viernes, 13 de diciembre de 2019

Descolonizar y desterritorializaciónr el amor romántico. Una propuesta civilizatoria

Descolonizar y desterritorializaciónr el amor romántico.
Una propuesta civilizatoria
Norma Mogrovejo

La sexualidad y los afectos en la agenda feminista
En los 70, Gayle Rubin manifestaba que era el momento de hablar del sexo, como categoría explicativa de la desigualdad entre hombres y mujeres, lo que dio lugar a que el feminismo centrara el análisis en los efectos de dicha desigualdad: la violencia. Algunos feminismos construyeron su agenda en el reclamo al Estado, leyes que penalicen la violencia. La mayoría de países logró leyes por una vida libre de violencia para las mujeres, que muchas veces resultaron contraproducentes para las víctimas y un recrudecimiento de las expresiones de la violencia, algunas corrientes feministas cuestionaron la agenda que orientaba sus esfuerzos a los efectos pero no a los orígenes del problema: las relaciones entre hombres y mujeres que organiza lo social, lo político y lo económico de manera jerárquica.
El amor organiza jerárquicamente lo social (por sexo, género, raza, clase, edad), por lo que implica un Régimen Político obligatorio y colonizante, usado por los Estados-Nación para el control social, político, económico e ideológico de las mujeres. Utiliza las estrategias de la colonización porque se vale de la falsa conciencia para que las personas asuman como libres elecciones, decisiones condicionadas.
Con base en diversos mitos, que convierten a las personas en seres carentes y dependientes emocionalmente, el amor organiza lo social generando una materialidad económica, funcional al sistema capitalista sobre los cuerpos, la sexualidad, el trabajo y la movilidad de las mujeres. Ese sistema hegemónico usa los celos como estrategia de violencia para mantener el dominio y la obediencia, de tal manera que impone un estado de terror: violencia física, sexual, feminicidios, trata de mujeres y muchas formas de torturas y vejaciones para mantener el dominio patriarcal. Primero las enamoran y luego las someten. La fórmula parece simple pero el amor romántico hace uso de diversos dispositivos: la heterosexualidad, la monogamia, el romanticismo, la construcción del deseo erótico y el deseo de ser madre, se imponen de manera colonial bajo la forma naturalizada de la familia nuclear y por tanto se convierten en obligatorias. Curiosamente el romanticismo imprime en cada uno de los dispositivos un halo de encanto, que hace sentir a las mujeres ser protagonistas de novela cuyo happy end es el matrimonio, el opio del que habla Millett (Falcón, 1984:1), así el amor se convierte en una trampa y un engaño para las mujeres.

Amor y eros en la era antigua y el cristianismo
El amor es un concepto occidental, cuyos orígenes griegos hacen referencia a Eros en su acepción fundacional. Los mitos tienen para Platón una función pedagógica para alcanzar y fijar conceptos de verdad, belleza y perfección, asociados a eros, que han sido abrazados por la filosofía occidental y la epistemología eurocentrada.  Aparecen como ciencia, universal, necesaria e irrefutable. Así nos llegan los conceptos del amor, ligados a una verdad pura, el amor verdadero”.
En el Banquete (380 ane), Eros es un personaje que refiere al deseo de subsanar la carencia. Conocido como el mito del andrógino, el relato de Aristófanes ha servido para “explicar” la atracción entre los sexos: los seres humanos eran unidades circulares, perfectas, completas, que al desear ser como dioses. Zeus los castiga partiéndolos en dos, y desde entonces cada mitad busca su otra parte (Platón, 1875: 319-325). Eros, o la atracción erótica, designa seres carentes, cuya complitud sólo es posible en la fusión, ahora conocida como la media naranja. Este mito enseña que la carencia del amor es vivida como soledad o imperfección y que la felicidad sólo es posible en una relación no de autonomía, sino de amalgama, definida como “amor verdadero”.
Platón afirma que el amante tocado por Eros, busca la belleza, a la que se puede llegar sólo mediante el alma en un mundo inteligible despojada del cuerpo, y que en ese mundo reina la idea de bien (perfección). Denisse Rougemont afirma que la concepción del amor en Platón relacionada con la Belleza, entendida como la esencia intelectual de la perfección increada, era la idea misma de toda excelencia. La influencia del platonismo como cultura occidental nos ha conducido a una terrible confusión: la idea de que el amor depende ante todo de la belleza física. (Rougemont, 1939: 76-85). El amor mismo es sinónimo de belleza y por tanto de perfección. En la práctica, el modelo de belleza refería a cuerpos jóvenes atléticos y sin discapacidad, belleza y perfección.
Verdad, belleza y perfección conceptos fundamentales de la filosofía occidental, fijaron un ideal regulativo del amor, que exacerbó las ficciones de la complementariedad de los sexos y la exclusividad sexo-afectiva que rige a nivel global, los intereses de la economía romántica del amor. Los intereses patriarcales de la economía hegemónica, a lo largo de la historia, impusieron una organización social familiar que reguló los afectos  a partir del amor impuesto o el amor “elegido”, usando para ello, la disciplina de la violencia o la falsa consciencia.
