Descolonizar
y desterritorializaciónr el amor romántico.
Una
propuesta civilizatoria
Norma Mogrovejo
La sexualidad y los afectos en la agenda
feminista
En
los 70, Gayle Rubin manifestaba que era el momento de hablar del sexo, como
categoría explicativa de la desigualdad entre hombres y mujeres, lo que dio
lugar a que el feminismo centrara el análisis en los efectos de dicha
desigualdad: la violencia. Algunos feminismos construyeron su agenda en el
reclamo al Estado, leyes que penalicen la violencia. La mayoría de países logró
leyes por una vida libre de violencia para las mujeres, que muchas veces
resultaron contraproducentes para las víctimas y un recrudecimiento de las
expresiones de la violencia, algunas corrientes feministas cuestionaron la
agenda que orientaba sus esfuerzos a los efectos pero no a los orígenes del
problema: las relaciones entre hombres y mujeres que organiza lo social, lo
político y lo económico de manera jerárquica.
El amor organiza
jerárquicamente lo social (por sexo, género, raza, clase, edad), por lo que implica
un Régimen Político obligatorio y colonizante, usado por los Estados-Nación
para el control social, político, económico e ideológico de las mujeres.
Utiliza las estrategias de la colonización porque se vale de la falsa conciencia
para que las personas asuman como libres elecciones, decisiones condicionadas.
Con
base en diversos
mitos, que convierten a las personas en seres carentes y dependientes
emocionalmente, el amor organiza lo social generando una materialidad económica,
funcional al sistema capitalista sobre los cuerpos, la sexualidad, el trabajo y
la movilidad de las mujeres. Ese sistema hegemónico usa los celos como
estrategia de violencia para mantener el dominio y la obediencia, de tal manera
que impone un estado de terror: violencia física, sexual, feminicidios, trata
de mujeres y muchas formas de torturas y vejaciones para mantener el dominio
patriarcal. Primero las enamoran y luego las someten. La fórmula parece simple
pero el amor romántico hace uso de diversos dispositivos: la heterosexualidad,
la monogamia, el romanticismo, la construcción del deseo erótico y el deseo de
ser madre, se imponen de manera colonial bajo la forma naturalizada de la familia nuclear y
por tanto se convierten en obligatorias. Curiosamente el romanticismo imprime
en cada uno de los dispositivos un halo de encanto, que hace sentir a las
mujeres ser protagonistas de novela cuyo happy
end es el matrimonio, el opio del que habla Millett (Falcón, 1984:1), así el amor se convierte en una trampa y un
engaño para las mujeres.
Amor
y eros en la era antigua y el cristianismo
El amor es un concepto
occidental, cuyos orígenes griegos hacen referencia a Eros en su acepción
fundacional. Los mitos tienen para Platón una función pedagógica para alcanzar y fijar conceptos de verdad, belleza y perfección,
asociados a
eros, que han
sido abrazados por la filosofía occidental y la epistemología eurocentrada. Aparecen como ciencia, universal, necesaria e
irrefutable. Así nos llegan los conceptos del amor, ligados a una verdad pura, el “amor verdadero”.
En el Banquete (380 ane), Eros es un
personaje que refiere al
deseo de subsanar la carencia. Conocido como el mito del andrógino, el relato
de Aristófanes ha servido para “explicar” la atracción entre los sexos: los
seres humanos eran
unidades circulares, perfectas, completas, que al desear ser como dioses. Zeus
los castiga
partiéndolos en dos, y desde entonces cada mitad busca su otra parte (Platón,
1875: 319-325). Eros, o la atracción erótica, designa seres carentes, cuya
complitud sólo es posible en la
fusión,
ahora conocida
como “la
media naranja”. Este mito enseña que la carencia
del amor es vivida como soledad o imperfección y que la felicidad sólo es posible en una relación no
de autonomía, sino de amalgama, definida como “amor verdadero”.
Platón afirma que el amante tocado por Eros,
busca la belleza, a la que se puede llegar sólo mediante el alma en un mundo
inteligible despojada del cuerpo, y que en ese mundo reina la idea de bien
(perfección). Denisse Rougemont afirma que la concepción del amor en Platón
relacionada con la Belleza, entendida como la esencia intelectual de la
perfección increada, era la idea misma de toda excelencia. La influencia del
platonismo como cultura occidental nos ha conducido a una terrible confusión:
la idea de que el amor depende ante todo de la belleza física. (Rougemont,
1939: 76-85). El amor mismo es sinónimo de belleza y por tanto de perfección.
En la práctica, el modelo de belleza refería a cuerpos jóvenes atléticos y sin discapacidad,
belleza y perfección.
Verdad, belleza y perfección conceptos
fundamentales de la filosofía occidental, fijaron un ideal regulativo del amor,
que exacerbó las ficciones de la complementariedad de los sexos y la
exclusividad sexo-afectiva que rige a nivel global, los intereses de la
economía romántica del amor. Los intereses patriarcales de la economía
hegemónica, a lo largo de la historia, impusieron una organización social
familiar que reguló los afectos a partir
del amor impuesto o el amor “elegido”, usando para ello, la disciplina de la
violencia o la falsa consciencia.
