mujeril de las artistas plásticas de su generación y
subsiguientes ante la falta de interés de las estudiosas feministas en la
acción visual que transgrede los límites de los cuerpos generizados por el patriarcado
y la cultura de opresión que producen-, ni una sola de las miembras de grupos
artísticos feministas estudiados en Rosa
Chillante. Mujer y performance en México es miembra del Salón.
Tampoco buscaron cobijo
ahí las travesuras creativas de una poeta, Carmen Boullosa, y una pintora
Magali Lara, cuando hacían sus libritos caseros a cuatro manos y dos lenguajes,
dibujando y caligrafiando sus historias acerca de brujas, gigantas y enemigas
que construían sus refugios con escobas y flores. Yo tengo tres de estas
historias porque me las regaló la más sutil y propositiva analista de la
literatura de mujeres escrita durante el siglo XX latinoamericano, Aralia López
González, feminista cubano-mexicana, quien en 1984 fundó en el Colegio de
México el Taller de Teoría y Crítica Literaria que llevara el nombre de la
poeta antimperialista panameña Diana Terán. Constructora personal de la patria
grande latinoamericana, Aralia López buscó leer en la literatura las
reflexiones emotivas del feminismo e hizo de la crítica literaria un
instrumento de liberación de las mujeres atrapadas en esas “bellomanías” denunciadas
por Juan Acha, que regían también la escritura de academia. Siendo
extraordinariamente generosa y conociendo mi amor por la plástica y la poesía,
Aralia con un regalo logró poner en circulación las propuestas de un colectivo
muy virtual de mujeres (tan virtual que muchas afirmarán que no existe),
abonando a la posibilidad de existencia de un “nosotras las artistas”, un
sujeto colectivo en el cual las individualidades no se diluyen.
Ahora voy a intentar
una breve reflexión a la manera de Aralia López sobre algo de lo cual ella no
se ocupó: la recepción de las obras plásticas de las mujeres por las mujeres. (4)
Pienso, en efecto, que la escasez de análisis de la obra y
del impacto de la obra de las artistas que producen en México está en flagrante
contradicción con su importancia. Y veo como los feminismos mexicanos trataron
a las artistas, cuando mucho, como acompañantes. La ceguera que el paño de la
mirada individualista y patriarcal ha provocado a los ojos de las feministas,
les impidió no sólo acercarse a lo que no podían descifrar con el simple
lenguaje de la militancia y las consignas de igualdad y no violencia, sino a
rebajar a las artistas. Nunca vieron en ellas las incómodas, las señaladoras,
las delatoras del malestar de vida que engendró la más importante ruptura de la
historia moderna, la ruptura con el paradigma cultural del patriarcado, que
identifica al hombre con lo humano y a su producción con la totalidad de los
discursos del ser y el estar en el mundo.
Sin embargo, el feminismo ha creado un
espacio nuevo para la vida, la producción y la aceptación de la sensibilidad de
las mujeres artistas. Las feministas que viven y producen en los pueblos originarios
de América afirman que leer políticamente y desde una mirada no racista la idea
de complementariedad implica reconocer que inevitablemente todo pueblo, toda
organización social, comunidad o estado está compuesto por un 50% de mujeres.
Paralelamente, los reajustes de la economía globalizada han empujado las
fronteras de la pobreza y la riqueza por encima de la jerarquía de géneros y
las prácticas feministas de grupos y colectivos de reflexión/producción se han
convertido en las nuevas escuelas estéticas de los barrios de las ciudades. En
las cárceles sobrepobladas de los sistemas de criminalización de la protesta y
la segregación de la diferencia, son artistas las mujeres que como Lorena
Méndez y los hombres del colectivo que fundó, ahondan en las prácticas de
“educación feminista” para la reapropiación de las propias emociones. La Lleca
es, por lo tanto, un colectivo mixto feminista que hace del performance una
acción afectuosa de sustitución de vidas secuestradas a los afectos por la
cárcel.
En este clima se está dando también una
recuperación de la calidad revolucionaria de
la actividad pública, disruptiva, transformadora de pintoras,
narradoras, poetas, escultoras, grabadoras, cineastas, videastas,
performanceras, fotógrafas, pues su labor constante ha socavado el sustento simbólico
del monólogo masculino en la cultura occidental.
Hoy sabemos que desde la lírica de Safo
y su escuela de mujeres en la isla de Lesbos, durante el siglo VII antes de la
era cristiana, hasta los cantos de las mujeres de Chalco, en el siglo XIV mexicano,
desde los retratos y las tallas de Iaia de Kyzizos, pintora romana del siglo I,
hasta el teatro de Roswitha von Gandersheim, en la Alemania del siglo XIII, y hasta
los tapices de las anónimas reinas y aristócratas del norte de Francia del
siglo XV y los tejidos exclusivamente femeninos del pueblo maorí en el siglo
XX, las expresiones artísticas de las mujeres han reflejado resistencias a la
dominación de una mitad de la humanidad sobre la otra. Notorio es que a Iaia,
por ejemplo, la contrataban mujeres patricias,
mucho más independientes y poderosas de lo que hoy las imaginamos. Poetas y
bordadoras, cantantes y tejedoras, calígrafas y muralistas, pintoras como la
prolífica Artemisia Gentileschi, se mantuvieron en las cortes y en las ciudades
gracias a la preferencia que otras mujeres manifestaron por sus obras.