En la alta edad media, bajo la herencia romana y germánica, el matrimonio no era un acto individual, sino un asunto de política familiar, comprendía parientes, viudas, jóvenes huérfanos, esclavos, sobrinos etc. Todos bajo el dominio de un varón, jefe del linaje. Esta familia amplia vivía bajo el mismo techo en situaciones de incesto, hasta que la Iglesia convertida en patrimonio de príncipes y clases dominantes se impuso a la fuerza a todos los pueblos de occidente. Prohibieron entre los siglos VI y IX  las asociaciones comunitarias porque limitaban pactos económicos de intercambio de mujeres. Impusieron un nuevo tipo de estructura familiar que llegará hasta nuestros días, el 'grupo unitario corresidencial' formado por una pareja y su descendencia directa (hijos y nietos). Pese a todo, las viejas creencias paganas sobrevivieron, aunque reprimidas en clandestinidad.
Durante la Edad Media la iglesia aglutinó tierras, convirtiéndose en un pilar fundamental para cualquier estado y sociedad. Los clérigos pasaron a ser los consejeros espirituales y morales, siendo los únicos capaces de marcar la diferencia entre el Bien y el Mal, tanto en lo relativo a fenómenos meteorológicos, salud, hasta en los espacios privados, relaciones familiares, de pareja, así como las prácticas sexuales.
El matrimonio fue impuesto como un sacramento instituido por Dios, una afirmación de verdad irrefutable que implicaba regulaciones jurídicas. El principal objetivo de las altas esferas eclesiásticas, fue acabar con las tradiciones provenientes de los bárbaros como el concubinato, la infidelidad y el adulterio, que al no tener instituido el matrimonio, podían (los hombres) unirse y separarse libremente. Con el matrimonio, la iglesia ejercía control minimalista en la organización social, dando funciones a cada cónyuge -la privada para las mujeres, la pública para los hombres-. Se prohibieron las relaciones homo-eróticas, tradición proveniente del mundo clásico, al mismo tiempo que se imponía la heterosexualidad, bajo amenaza de excomunión. Los mayores castigos y penitencias por adulterio fueron impuestos a mujeres, convirtiendo al  marido en el garante del cuerpo de su mujer. Un marido podía repudiar a su mujer en caso de adulterio, pero una mujer no podía pedir el divorcio, porque eso significaba forzosamente que había sido adúltera. La iglesia logra imponer en el siglo X como verdad absoluta, la monogamia y la indisolubilidad del matrimonio; primero entre la gente llana y luego entre la nobleza, aunque en la práctica, la poligamia siguió existiendo (Molina, s/f). Se despojó a la sexualidad de todo goce o disfrute, para darle una finalidad meramente reproductiva. La iglesia se convirtió en sexófoba.
El sacramento del matrimonio bajo el cristianismo imponía fidelidad, difícil de cumplir para los paganos, quienes conversos a la fuerza, mantuvieron sus costumbres y doctrinas secretas. La literatura de los trovadores del siglo XII elaboró una mística del amor desgraciado, insatisfecho a perpetuidad, que enaltece el amor fuera del matrimonio imposible de concretarse debido a las  alianzas económicas que imponían los matrimonios, simple unión de cuerpos. Es así como el amor-pasión se propagó muy aprisa bajo el nombre de “amor cortesano (Rougemont, op cit). Los Juglares cantan la pureza del amor imposible, una verdad en resistencia.

La guerra contra las mujeres
Debido al grave descenso de la población en el siglo XV causada por enfermedades contagiosas que fueron llevadas incluso a América, tanto la Iglesia como el Estado entendieron la importancia del papel de las mujeres para la política poblacional en su función reproductiva de nuevos trabajadores, por lo que introdujeron estrictas formas de vigilancia del embarazo y la maternidad,  e instauraron la pena capital contra el infanticidio (cuando el bebé nacía muerto, o moría durante el parto, se culpaba y ajusticiaba a la madre). Acusadas de pactos con el demonio para ritos infanticidas, fueron enjuiciadas como brujas y quemadas vivas en toda Europa más de 200 mil mujeres. El control del Estado sobre el cuerpo de las mujeres, al criminalizar su capacidad reproductiva, su sexualidad, conocimientos y habilidades en torno a la reproducción (las parteras y las ancianas fueron las primeras sospechosas),  devaluó su trabajo como actividad económica independiente y las colocó en una posición subordinada a los hombres. Federici afirma que este control de la reproducción de las mujeres en la Edad Media, al que denomina “guerra contra las mujeres” se asocia con la nueva concepción que el capitalismo ha promovido del trabajo. Los cuerpos de las mujeres son entonces vistos como máquinas para la producción de fuerza de trabajo y en consecuencia para la acumulación de capital.
La caza de brujas sirvió como una pedagogía disciplinadora para las mujeres y la población, quienes iniciaban una resistencia contra las transformaciones que acompañaron el surgimiento del capitalismo en Europa, esto es contra la destrucción de la tenencia comunal de la tierra; contra el empobrecimiento masivo, la inanición y la creación de un proletariado sin tierra, empezando por las mujeres más mayores.
La Iglesia y el Estado también buscaban con la caza de brujas quebrar el enorme poder y respeto que ejercían las mujeres devaluando su rol social en la comunidad, para transformarlas en brujas aborrecidas por la población. La caza de brujas fue una pieza clave del desarrollo histórico de las sociedades occidentales que desembocó en el surgimiento del modo de producción capitalista en el que todavía nos hallamos inmersos, al encargarse de asignar a las mujeres un lugar en la reproducción del mismo (como buenas esposas y madres, imponiendo una “maternidad forzosa”, debilitar la solidaridad de clase (enfrentando a los proletarios entre sí, haciendo que una mitad desconfiase de la otra) y disciplinar a una población que desconocía hasta entonces la dinámica laboral capitalista. Es importante añadir que la caza de brujas en los siglos XVI y XVII fue también exportada a las colonias y fue un elemento imprescindible para instaurar el sistema capitalista moderno, ya que cambiaron de manera decisiva las relaciones sociales y los fundamentos de la reproducción social, empezando por las relaciones entre mujeres y hombres, y mujeres y Estado (Federici, 2010: 253-314).