En la alta edad media, bajo la herencia romana y germánica, el matrimonio no era un acto individual, sino un asunto de política familiar, comprendía parientes, viudas, jóvenes
huérfanos, esclavos, sobrinos etc. Todos
bajo el dominio de un varón,
jefe del linaje. Esta familia amplia vivía bajo el mismo techo en situaciones de incesto, hasta que la Iglesia convertida en patrimonio de
príncipes y clases dominantes se impuso a la fuerza a todos los pueblos de
occidente. Prohibieron entre los siglos VI y IX las asociaciones
comunitarias porque limitaban pactos económicos de intercambio de mujeres.
Impusieron un nuevo tipo de estructura familiar que llegará hasta nuestros días, el 'grupo
unitario corresidencial'
formado por una pareja y su descendencia directa (hijos y nietos). Pese a
todo, las viejas creencias paganas sobrevivieron, aunque reprimidas en clandestinidad.
Durante la Edad Media la iglesia aglutinó tierras,
convirtiéndose en un pilar fundamental para cualquier estado y sociedad. Los clérigos pasaron a ser los consejeros
espirituales y morales, siendo los únicos capaces de marcar la diferencia entre
el Bien y el Mal, tanto en
lo relativo a fenómenos meteorológicos, salud, hasta en los espacios privados,
relaciones familiares, de
pareja, así
como las prácticas sexuales.
El
matrimonio fue impuesto como un sacramento instituido por Dios, una afirmación
de verdad irrefutable que implicaba regulaciones jurídicas. El principal
objetivo de las altas esferas eclesiásticas, fue acabar con las tradiciones
provenientes de los bárbaros como el concubinato, la infidelidad y el adulterio, que al no tener instituido
el matrimonio, podían (los
hombres) unirse y separarse libremente. Con el matrimonio, la iglesia ejercía control minimalista en la
organización social, dando funciones a cada cónyuge -la privada para las mujeres, la pública para los hombres-. Se prohibieron las relaciones homo-eróticas, tradición proveniente del mundo clásico,
al mismo tiempo que se imponía
la heterosexualidad, bajo amenaza
de excomunión. Los mayores castigos
y penitencias por adulterio fueron
impuestos
a mujeres, convirtiendo al marido en el garante del cuerpo de su mujer. Un marido podía repudiar a su mujer en
caso de adulterio, pero una mujer no podía pedir el divorcio, porque eso
significaba forzosamente que había sido adúltera. La iglesia logra imponer en el siglo X
como verdad absoluta, la
monogamia y la indisolubilidad del matrimonio; primero entre la gente llana y
luego entre la nobleza,
aunque en
la práctica, la poligamia
siguió existiendo (Molina, s/f). Se despojó a la sexualidad de
todo goce o disfrute,
para darle una finalidad meramente reproductiva. La iglesia se
convirtió en sexófoba.
El sacramento del matrimonio bajo el cristianismo imponía fidelidad, difícil de cumplir para los paganos, quienes conversos a la fuerza, mantuvieron sus costumbres y doctrinas secretas. La literatura de los
trovadores del siglo XII elaboró una mística del amor desgraciado, insatisfecho
a perpetuidad, que enaltece el amor fuera del matrimonio imposible
de concretarse debido a las alianzas
económicas que imponían los matrimonios, simple unión de cuerpos. Es así como
el amor-pasión se propagó muy aprisa bajo el nombre de “amor
cortesano”
(Rougemont, op cit). Los Juglares cantan la pureza del amor imposible, una
verdad en resistencia.
La
guerra contra las mujeres
Debido al grave descenso de
la población en el siglo XV causada por
enfermedades contagiosas que fueron llevadas incluso a América, tanto la
Iglesia como el Estado entendieron la importancia del papel de las mujeres para
la política poblacional en su función reproductiva de nuevos trabajadores, por
lo que introdujeron estrictas formas de vigilancia
del embarazo y la maternidad, e instauraron la
pena capital contra el infanticidio (cuando el bebé nacía muerto, o moría
durante el parto, se culpaba y ajusticiaba a la madre). Acusadas de pactos con el demonio
para ritos infanticidas, fueron enjuiciadas como brujas y quemadas vivas en
toda Europa más de 200 mil mujeres. El control
del Estado sobre el cuerpo de las mujeres, al criminalizar su capacidad
reproductiva, su sexualidad, conocimientos y habilidades en torno a la reproducción (las parteras y las ancianas fueron las primeras
sospechosas), devaluó su trabajo como
actividad económica independiente y las colocó en una posición subordinada a
los hombres. Federici
afirma que este control de la reproducción de las mujeres en la
Edad Media, al que denomina “guerra contra
las mujeres” se asocia con la nueva
concepción que el capitalismo ha promovido del trabajo. Los cuerpos
de las mujeres son entonces vistos como máquinas para la producción de
fuerza de trabajo
y en consecuencia para la acumulación de
capital.
La caza de
brujas sirvió
como una pedagogía disciplinadora para las mujeres y la población, quienes iniciaban una resistencia contra las
transformaciones que acompañaron el surgimiento del capitalismo en Europa, esto
es contra la destrucción de la tenencia comunal de la tierra; contra el
empobrecimiento masivo, la inanición y la creación de un proletariado sin tierra,
empezando por las mujeres más mayores.