En México hoy los
diversos discursos plásticos han erigido el reconocimiento a la humanidad
sexuada, al cuerpo que es y piensa desde sus concretos atributos de percepción
sensible de la realidad. Nadie es neutro, ergo su expresión no puede serlo. Por
supuesto esta afirmación no tiene nada que ver con los calificativos del deber
ser de dos “géneros” de personas impuestos por el sistema de opresión
patriarcal: la dulzura, la fuerza, la suavidad de trazo, la contundencia del
color no son atributos de algo que se supone femenino o masculino y que el arte
feminista ha contribuido a desestabilizar.
Pocas esculturas más fuertes que las de
la muy amable Flor Minor y pocas tan livianas como las de Juan Soriano, por
ejemplo. La ironía autobiográfica de ciertas impresiones de Gabriela Arévalo
recuperan el cuerpo tanto como las acciones de arte de las perfomanceras que
pusieron su cuerpo en escena durante efímeros momentos de crítica y juego.
En este sentido de degeneración y
construcción de una humanidad sexuada puede leerse el reciente reconocimiento
(abril de 2013) de instituciones públicas como la Lotería Nacional a la
trayectoria de las pintoras Aurea Aguilar,
Guillermina Dulché, Irene Becerril, Rosa María Vargas y Ana María Santibañez. O que, en el marco de su trabajo para acabar con
la violencia en el noviazgo y en las relaciones de estudio y de trabajo entre
mujeres y hombres, el Instituto Politécnico Nacional haya llevado a cabo
numerosas exposiciones en los últimos cinco años, presentando las obras de 558 hombres y de 621 mujeres en el Centro Cultural “Jaime Torres Bodet” de
Zacatenco. O que en el propio
Salón de la Plástica Mexicana, en febrero y marzo recién pasados, se haya
organizado la exhibición Mujeres del Salón de la Plástica Mexicana, conformada por más de 25 obras en pintura, escultura,
fotografía e instalación de Geles Cabrera, Luz María Solloa, Myriam de la Riva,
Olivia Guzmán, Rosa María Alfonseca, Silvia Barbescu, Guillermina Dulché,
Eliana Menasse, Deyanira África Melo, Carmen Castilleja y Aliria Morales, para
abordar la cultura del México posrevolucionario y desarrollista, de la crisis
nacionalista y del librecomercio, con sus contradicciones y discursos visuales
diferentes, aunque las mujeres representen apenas el 30% de los miembros del
Salón. Si la
escultora oaxaqueña Deyanira África Melo reclama el derecho a poetizar la vida y
subraya la función pública de una obra abierta -torso de mujer real,
intervenciones sobre papel, uso de la terracota y el bronce-, la grabadora Rosa
María Alfonseca hace de la claridad expresiva y la ayuda mutua valores
artísticos en el intercambio con un alumnado mixto en La Esmeralda. Aurea
Aguilar pinta las ausencias que marcan la historia personal, la muerte que
construye vacíos y permite la memoria, recuperando la epopeya de una humanidad
a la que urgen cambios. La pintora Luz María Solloa recupera la fuerza de los
cuerpos de pie o abrazados sobre sí mismos que, en dimensiones contundentes, le
significan el propio derecho a una vida digna.
Si bien existe hoy un cansancio por la definiciones
axiomáticas de qué es y qué debe ser el arte (y un cierto sentido del ridículo
por la figura del maestro que las emite sin dudar de ellas) es un hecho que la
huella dejada por las artistas en las más de seis décadas de vida del Salón de
la Plástica Mexicana está siendo reconocida por todas las escuelas de arte.
Ellas hoy organizan su discurso visual desde su
cuerpo, sin préstamos patriarcales. Si entran en diálogo con pintores hombres, les re-significan
la realidad con denuncias plásticas de la violencia cotidiana, en concordancia
y tan fuertes como las que desde la literatura erigen novelistas del calibre de
Cristina Rivera Garza y Lolita Bosch. Sus acercamientos a lo bello y lo
sensible, lo monstruoso, lo aterrador y lo que engendra esperanzas revisten la
demanda al ejercicio de la propia voluntad.
Ciudad de México, 3 de agosto de
2013
NOTAS
* Conferencia presentada en el IV
Coloquio de arte del Salón de la Plástica Mexicana. Mujeres del Salón de la
Plástica Mexicana 1949-2013, en la sede del Salón de la Plástica Mexicana:
Colima 196, colonia Roma, Ciudad de México, el 3 de agosto de 2013.
El audio de la participación en vivo: MP3- 53.6 MB / OGG - 30.1 MB [Las 4 participaciones del Coloquio pueden escucharse/descargarse a través de: http://archive.org/details/IvColoquioDeArteDelSalonDeLaPlasticaMexicana-MujeresDelSalonDeLa_200]
(1) “Las artistas olvidadas que hoy
rescata el National Museum of Mexican Art”, en www.museodemujeres.com/matriz/biblioteca/012_artistas_olvidadas.html
(4) Para una probadita de las
reflexiones de Aralia López, la
introducción a un libro colectivo que coordinó: Sin imágenes falsas, sin falsos espejos. Narradoras mexicanas del siglo
XX, Colmex-PIEM, México, 1995.
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