En su libro Revolución en punto cero. Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas, Federici afirma que no existe modo de producción capitalista sin reproducción de la fuerza de trabajo, y este trabajo es realizado mayoritariamente por las mujeres, quienes también están siendo explotadas por el capitalismo, como trabajadoras con salario, y como mujeres al asignarles un lugar en la crianza, el cuidado y el mantenimiento de esa misma fuerza de trabajo. El “lugar” metafórico que ocuparían las trabajadoras en el capitalismo sería el de trabajadoras (en la producción) y como de madres/esposas (de reproducción). Y este lugar metafórico se correspondería con un lugar físico: el hogar, donde las mujeres cuidarían, limpiarían y cocinarían para sus maridos, pero también parirían, alimentarían y criarían a sus hijos, todo bajo el argumento del amor. Este “trabajo doméstico no pagado” (en palabras de Federici) sería una súper-explotación de las mujeres, de la reproducción del orden capitalista que Marx, por ignorancia, ceguera o sesgo, no habría sido capaz de ver. El trabajo no pagado que realizan las mujeres en el capitalismo, en palabras correctas significa, trabajo esclavo y es sublimado por el amor. El matrimonio cumple la función fraudulenta de mantener encerradas a las mujeres bajo la falsa conciencia de haber sido una libre elección. Construido como la mayor aspiración para las mujeres, la institución matrimonial les otorga prestigio y sentimiento de complitud. Las mujeres llegan al matrimonio por amor y por amor realizarán los trabajos domésticos de manera gratuita, fórmula perfecta para la explotación capitalista (Federici, 2013: 153-180).
      
La colonialidad del amor
Los procesos de colonización en el Abya Yala se constituyeron como empresas económicas y financieras con el fi­n de someter, dominar, despojar, sustraer los bienes naturales, culturales, materiales y simbólicos de los pueblos conquistados, con fuerza de trabajo gratuita de indígenas, negros esclavizados y mujeres, la expoliación de dichos territorios y la vida de las personas colonizadas para el enriquecimiento de los colonizadores, lo que dio origen al capitalismo colonial moderno. Para Anibal Quijano la colonialidad del poder marcó fundamentalmente la división internacional de trabajo con base en el color de la piel, lo que legitimó la calidad de humanidad para los blancos quienes podían recibir salario y privilegios; y la explotación de indígenas y esclavos negros a quienes se les negó su calidad de humanidad, lo que justificó su explotación hasta la muerte (Quijano, 2014: 1-57). Esto permitió la imposición de un pensamiento como única forma de conocimiento válida y científica, a la que diversos autores denominan epistemología eurocentrada, que desconoció la legitimidad de cualquier otra forma de conocimiento a la que calificaron como creencia, superstición o folcklore (Grosfoguel, 2006: 1-30).
La acumulación capitalista que tuvo su origen en América, como lo sostiene Federici, no hubiera sido posible sin la función reproductora de las mujeres, pero para que esto fuera posible, afirma María Lugones, enmendando a Quijano, la colonialidad del poder se impuso mediante los actos de violación a las mujeres para el entendimiento heterosexual, la imposición del  género, el binarismo y la monogamia. La violación sexual, la primera forma de apropiación territorial del cuerpo de las mujeres fue usada como disciplinamiento no sólo de las mujeres, sino de la comunidad en general, que además sirvió para desarticular los lazos comunitarios (Lugones, 2010: 1-13). Segato plantea que la imposición de la nuclearización de la familia sirvió para desarticular la vida comunitaria de los pueblos originarios y la politicidad del mundo doméstico que no era íntimo y ni privado, porque incidía en la vida comunitaria. La nuclearización transformó la vida de las mujeres como sujetos minorizados, que pasaron a ser parte de la propiedad de los hombres colonizados, con quienes los colonizadores negociaron, para reducir la movilidad de las mujeres e imponer las reglas del género de la colonial modernidad en favor de la acumulación capitalista (Segato, 2010:1-30).
De haber sido responsables de la organización comunitaria, la salud, educación, alimentación, las mujeres del Abya Yala fueron reducidas a la privacidad de la familia nuclear como parte del patrimonio de los hombres y la economía capitalista, condición necesaria para la organización social del capitalismo colonial moderno. El lugar de la mujer como objeto de explotación sexual, laboral y reproductivo bajo la vigilancia de un marido, sirvió para que el plusvalor del capitalismo permitiera acumular ingentes cantidades de riquezas. A partir de entonces los matrimonios de conveniencia impusieron a las mujeres el lugar de objetos domésticos y sexuales.