La Iglesia y el Estado también
buscaban con la caza de brujas quebrar el enorme poder y respeto
que ejercían las mujeres devaluando
su
rol social en la comunidad,
para transformarlas en
brujas
aborrecidas por
la población. La caza
de brujas fue una pieza clave del desarrollo histórico de las sociedades
occidentales que desembocó en el surgimiento del modo de producción capitalista en el que todavía nos hallamos inmersos,
al encargarse de asignar a las mujeres un lugar en la reproducción del mismo
(como buenas esposas y madres, imponiendo una “maternidad forzosa”, debilitar
la solidaridad de clase (enfrentando a los proletarios entre sí, haciendo que
una mitad desconfiase de la otra) y disciplinar a una población que desconocía
hasta entonces la dinámica laboral capitalista. Es
importante añadir que la caza de brujas en los siglos XVI y XVII fue también
exportada a las colonias y fue un elemento imprescindible para instaurar el sistema capitalista
moderno, ya que cambiaron de manera decisiva las relaciones sociales y los
fundamentos de la reproducción social, empezando por las relaciones entre
mujeres y hombres, y mujeres y Estado (Federici, 2010: 253-314).
En
su libro Revolución en punto cero. Trabajo
doméstico, reproducción y luchas feministas, Federici afirma
que no existe
modo de producción capitalista sin reproducción de la fuerza de trabajo, y este
trabajo es realizado mayoritariamente por las mujeres, quienes también están siendo explotadas por el
capitalismo, como
trabajadoras con salario, y
como mujeres al asignarles un lugar en la crianza, el cuidado y el mantenimiento de
esa misma fuerza de trabajo. El
“lugar” metafórico que ocuparían las trabajadoras en el capitalismo sería el
de
trabajadoras (en la producción) y como de madres/esposas (de
reproducción). Y este lugar metafórico se correspondería con un lugar físico:
el hogar, donde las mujeres cuidarían, limpiarían y cocinarían para sus
maridos, pero también parirían, alimentarían y criarían a sus hijos,
todo bajo el argumento del amor.
Este
“trabajo doméstico no pagado” (en palabras de Federici) sería una
súper-explotación de las mujeres, de la reproducción del orden capitalista que
Marx, por ignorancia, ceguera o sesgo, no habría sido capaz de ver.
El trabajo no pagado que realizan las mujeres en el capitalismo, en palabras
correctas significa, trabajo esclavo y es sublimado por el amor. El matrimonio
cumple la función fraudulenta de mantener encerradas a las mujeres bajo la
falsa conciencia de haber sido una libre elección. Construido como la mayor
aspiración para las mujeres, la institución matrimonial les otorga prestigio y
sentimiento de complitud. Las mujeres llegan al matrimonio por amor y por amor
realizarán los trabajos domésticos de manera gratuita, fórmula perfecta para la
explotación capitalista (Federici, 2013: 153-180).
La
colonialidad del amor
Los procesos de colonización en el Abya Yala se constituyeron
como empresas económicas y financieras con
el fin de someter, dominar, despojar, sustraer los bienes naturales, culturales, materiales y
simbólicos de los pueblos conquistados,
con fuerza de trabajo gratuita de indígenas, negros
esclavizados y mujeres, la expoliación de dichos territorios y la vida de las
personas colonizadas para el enriquecimiento de los colonizadores, lo que dio
origen al capitalismo colonial moderno. Para Anibal Quijano la colonialidad del
poder marcó fundamentalmente la división internacional de trabajo con base en el color de la piel, lo que legitimó la calidad de
humanidad para los blancos quienes podían recibir salario y privilegios; y la
explotación de indígenas y esclavos negros a quienes se les negó su calidad de
humanidad, lo que justificó su explotación hasta la muerte (Quijano, 2014:
1-57). Esto permitió la imposición de un pensamiento como única forma de
conocimiento válida y científica, a la que diversos autores denominan
epistemología eurocentrada, que desconoció la legitimidad de cualquier otra
forma de conocimiento a la que calificaron como creencia, superstición o
folcklore (Grosfoguel, 2006: 1-30).
La acumulación capitalista que tuvo su origen en
América, como lo sostiene Federici, no hubiera sido posible sin la función
reproductora de las mujeres, pero para que esto fuera posible, afirma María
Lugones, enmendando a Quijano, la colonialidad del poder se impuso mediante los
actos de violación a las mujeres para el entendimiento heterosexual, la
imposición del género, el binarismo y la
monogamia. La violación sexual, la primera forma de apropiación territorial del
cuerpo de las mujeres fue usada como disciplinamiento no sólo de las mujeres,
sino de la comunidad en general, que además sirvió para desarticular los lazos
comunitarios (Lugones, 2010: 1-13). Segato plantea que la imposición de la
nuclearización de la familia sirvió para desarticular la vida comunitaria de
los pueblos originarios y la politicidad del mundo doméstico que no era íntimo
y ni privado, porque incidía en la vida comunitaria. La nuclearización
transformó la vida de las mujeres como sujetos minorizados, que
pasaron a ser parte de la
propiedad de los hombres colonizados, con quienes los colonizadores negociaron,
para reducir la movilidad de las mujeres e imponer las reglas del género de la
colonial modernidad en favor de la acumulación capitalista (Segato, 2010:1-30).