Será a partir del siglo XIX con la difusión de los proyectos independentistas y republicanos del Estado-Nación, de búsqueda de libertad y de ciudadanía, que la conformación de las familias marcará un cambio debido al surgimiento del concepto del Amor Romántico, ligado a la sexualidad y el matrimonio. Sin embargo, la ciudadanía como todo valor occidental moderno, era un bien únicamente masculino que los convertía en sujetos, mientras que el amor reafirmaba en las mujeres su calidad de objetos de deseo. Para Gualano, pese a todo, el amor romántico fue una revolución en su momento histórico, porque marcó el fin de las alianzas de pareja basadas en acuerdos económicos. Si bien hombres y  mujeres podían elegir a quién amar y con quién unirse en matrimonio, esta nueva asociación responderá a los intereses de una sociedad capitalista que requiere enfatizar el individualismo que excluye otro tipo de alianzas fuertes de afecto (Gualano, 2018: 1) y centraliza la felicidad en el consumo como verdad de Perogrullo.
En la ilusión de una libre elección y bajo la sumisión masculina, las mujeres dentro del matrimonio realizan trabajo doméstico gratuito y reproducción biológica. El amor se convirtió en el dispositivo endulcorante de la violencia. Así pues, la colonialidad re­fiere no solo a la manera en que un poder actúa desde fuera produciendo dominación, sino que es enseñado y aprendido, e instalado en la subjetividad de los grupos sometidos de manera que terminan asimilándolo y aceptándolo como válido y como propio.

El amor es tormento romántico
Coral Herrera nos advierte que la cultura amorosa occidental que conocemos, es hija de la gran ola romántica del siglo XIX. Heredero del amor cortesano o amor-pasión, el amor romántico sella la verdad del sufrimiento, es tormento continuo, idea de que la muerte eleva espiritualmente (Rougemont, ob. cit.). Coral Herrera denomina “masoquismo romántico” al amor vinculado al drama, al desgarro, por aquello de “quien bien te quiere te hará sufrir”: Cuando el modelo del amor romántico y los mitos que de él se derivan falla (casi siempre), se traduce en violencia contra las mujeres (Herrera, 2010: 1-4).
En el siglo XX se instaura el estereotipo de la mujer buena, abnegada y entregada por completo al amor y con el desarrollo de la globalización y los medios de comunicación de masas, el romanticismo se extendió por todo el planeta gracias a la industria cinematográfica de Hollywood y sus happy end, representados a través de la boda (el día más importante en la vida de una mujer) y con la prensa del corazón: literatura “rosa” y fotonovelas que inundaron el mercado cultural, difundiendo a gran escala el ideal romántico femenino, las virtudes de la fidelidad, la virginidad, la imagen de la “mujer Cenicienta” que espera la llegada de un hombre extraordinario que la desposará (Herrera, ob. cit.).
En la actualidad, el romanticismo sigue siendo tan importante para las mujeres porque ofrece, en forma de mitos y relatos, una especie de utopía libertaria, un ideal de pareja igualitaria para siempre e incondicional, perfecta, bella y verdadera. A pesar de la independencia económica que muchas mujeres tienen, vida social intensa y éxito en su desarrollo profesional, todavía se sienten incompletas sin un hombre al lado. El amor romántico se ha convertido en “el modelo” de relación amorosa que fundamenta el matrimonio monógamo y las relaciones de pareja, como unidad económica para el consumo desenfrenado: ceremonias religiosas, lunas de miel, industria inmobiliaria, restaurantes, tiendas de regalos, joyerías, agencias de viajes, floristerías, la banca hipotecaria, y una larguísima lista de empresas que acompañan los procesos amorosos de las personas y se benefician económicamente (Herrera, ibídem.).
Esta dependencia de las mujeres al amor y los hombres ha incrementado los niveles de violencia más desalmada en contra de ellas. Coral Herrera da el nombre de  guerra mundial contra las mujeres, a los números escalofriantes de asesinatos, violaciones desapariciones, secuestros, abusos sexuales, acoso callejero y laboral que sufren las mujeres y las niñas de manera impune, en América Latina, Asia, África, India y la China; la guerra más larga y cruel de la historia, donde sólo hay un ejército. Las matan en casa, y nadie lo ve. Sus agresores y asesinos son maridos, novios, pretendientes, ex novios, que dijeron amarlas. Afirma tratarse de un genocidio lento y constante, donde están implicados muchos hombres: policías, jueces, periodistas, y todos los que colaboran con el patriarcado para justificar la misoginia, cosificar a las mujeres, romantizar la violencia, negar la guerra, y culpabilizar a las víctimas. Son muchos soldados, y entre ellos no hay bajas, ni heridos, ni presos. (Herrera, 2018:1)
El amor romántico se presenta como modelo civilizatorio único posible y verdadero, se alimenta de otros poderes con los que se transversaliza (heterosexualidad, monogamia, el deseo erótico y maternal) que aparecen como voluntarios pero son obligatorios y generan materialidad al capitalismo.

El amor es naturalmente heterosexual
El amor no sólo privilegia una forma de deseo frente a otras posibles, sino una forma de entender las relaciones entre lo masculino y lo femenino absolutamente dicotómica, naturalizada y complementarista, en ese sentido es un orden, fundamental y obligatoriamente heterosexual. Tomando el modelo del “Pensamiento Heterosexual” de Monique Wittig, Esteban, concibe el amor como un régimen político cerrado. Un régimen emocional que produce Mujeres y Hombres como tipos de personas opuestas, complementarias y jerarquizadas. Este Pensamiento Amoroso sentimentaliza a las mujeres, que son vistas como incompletas, particulares, dependientes; mientras que los hombres son percibidos como completos, universales e independientes, y el amor de las mujeres es explotado por los hombres. Así, el amor es una trampa para las mujeres, un engaño (Esteban, 2011: 30-90).
Para Wittig la diferencia sexual o la existencia de dos sexos como “naturalmente” complementarios, produce división sexual del trabajo y plusvalía para el capitalismo. De esta manera, la heterosexualización a pesar de estar en el plano ideológico, produce materialidad y efectos en el sistema de producción y en las relaciones sociales. La relación heterosexual queda definida entonces como la relación obligatoria social entre el “hombre” y la “mujer”, y el pensamiento heterosexual como un saber evidente y verdadero, anterior a toda ciencia, de interpretación totalizadora de la historia, de la realidad social, de la cultura, del lenguaje y de todos los fenómenos subjetivos (Wittig, 2006: 45-58). En esta lógica, Adrienne Rich afirma que la heterosexualidad no puede ser una opción libremente elegida en una sociedad donde la heterosexualidad no sólo es obligatoria, sino fundamentalmente compulsiva (Rich, 1996: 1-28). Visto así, una relación amorosa entre un hombre y una mujer aparece normal, necesaria y complementaria, no habiendo posibilidad de relación diferente, la reproducción de la misma es útil e imperiosa. Los medios de comunicación, el arte, la cultura, incluida la tecnología representan un régimen heterosexual, cuya base es el pensamiento binario como único, universal y verdadero. Los personajes de novelas, los héroes y los inmortales son imágenes heterosexuales, el lenguaje es heterosexual, muchas denominaciones técnicas están pensadas y expresadas como “hembra-macho”.

El Pensamiento Monógamo
El régimen patriarcal surge con la propiedad privada tanto de la tierra como de las personas, la aparición de la esclavitud coincide con la imposición de la monogamia como forma de garantizar la descendencia y la herencia a hijos como parte de la propiedad. Los pueblos patriarcales y dominadores establecieron sociedades jerarquizadas donde la propiedad privada y la autoridad era lo fundamental y se ejercía sobre personas convertidas en esclavas y sobre las mujeres. Esta necesidad de control y de autoridad sobre los demás ha sido el pilar sobre el que se ha sustentado la familia durante los últimos miles de años; para lo cual se han construido reglas y normas sociales que han justificado el encierro de las mujeres en el hogar y su castigo ante cualquier peligro de rebeldía e infidelidad. La monogamia como exclusividad sexual y amorosa dentro del matrimonio, que garantiza ese poder, autoridad y propiedad para los hombres, ha sido impuesta fundamentalmente a las mujeres. De allí que la monogamia debe entenderse como una construcción social de control y apropiación del trabajo, cuerpos y sexualidad de las mujeres como parte de la propiedad del patriarca y los Estados-Nación.
La palabra "fidelidad" proviene del latín fidelitas que significa "cualidad relativa a la lealtad o la fe", traducida en obediencia. Con la llegada del medioevo, se impusieron las relaciones feudovasalláticas, relación de dependencia y fidelidad entre un señor, dueño de un feudo, y su vasallo. “Rendir vasallaje” era el juramento del vasallo para acatar y prestar servicios a su señor y estaba obligado a cumplir siempre, cuanto su señor le exigiera. El señor juraba asistir y protegerlo y solo cumplía cuando quisiera. El cumplimiento de ese compromiso obligatorio se denominaba fidelidad, dado el carácter asimétrico, eran los vasallos quienes rendían fidelidad a sus señores. La fidelidad asimétrica se convirtió en dominación, el noble se hacía amo y señor de los servicios de su vasallo. El juramento de fidelidad se extendió a la ceremonia religiosa del matrimonio. La mujer juraba fidelidad y obediencia, mientras el varón juraba fidelidad y protección. Dado que el juramento de fidelidad implicaba apropiación sobre el servicio del otro, el varón asumió la apropiación del servicio y se convirtió en señor y la mujer en vasalla (Amat y León, 2013: 1-4).
La cultura monógama como sistema de poder, genera opresión social basada en un ideal de exclusividad sexual entre dos personas y para toda la vida. No es un modelo de relaciones afectivo-sexuales. En tanto hegemónico, es obligatorio, aunque aparece como libre decisión individual. Por ello hace falta conceptualizarla políticamente y sacarla de la trampa del sistema de poder, como asunto privado (Na Pai, 2011: 1-12). Su función es constituir proyectos económicos estables y de por vida, para reproducir y criar hijos legítimos a quiénes transmitir el estatus social y la propiedad privada, a fin de reproducir el orden y jerarquía de la economía, lo político y lo social.
La incertidumbre y preocupación sobre un futuro incierto en términos económicos, propio del sistema capitalista neoliberal cuyas alternativas están privatizadas, individualizadas o bajo la tutela del Estado, tienen su correlato en la pareja monogámica como única protección posible frente a la "sociedad global", basado en valores patriarcales, burgueses y occidentales. Así la pareja monogámica (hétero u homo) se vuelve una necesidad material, un ideal, una norma y una imposición (Mogrovejo 2014: 1). Y es justamente la estabilidad y la certeza la que el sistema capitalista, crediticio y bancario, impulsa como valores de la familia monógama en su versión de amor verdadero, eterno y estable, perfecto para garantizar el pago de créditos escolares, hipotecarios y de emergencia.