De haber sido responsables de la organización
comunitaria, la salud, educación, alimentación, las mujeres del Abya Yala
fueron reducidas a la privacidad de la familia nuclear como parte del
patrimonio de los hombres y la economía capitalista, condición
necesaria para la organización
social del capitalismo colonial moderno. El lugar de la mujer como objeto de
explotación sexual, laboral y reproductivo bajo la vigilancia de un marido,
sirvió para que el plusvalor del capitalismo permitiera acumular ingentes
cantidades de riquezas. A partir de entonces los matrimonios de conveniencia
impusieron a las mujeres el lugar de objetos domésticos y sexuales.
Será a partir del siglo XIX con la difusión de los
proyectos independentistas y republicanos del Estado-Nación, de búsqueda de
libertad y de ciudadanía, que la conformación de las familias marcará un cambio
debido al surgimiento del concepto del “Amor Romántico”, ligado a la sexualidad y el matrimonio. Sin embargo, la ciudadanía como todo valor occidental
moderno, era un bien únicamente masculino que los convertía en sujetos,
mientras que el amor reafirmaba en las mujeres su calidad de objetos de deseo. Para Gualano, pese a todo,
el amor romántico fue una revolución en
su momento histórico, porque marcó el fin de las alianzas de pareja basadas en
acuerdos económicos. Si
bien hombres y mujeres podían elegir a quién amar y con quién unirse
en matrimonio, esta nueva asociación responderá a los intereses de una sociedad
capitalista que requiere enfatizar el individualismo que excluye otro tipo de alianzas
fuertes de afecto (Gualano, 2018: 1) y centraliza la felicidad en el consumo
como verdad de Perogrullo.
En la ilusión de una
libre elección y bajo la sumisión masculina, las
mujeres dentro del matrimonio realizan trabajo
doméstico gratuito y reproducción biológica. El amor se
convirtió en el dispositivo endulcorante de la violencia. Así pues, la colonialidad refiere no solo a la
manera en que un poder actúa desde fuera produciendo dominación, sino que es enseñado y aprendido, e instalado en la subjetividad de los grupos sometidos de manera que terminan asimilándolo
y aceptándolo como válido y como propio.
El
amor es tormento romántico
Coral Herrera nos
advierte que la cultura amorosa occidental que conocemos, es hija de la gran
ola romántica del siglo XIX. Heredero del amor cortesano o amor-pasión, el amor
romántico sella la verdad del sufrimiento, es tormento continuo, idea de que la
muerte eleva espiritualmente (Rougemont, ob. cit.). Coral Herrera denomina “masoquismo romántico” al amor
vinculado al drama, al desgarro, por aquello de “quien bien te quiere te hará
sufrir”: Cuando el modelo del amor romántico y los mitos que de él se derivan
falla (casi siempre), se traduce en violencia contra las mujeres (Herrera, 2010: 1-4).
En el siglo XX se instaura el estereotipo de la
mujer buena, abnegada y entregada por completo al amor y con el desarrollo de la globalización y los medios de
comunicación de masas, el romanticismo se extendió por todo el planeta gracias
a la industria cinematográfica de Hollywood y sus happy end, representados a través de la boda (el día más importante
en la vida de una mujer) y con la prensa del corazón: literatura “rosa” y
fotonovelas que inundaron el mercado cultural, difundiendo a gran escala el
ideal romántico femenino, las virtudes de la fidelidad, la virginidad, la
imagen de la “mujer Cenicienta” que espera la llegada de un hombre
extraordinario que la desposará (Herrera, ob. cit.).
En la actualidad, el romanticismo sigue siendo tan
importante para las mujeres porque ofrece, en forma de mitos y relatos, una
especie de utopía libertaria, un ideal de pareja igualitaria para siempre e
incondicional, perfecta, bella y verdadera. A pesar de la independencia
económica que muchas mujeres tienen, vida social intensa y éxito en su
desarrollo profesional, todavía se sienten incompletas sin un hombre al lado. El amor romántico se ha convertido en “el modelo” de
relación amorosa que fundamenta el matrimonio
monógamo y las relaciones de pareja, como unidad económica para
el consumo desenfrenado:
ceremonias religiosas, lunas de miel, industria inmobiliaria, restaurantes,
tiendas de regalos, joyerías, agencias de viajes, floristerías, la banca
hipotecaria, y una larguísima lista de empresas que acompañan los procesos
amorosos de las personas y se benefician económicamente (Herrera, ibídem.).
Esta dependencia
de las mujeres al amor y los hombres ha incrementado los niveles de violencia
más desalmada en contra de ellas. Coral Herrera da el nombre de “guerra mundial contra
las mujeres”, a los números escalofriantes de asesinatos, violaciones desapariciones, secuestros, abusos sexuales, acoso callejero y laboral
que sufren las mujeres y las niñas de manera impune, en América Latina, Asia,
África, India y la China; la
guerra más larga y cruel de la historia, donde sólo hay un ejército.