Para Brigitte Vasallo, la monogamia no es una práctica, sino un marco referencial, una forma de pensamiento. Opera en la esfera privada y en la construcción grupal, rige los amores y las fronteras. De tal manera que la construcción de la alteridad se basa en el miedo (el terror) a la pérdida y el reflejo defensivo de la exclusión, un modelo que sirve tanto para la organización social por medio de parejas, como para los nacionalismos que prohíben el ingreso de migrantes. Nos advierte que las relaciones exclusivas no nos protegen de la soledad, ni de la desvinculación, ni del miedo a la pérdida o apegos, pues imponen un régimen jerárquico sobre todas las demás posibilidades de relación que quedan minorizadas. El miedo a la pérdida no se resuelve cerrando las fronteras para evitar la llegada de esa alteridad amenazante, porque las fronteras jamás se sostienen por mucho tiempo. El miedo a la pérdida se resuelve desactivando la idea de alteridad como amenaza, refiriéndose también a los Estados-Nación (Vasallo, 2006: 1). Los celos como la xenofobia son las marcas de los territorios expropiados, cuya práctica es la violencia. Por eso, romper la monogamia es, principalmente, dinamitar la idea misma de fronteras y naciones. Las fronteras no nos protegen, crean el peligro (Vasallo, 2015: 29-48).

La construcción colonizada del deseo erótico y maternal
El deseo erótico
El deseo sexual es una experiencia producto de la capacidad mental de integrar aprendizajes a través de valores, ideas, mensajes programados desde los medios masivos de comunicación (Gómez, 1995: 1-22). El deseo erótico mantiene una íntima relación con la sexualidad asumida fundamentalmente como coitocéntrica y heterosexual, es parte constitutiva del aprendizaje del amor romántico, sus orientaciones, y expresiones monogámicas, y en consecuencia del engranaje de funcionamiento de un tipo de amor normativo, jerárquico, clasista, racista, sexista, gordofóbico, funcional y adultocéntrico (Ramírez, 2008: 1).
Considerar la perspectiva de interseccionalidad propuesta por Collins, alrededor de las categorías sociales, implica reconocer que las dinámicas se afectan unas a otras, donde la raza impone modelos ideales de belleza desde la perspectiva blanca y occidental, reforzados desde los medios de comunicación que mandatan los deseos. La clase social, una forma de estratificación social que vincula lo social y lo económico, por su función productiva en el poder adquisitivo, genera preferencias en el campo erótico. El capital sexual o erótico se concibe como la calidad y cantidad de atributos (económicos) que posee un individuo, que provoca una respuesta erótica en otro, interseccionalizado con los otros capitales como la raza, el sistema sexo/género, la edad, etc. (Cabrera, 2013: 13-21). El cuerpo es un objeto metafórico que funciona como base para significados que expresan nuestra relación con la sociedad (Sosa, 2012: s/p). Por lo tanto, el cuerpo como objeto de deseo en una sociedad capitalista es entendido como mercancía de consumo. A partir de esta conceptualización, Green, propone que el mundo erótico opera bajo formas de comportamiento social que organizan los cuerpos deseados valorados desde parámetros interseccionalizados que jerarquizan a los sujetos en deseables, menos deseables o indeseables (Cabrera, op. cit.). Así la biopolítica, nos dice Foucault, es una forma específica de gobierno para la gestión de los procesos biológicos de la población como cuerpo máquina, útil y dócil para la integración a sistemas de controles eficaces y económicos (Foucault, 1977: 5-80).
Los ideales de los cuerpos, están cuidadosamente producidos por las necesidades del capitalismo y por la colonialidad, raza, clase, género, edad, capacidades físicas, etc., definen las estéticas de los cuerpos “dignos” de ser deseados y amados. Tienen un valor simbólico y real, cuerpos que importan y valen más que otros, porque generan plusvalía en el sistema de producción capitalista. El deseo heteronormado, clasista, racista, adultocéntrico, unido a la monogamia y el amor romántico refuerzan un modelo amoroso naturalizado y biologista, funcional a un sistema económico, es así que el sujeto imperial toma fuerza como el ideal príncipe azul o media naranja a buscar: blanco, joven, heterosexual, burgués e ilustrado (Mogrovejo, 2018: 87-112).

La Construcción del deseo de ser madre
La maternidad ha sido construida socialmente como una función biológica de las mujeres fundamental dentro del matrimonio, que las convierte en responsables del futuro de la humanidad. Por la obligatoriedad de la reproducción, de ellas depende la salud–enfermedad, la felicidad de sus hijos y de la sociedad. Pizano nos advierte que el patriarcado consagra el amor y la sexualidad en la pareja reproductiva, con lo que algunos amores quedan legitimados y otros deslegitimados, basta ver el desprecio social hacia los que no tienen hijos (Pizano, 1996:16-19).
La maternidad impuesta a las mujeres como instinto y destino define el sentido de sus vidas, refuerza el modelo de familia tradicional o reconfigurada, la división sexual del trabajo y la apropiación del trabajo gratuito de las mujeres. Indispensable para la producción capitalista, la función biológica de las mujeres es sublimada sin dejar lugar a una libre elección. El deseo de las mujeres de tener descendencia ha sido naturalizado bajo la ideología del “instinto”, es decir, un deseo innato. Sostener el mito niega a las mujeres la posibilidad de generar una identidad por fuera de la función materna. El instinto maternal subordina papeles, determina los espacios para expresar lo femenino e idealiza el deber de toda mujer de ser madre. La maternidad es una construcción social y que no responde al dictado de la naturaleza; si el instinto maternal existiera, no sería de dominio exclusivo de las mujeres. Las mujeres, a pesar de ser libres de decidir, están marcadas en el camino de ser madres (Donath, s/f: 1-7). El ejercicio de la libre elección está puesto en cuestión por la socialización que se hace a las mujeres, a quienes desde que nacen se les pone una muñeca al lado, así como juegos de la vida doméstica, que marcan sus gustos y preferencias. En la historia ha habido culturas en las que era corriente que las madres abandonasen a sus hijos, los ofrecieran como sacrificio para los dioses o que incluso matasen a sus recién nacidos. Si existiese el instinto, esto no sería posible. La representación contemporánea del amor maternal instintivo responde a una ideología que pretende otorgar legitimidad a la devoción materna para refrendar la asignación social de las mujeres al ámbito privado (Rodríguez, ob. cit.).
Para Margarita Pizano el "instinto" ha sido ideologizado, lo que hace perder la capacidad de reflexión, elección y responsabilidad. Biologizada la reproducción, la familia queda marcada por la incondicionalidad donde lo que nos une son los lazos sanguíneos que se expresan en una obligatoriedad de quererse -hermanos, padres, primos-, como un mandato; quedando la libertad subsumida  al deber ser, deber querer, deber sentir amor. Nuestra capacidad de sentir, de razonar, de construir relaciones como un acto de libertad, está atrapada por esta obligatoriedad de sentir amor (Pizano, ob. cit.). El deseo de la maternidad en tales condiciones, es un deseo alienado o colonizado, una respuesta a presiones sociales, al igual que la heterosexualidad y la monogamia. La especialización de la mujer en la función maternal es la causa y la finalidad de los abusos que padece en la vida social. Primero movilizar a las mujeres hacia la maternidad, para luego inmovilizarlas en ella más fácilmente. La maternidad tal como es vivida desde hace siglos, es el sitio de la alienación y la esclavitud femeninas (Badinter, 2011: 165-196).

El poliamor
En respuesta a la hipocresía y utilitarismo del amor romántico, el poliamor reivindicó el amor libre, como una decisión ética y transparente que reconoce la libertad de cada persona, y el empoderamiento de nuestros deseos en la posibilidad de establecer más de una relación erótica-afectiva-amorosa simultánea de manera honesta, equitativa y comprometida en la formación de consensos con todxs lxs involucradxs para caminos de vida en común. Poliamor refiere a veces no sólo a relaciones afectivas permanentes, donde no hay lugar a la exclusividad (Neri, 2016: 61-65).
En la práctica, las relaciones poliamorosas son bastante diversas de acuerdo a sus participantes. Para muchos, estas relaciones se construyen idealmente sobre valores como la confianza, lealtad, la negociación de límites y la comprensión, al tiempo que se superan los celos, la posesividad, y se rechazan las normas culturales restrictivas. A pesar de que el poliamor ha planteado rupturas epistémicas, cuestionando la dominación colonial del modelo amoroso, como la apropiación de las personas, sus cuerpos, sexualidad, emociones, trabajo y reproducción. A pesar de cuestionar los mitos que han encerrado a las mujeres en lo doméstico-privado; de cuestionar la monogamia como pacto político que reproduce y da consistencia económica y social a la lógica capitalista; al deber ser que encarna el poder y el dominio del Estado, los partidos políticos y el matrimonio. Las prácticas poliamorosas, no siempre han logrado romper los marcos de la familia monogámica duradera y estable. Los conceptos como polifidelidad, relaciones primarias y secundarias, relaciones conexas ponderadas, mono-poliamorosas o mono-polifidelidad, etc., que describen acuerdos de asociación, han generado relaciones normativas, jerárquicas y con ejercicio de poder. Las diversas denominaciones dan cuenta de valores conservadores como apegos, fidelidad (en su concepción original de obediencia), estabilidad, permanencia y perfección. De tal manera que algunos grupos poliamorosos han solicitado a sus Estados-Nación la legalización de matrimonios poliamorosos, lo que cuestiona el sentido de la libertad y la autonomía, poniendo al Estado y la familia como instituciones tutelares de las personas, emociones, afectos, sexualidad, derechos de asociación y ejercicio de la libertad. Son los casos de Colombia (Corona-Almaraz, 2017: 1), donde la legalidad fue otorgada bajo la figura de “régimen de patrimonio especial de trieja”, y Canadá (Acepensa, 2010: 1) que fue solicitada como “matrimonio en grupo”, causando confusión legal con la figura patriarcal de la poligamia. Para los Estados, a pesar del conservadurismo que en sí mismo representan, es mejor otorgar legalidad a matrimonios de más de dos personas porque es mejor tenerlos dentro del sistema pagando impuestos y formando familias para el control y dominio.
Otra de las grandes críticas que se hace al poliamor es que el concepto del amor sigue siendo central en la vida de las personas involucradas y determina las asociaciones, de tal manera que mantiene en muchos sentidos los valores hegemónicos del amor romántico, de supuesta verdad, belleza y perfección.
                                                                                    
Contra-amor y otras formas de quererse son posibles
El contra-amor es un concepto político que se contrapone al amor romántico y sus marcas de exclusividad, propiedad, control, presentes incluso en relaciones poliamorosas. Para deconstruir el amor romántico se puede o no tener alguna relación amorosa de compromiso. Lxs contra-amorosxs son críticos al concepto del amor establecido y aprendido. De hecho algunas personas evitan el concepto amor, marian pessah ha denominado este tipo de relación, ruptura de la monogamia obligatoria RMO o Anarquía relacional (Mogrovejo, 2016: 57-60).