Las matan en casa, y nadie lo ve. Sus agresores y asesinos son maridos,
novios, pretendientes, ex novios, que dijeron amarlas. Afirma tratarse de un genocidio lento y constante, donde están implicados muchos
hombres: policías, jueces, periodistas, y todos los que colaboran con el
patriarcado para justificar la misoginia, cosificar a las mujeres, romantizar
la violencia, negar la guerra, y culpabilizar a las víctimas. Son muchos
soldados, y entre ellos no hay bajas, ni heridos, ni presos. (Herrera,
2018:1)
El amor romántico se presenta como modelo
civilizatorio único posible y verdadero, se alimenta de otros poderes con los que se
transversaliza (heterosexualidad, monogamia, el deseo erótico y
maternal) que aparecen como
voluntarios pero son obligatorios y generan materialidad al capitalismo.
El amor es naturalmente heterosexual
El amor no sólo privilegia una forma de deseo frente a otras
posibles, sino una forma de entender las relaciones entre lo masculino y lo
femenino absolutamente dicotómica, naturalizada y complementarista, en ese
sentido es un orden, fundamental y obligatoriamente heterosexual. Tomando el
modelo del “Pensamiento Heterosexual” de Monique Wittig, Esteban, concibe el
amor como un régimen político cerrado. Un régimen emocional que produce Mujeres y Hombres como
tipos de personas opuestas, complementarias y jerarquizadas. Este Pensamiento Amoroso sentimentaliza a
las mujeres, que son vistas como incompletas, particulares, dependientes;
mientras que los hombres son percibidos como completos, universales e
independientes, y el amor
de las mujeres es explotado por los hombres. Así, el amor es una trampa para las mujeres, un engaño (Esteban,
2011: 30-90).
Para
Wittig la diferencia sexual o la existencia de dos sexos como “naturalmente”
complementarios, produce división sexual del trabajo y plusvalía para el capitalismo.
De esta manera,
la heterosexualización a pesar de estar en el plano ideológico, produce materialidad y efectos en el
sistema de producción y en las relaciones sociales. La relación heterosexual
queda definida entonces como la
relación obligatoria social entre el “hombre” y la “mujer”, y el
pensamiento heterosexual como
un saber evidente y verdadero, anterior a toda ciencia, de
interpretación totalizadora de la historia, de la realidad social, de la
cultura, del lenguaje y de todos los fenómenos subjetivos (Wittig, 2006:
45-58). En
esta lógica, Adrienne Rich afirma que la heterosexualidad no puede ser una
opción libremente elegida en una sociedad donde la heterosexualidad no sólo es
obligatoria, sino fundamentalmente compulsiva (Rich, 1996: 1-28). Visto así,
una relación amorosa entre un hombre y una mujer aparece normal, necesaria y
complementaria, no habiendo posibilidad de relación diferente, la reproducción
de la misma es útil e imperiosa. Los medios de comunicación, el arte, la
cultura, incluida la tecnología representan un régimen heterosexual, cuya base
es el pensamiento binario como único, universal y verdadero. Los personajes de
novelas, los héroes y los inmortales son imágenes heterosexuales, el lenguaje
es heterosexual, muchas denominaciones técnicas están pensadas y expresadas
como “hembra-macho”.
El Pensamiento Monógamo
El régimen patriarcal surge
con la propiedad privada tanto de la tierra como de las personas, la aparición
de la esclavitud coincide con la imposición de la monogamia como forma de
garantizar la descendencia y la herencia a hijos como parte de la propiedad. Los pueblos patriarcales y dominadores
establecieron sociedades jerarquizadas donde la propiedad privada y la
autoridad era lo fundamental y se ejercía sobre personas convertidas en
esclavas y sobre las mujeres. Esta necesidad de control y de autoridad sobre
los demás ha sido el pilar sobre el que se ha sustentado la familia durante los
últimos miles de años; para lo cual se han construido reglas y normas sociales
que han justificado el encierro de las mujeres en el hogar y su castigo ante
cualquier peligro de rebeldía e infidelidad. La monogamia como
exclusividad sexual y amorosa dentro del matrimonio, que garantiza ese poder,
autoridad y propiedad para los hombres, ha sido impuesta fundamentalmente a las
mujeres. De allí que la monogamia debe entenderse como una construcción social
de control y apropiación del trabajo, cuerpos y sexualidad de las mujeres como
parte de la propiedad del patriarca y los Estados-Nación.
La palabra "fidelidad" proviene del latín fidelitas que significa "cualidad
relativa a la lealtad o la fe", traducida en obediencia. Con la llegada del medioevo, se impusieron
las relaciones feudovasalláticas, relación de dependencia y fidelidad entre un
señor, dueño de un feudo, y su vasallo. “Rendir vasallaje” era el juramento del
vasallo para acatar y prestar servicios a su señor y estaba obligado a cumplir
siempre, cuanto su señor le exigiera. El señor juraba asistir y protegerlo y
solo cumplía cuando quisiera. El cumplimiento de ese compromiso obligatorio se
denominaba fidelidad, dado el carácter asimétrico, eran los vasallos quienes
rendían fidelidad a sus señores. La fidelidad asimétrica se convirtió en
dominación, el noble se hacía amo y señor de los servicios de su vasallo. El
juramento de fidelidad se extendió a la ceremonia religiosa del matrimonio. La
mujer juraba fidelidad y obediencia, mientras el varón juraba fidelidad y
protección. Dado que el juramento de fidelidad implicaba apropiación sobre el
servicio del otro, el varón asumió la apropiación del servicio y se convirtió
en señor y la mujer en vasalla (Amat y León, 2013: 1-4).