El contra-amor replantea los pactos de las asociaciones emocionales descentrando los conceptos de amor, pareja y sexualidad, en el supuesto que amor es igual a pareja, pareja a sexualidad, amor a sexualidad, que el amor es el centro de la vida de las personas o que la disidencia es sexo-afectiva. Implica la reconfiguración del sujeto autónomo, cuya felicidad y bienestar afectivo no depende del amor de un/a otro/a; replantea el lugar del amor y los afectos en la vida de las personas. El ejercicio de la libertad supone asumir el amor y la afectividad como un laboratorio de experimentación cuyos acuerdos y pactos pueden modificarse y transformarse permanentemente, de tal manera que los conceptos de verdad, estabilidad y certeza están en cuestión. No existe un amor verdadero y otros falsos. La búsqueda de estabilidad y certeza, conceptos de interés económico y patrimonial, nos han entrampado en relaciones de dependencia, condena y frustración, por lo que el ejercicio de la libertad deberá buscar nuevos marcos de referencia por medio de la experimentación, teniendo en cuenta que todo pacto es construido y sujeto a replanteamientos. Bajo el supuesto de la verdad y el amor romántico, la heterosexualidad, la monogamia, el deseo erótico y maternal reclaman para sí universalidad. Para romper con el régimen de la “verdad monogámica”, se requiere asumir el carácter contingente y singular de los vínculos hasta la incertidumbre, los amores no son superiores, ni siquiera más exitosos (Tribasacce, 2016: 27-32). La búsqueda de seguridad, permanencia y patrimonio, crean ataduras y esclavizan. 
El laboratorio cuestiona la validez de las recetas, las normas o fórmulas universales, cada relación es única, diversa y cuenta con características particulares, por lo que necesita sus propios acuerdos. Sin embargo, la necesidad de una ética del cuidado se hace presente fundamentalmente en los ámbitos de la salud sexual y emocional, así como en las formas de comunicación. Aunque los acuerdos pueden modificarse según las necesidades. La ética del cuidado refiere la consideración y validación de los procesos, subjetividad, sentimientos, tiempos, condiciones materiales y que las socias consideren para los acuerdos. Sin embargo, no son eternos, ni de sangre. Lejos del control, deben apostar al crecimiento mutuo, si promueve el control, filtra la presencia del Estado que normativiza y privatiza, ¿cómo sacar al Estado de la cama y de las relaciones amorosas y construir relaciones más libres y experimentales? Debemos ser conscientes que los apegos producto de la emocionalidad y la sexualidad, provienen de los únicos modelos de relación heterosexuales, monogámicos, raciales, clasistas y misóginos que el Estado difunde para organizar lo social y lo político, por lo tanto, hay que politizar los conflictos, sacarlos del ámbito de lo íntimo y personal.
¿Qué comunicar? Contar todo rompe la individuación y puede dar herramientas para el control minimalista, puede alimentar el ejercicio de poder, o una relación de sumisión y dominación. Sin embargo es sano nutritivo y retroalimentador hablar, mejora la relación. La experiencia nos dice que es importante comunicar los ámbitos relevantes al compromiso, como una nueva relación que se convierte significativa, la forma cómo una u otras relaciones nos alimentan, etc. Los acuerdos de cómo llevar la(s) relación(es) o qué comunicar, son flexibles (Mogrovejo, 2016: 13-26).
Si bien el cuerpo de las mujeres ha sido uno de los primeros territorios que el Estado ha intentado privatizar, para acrecentar el plusvalor de la economía capitalista, la soberanía de nuestro cuerpo es un desafío a la lógica de acumulación y en consecuencia una apuesta a la reapropiación de los bienes comunales. Federici nos recuerda que el cuerpo debe ser nuestro, ni del estado, ni del mercado. Existe un interés internacional para impedir que las mujeres puedan decidir. El cuerpo de las mujeres es la gran barrera que el capital no ha sido capaz de superar. La privatización del cuerpo y sexualidad de las mujeres ha permitido su control individualizado (Federici, 2013: 190-196). De esta manera, la experimentación pública y colectiva del placer sexual, dentro de marcos de la ética y el cuidado, representan rupturas y reposicionamientos a las políticas de control y expoliación de los cuerpos de las mujeres.
La construcción del deseo colectivo pone de manifiesto la reconfiguración de una praxis comunitaria.  En un momento histórico donde la economía global se ha propuesto eliminar la importancia de los bienes comunes, no únicamente sobre la propiedad de la tierra, también de experiencias solidarias que refuerzan lazos colectivos, para imponer lógicas privatizadoras de la organización social y la  economía política. La comunalidad aparece una y otra vez como un reclamo y utopía, en la crítica a las diversas formas de propiedad privada. Como impugnación a la dimensión individualista occidental, es un desafío recuperar las prácticas colectivas o comunalistas de nuestros pueblos originarios como marcos referenciales de desprivatizar el cuerpo y la sexualidad.
En esta tarea de reapropiación de nuestros cuerpos, emociones y decisiones, retomo para terminar a Emma Goldman: “¿Amor libre? ¿Acaso el amor puede ser otra cosa más que libre?” (Goldman, 1911: 233-245).

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