La cultura monógama como sistema de
poder, genera opresión social basada en un ideal de exclusividad sexual entre
dos personas y para toda la vida. No es un modelo de relaciones
afectivo-sexuales. En tanto hegemónico, es obligatorio, aunque aparece como
libre decisión individual. Por ello hace falta conceptualizarla políticamente y
sacarla de la trampa del sistema de poder, como asunto privado (Na Pai, 2011:
1-12). Su función es constituir proyectos económicos estables y de por vida,
para reproducir y criar hijos legítimos a quiénes transmitir el estatus social
y la propiedad privada, a fin de reproducir el orden y jerarquía de la
economía, lo político y lo social.
La incertidumbre y preocupación sobre un futuro incierto en
términos económicos, propio del sistema capitalista neoliberal cuyas
alternativas están privatizadas, individualizadas o bajo la tutela del Estado,
tienen su correlato en la pareja
monogámica como única protección posible frente a la "sociedad
global", basado en valores patriarcales, burgueses y occidentales. Así la
pareja monogámica (hétero u homo) se vuelve una necesidad material, un ideal,
una norma y una imposición (Mogrovejo 2014: 1). Y es justamente la estabilidad
y la certeza la que el sistema capitalista, crediticio y bancario, impulsa como
valores de la familia monógama en su versión de amor verdadero, eterno y
estable, perfecto para garantizar el pago de créditos escolares, hipotecarios y
de emergencia.
Para Brigitte
Vasallo, la monogamia no es una práctica, sino un marco
referencial, una forma de pensamiento. Opera en la esfera privada y en la
construcción grupal, rige los amores y las fronteras. De tal manera que la construcción de la alteridad se basa en el
miedo (el terror) a la pérdida y el reflejo defensivo de la exclusión, un
modelo que sirve tanto para la organización social por medio de parejas, como
para los nacionalismos que prohíben el ingreso de migrantes. Nos advierte que
las relaciones exclusivas no nos protegen de la soledad, ni de la
desvinculación, ni del miedo a la pérdida o apegos, pues imponen un régimen
jerárquico sobre todas las demás posibilidades de relación que quedan minorizadas.
El miedo a la pérdida no se resuelve cerrando las fronteras para evitar la
llegada de esa alteridad amenazante, porque las fronteras jamás se sostienen
por mucho tiempo. El miedo a la pérdida se resuelve desactivando la idea de
alteridad como amenaza, refiriéndose también a los Estados-Nación (Vasallo,
2006: 1). Los celos como la xenofobia son las marcas de los territorios
expropiados, cuya práctica es la
violencia. Por eso, romper la monogamia es, principalmente,
dinamitar la idea misma de fronteras y naciones. Las fronteras no nos protegen,
crean el peligro (Vasallo, 2015: 29-48).
La construcción
colonizada del deseo erótico y maternal
El
deseo erótico
El deseo sexual es una
experiencia producto de la capacidad mental de integrar aprendizajes a través
de valores, ideas, mensajes programados desde los medios masivos de
comunicación (Gómez, 1995: 1-22). El deseo erótico mantiene una íntima relación
con la sexualidad asumida fundamentalmente como coitocéntrica y heterosexual,
es parte constitutiva del aprendizaje del amor romántico, sus orientaciones, y
expresiones monogámicas, y en consecuencia del engranaje de funcionamiento de
un tipo de amor normativo, jerárquico, clasista, racista, sexista, gordofóbico,
funcional y adultocéntrico (Ramírez, 2008: 1).
Considerar la perspectiva de
interseccionalidad propuesta por Collins, alrededor de las categorías sociales,
implica reconocer que las dinámicas se afectan unas a otras, donde la raza
impone modelos ideales de belleza desde la perspectiva blanca y occidental,
reforzados desde los medios de comunicación que mandatan los deseos. La clase
social, una forma de estratificación social que vincula lo social y
lo económico, por su función productiva en el poder adquisitivo, genera
preferencias en el campo erótico. El capital sexual o erótico se concibe
como la calidad y cantidad de atributos (económicos) que posee un individuo,
que provoca una respuesta erótica en otro, interseccionalizado con los otros
capitales como la raza, el sistema sexo/género, la edad, etc. (Cabrera, 2013:
13-21). El cuerpo es un objeto metafórico que
funciona como base para significados que expresan nuestra relación con la
sociedad (Sosa, 2012: s/p). Por lo tanto, el cuerpo como objeto de deseo en una
sociedad capitalista es entendido como mercancía de consumo. A partir de
esta conceptualización, Green, propone que el mundo erótico opera bajo formas
de comportamiento social que organizan los cuerpos deseados valorados desde
parámetros interseccionalizados que jerarquizan a los sujetos en deseables,
menos deseables o indeseables (Cabrera, op. cit.). Así la biopolítica, nos dice Foucault, es una forma específica de
gobierno para la gestión de los procesos biológicos de la población como cuerpo
máquina, útil y dócil para la integración a sistemas de controles eficaces y
económicos (Foucault, 1977: 5-80).
Los ideales de los cuerpos, están cuidadosamente producidos por las
necesidades del capitalismo y por la colonialidad, raza, clase, género, edad,
capacidades físicas, etc., definen las estéticas de los cuerpos “dignos” de ser
deseados y amados. Tienen un valor simbólico y real, cuerpos que importan y
valen más que otros, porque generan plusvalía en el sistema de producción
capitalista. El deseo heteronormado, clasista, racista, adultocéntrico, unido
a la monogamia y el amor romántico refuerzan un modelo amoroso naturalizado y
biologista, funcional a un sistema económico, es así que el sujeto imperial
toma fuerza como el ideal príncipe azul o media naranja a buscar: blanco,
joven, heterosexual, burgués e ilustrado (Mogrovejo, 2018: 87-112).
La Construcción del
deseo de ser madre
La maternidad ha sido
construida socialmente como una función biológica de las mujeres fundamental
dentro del matrimonio, que las
convierte en responsables del futuro de la humanidad. Por la obligatoriedad de
la reproducción, de ellas depende la salud–enfermedad, la felicidad de sus
hijos y de la sociedad. Pizano nos advierte que el patriarcado consagra el amor y la sexualidad en la pareja
reproductiva, con lo que algunos
amores quedan legitimados y otros
deslegitimados, basta ver el desprecio
social hacia los que no tienen hijos (Pizano, 1996:16-19).
La maternidad impuesta a las mujeres como
instinto y destino define el sentido de sus vidas, refuerza el modelo de
familia tradicional o reconfigurada, la división sexual del trabajo y la
apropiación del trabajo gratuito de las mujeres. Indispensable para la
producción capitalista, la función biológica de las mujeres es sublimada sin
dejar lugar a una libre elección. El
deseo de las mujeres de tener descendencia ha sido naturalizado bajo la
ideología del “instinto”, es decir, un deseo innato. Sostener el mito niega a
las mujeres la posibilidad de generar una identidad por fuera de la función
materna. El instinto maternal subordina papeles, determina los espacios para
expresar lo femenino e idealiza el deber de toda mujer de ser madre. La
maternidad es una construcción social y que no responde al dictado de la
naturaleza; si el instinto maternal existiera, no sería de dominio exclusivo de
las mujeres. Las mujeres, a pesar de ser libres de decidir, están marcadas en
el camino de ser madres (Donath, s/f: 1-7). El ejercicio de la libre elección
está puesto en cuestión por la socialización que se hace a las mujeres, a
quienes desde que nacen se les pone una muñeca al lado, así como juegos de la
vida doméstica, que marcan sus gustos y preferencias. En la historia ha habido
culturas en las que era corriente que las madres abandonasen a sus hijos, los
ofrecieran como sacrificio para los dioses o que incluso matasen a sus recién
nacidos. Si existiese el instinto, esto no sería posible. La
representación contemporánea del amor maternal instintivo responde a una
ideología que pretende otorgar legitimidad a la devoción materna para refrendar
la asignación social de las mujeres al ámbito privado (Rodríguez, ob. cit.).
Para Margarita Pizano el "instinto" ha sido ideologizado,
lo que hace perder la capacidad
de reflexión, elección y responsabilidad. Biologizada la reproducción, la familia
queda marcada por la
incondicionalidad donde lo que nos une
son los lazos sanguíneos que se expresan en una obligatoriedad
de quererse -hermanos, padres, primos-,
como un
mandato; quedando la libertad subsumida
al deber
ser, deber querer, deber sentir amor. Nuestra capacidad de sentir, de razonar, de construir
relaciones como un acto de libertad,
está atrapada por esta obligatoriedad de sentir amor (Pizano, ob.
cit.). El deseo de la maternidad en
tales condiciones, es un deseo alienado o colonizado, una respuesta a presiones
sociales, al igual que la heterosexualidad y la monogamia. La especialización
de la mujer en la función maternal es la causa y la finalidad de los abusos que
padece en la vida social. Primero movilizar a las mujeres hacia la maternidad,
para luego inmovilizarlas en ella más fácilmente. La maternidad tal como es
vivida desde hace siglos, es el sitio de la alienación y la esclavitud
femeninas (Badinter, 2011: 165-196).
El poliamor
En respuesta a la hipocresía y utilitarismo del amor
romántico, el poliamor reivindicó el amor libre, como una decisión
ética y transparente que reconoce la
libertad de cada persona, y el empoderamiento de nuestros deseos en la
posibilidad de establecer más de una relación erótica-afectiva-amorosa
simultánea de manera honesta, equitativa y comprometida en la formación de
consensos con todxs lxs involucradxs para caminos de vida en común. Poliamor refiere a veces no sólo a relaciones afectivas
permanentes, donde no hay lugar a la exclusividad (Neri, 2016: 61-65).
En la práctica, las relaciones
poliamorosas son bastante diversas de acuerdo a sus participantes. Para muchos,
estas relaciones se construyen idealmente sobre valores como la confianza,
lealtad, la negociación de límites y la comprensión, al tiempo que se superan
los celos, la posesividad, y se rechazan las normas
culturales restrictivas. A pesar de que el poliamor ha planteado rupturas
epistémicas, cuestionando la dominación colonial del modelo amoroso, como la
apropiación de las personas, sus cuerpos, sexualidad, emociones, trabajo y
reproducción. A pesar de cuestionar los mitos que han encerrado a las mujeres en
lo doméstico-privado; de cuestionar la monogamia como pacto político que
reproduce y da consistencia económica y social a la lógica capitalista; al deber
ser que encarna el poder y el dominio del Estado, los partidos políticos y el
matrimonio. Las prácticas poliamorosas, no siempre han logrado romper los
marcos de la familia monogámica duradera y estable. Los conceptos como
polifidelidad, relaciones primarias y secundarias, relaciones conexas
ponderadas, mono-poliamorosas o mono-polifidelidad, etc., que describen
acuerdos de asociación, han generado relaciones normativas, jerárquicas y con
ejercicio de poder. Las diversas denominaciones dan cuenta de valores
conservadores como apegos, fidelidad (en su concepción original de obediencia),
estabilidad, permanencia y perfección. De tal manera que algunos grupos
poliamorosos han solicitado a sus Estados-Nación la legalización de matrimonios
poliamorosos, lo que cuestiona el sentido de la libertad y la autonomía,
poniendo al Estado y la familia como instituciones tutelares de las personas,
emociones, afectos, sexualidad, derechos de asociación y ejercicio de la
libertad. Son los casos de Colombia (Corona-Almaraz, 2017: 1), donde la
legalidad fue otorgada bajo la figura de “régimen de
patrimonio especial de trieja”, y Canadá (Acepensa, 2010: 1) que fue solicitada
como “matrimonio en grupo”, causando confusión legal con la figura patriarcal
de la poligamia. Para los Estados, a pesar del conservadurismo que en sí mismo
representan, es mejor otorgar legalidad a matrimonios de más de dos personas
porque es mejor tenerlos dentro del sistema pagando impuestos y formando
familias para el control y dominio.
Otra de las
grandes críticas que se hace al poliamor es que el concepto del amor sigue
siendo central en la vida de las personas involucradas y determina las
asociaciones, de tal manera que mantiene en muchos sentidos los valores
hegemónicos del amor romántico, de supuesta verdad, belleza y perfección.
Contra-amor
y otras
formas de quererse son posibles
El contra-amor es un concepto político que se contrapone al amor
romántico y sus marcas de exclusividad, propiedad, control, presentes incluso
en relaciones poliamorosas. Para deconstruir el amor romántico se puede o no
tener alguna relación amorosa de compromiso. Lxs contra-amorosxs son críticos
al concepto del amor establecido y aprendido. De hecho algunas personas evitan
el concepto amor, marian pessah ha denominado este tipo de relación, ruptura de
la monogamia obligatoria RMO o Anarquía relacional (Mogrovejo, 2016: 57-60).
El contra-amor replantea los pactos de las
asociaciones emocionales descentrando los conceptos de amor, pareja y
sexualidad, en el supuesto que amor es igual a pareja, pareja a sexualidad,
amor a sexualidad, que el amor es el centro de la vida de las personas o que la
disidencia es sexo-afectiva. Implica la reconfiguración del sujeto autónomo,
cuya felicidad y bienestar afectivo no depende del amor de un/a otro/a;
replantea el lugar del amor y los afectos en la vida de las personas. El
ejercicio de la libertad supone asumir el amor y la afectividad como un
laboratorio de experimentación cuyos acuerdos y pactos pueden modificarse y
transformarse permanentemente, de tal manera que los conceptos de verdad,
estabilidad y certeza están en cuestión. No existe un amor verdadero y otros
falsos. La búsqueda de estabilidad y certeza, conceptos de interés económico y
patrimonial, nos han entrampado en relaciones de dependencia, condena y
frustración, por lo que el ejercicio de la libertad deberá buscar nuevos marcos
de referencia por medio de la experimentación, teniendo en cuenta que todo pacto
es construido y sujeto a replanteamientos. Bajo el supuesto de la verdad y el
amor romántico, la heterosexualidad, la monogamia, el deseo erótico y maternal
reclaman para sí universalidad. Para romper con el régimen de la “verdad
monogámica”, se requiere asumir el carácter contingente y singular de los
vínculos hasta la incertidumbre, los amores no son superiores, ni siquiera más
exitosos (Tribasacce, 2016: 27-32). La búsqueda de seguridad,
permanencia y patrimonio, crean ataduras y esclavizan.
El laboratorio cuestiona la validez de las
recetas, las normas o fórmulas universales, cada relación es única, diversa y
cuenta con características particulares, por lo que necesita sus propios
acuerdos. Sin embargo, la necesidad de una ética del cuidado se hace presente
fundamentalmente en los ámbitos de la salud sexual y emocional, así como en las
formas de comunicación. Aunque los acuerdos pueden modificarse según las
necesidades. La ética del cuidado refiere la consideración y validación de los
procesos, subjetividad, sentimientos, tiempos, condiciones materiales y que las
socias consideren para los acuerdos. Sin embargo, no son eternos, ni de sangre.
Lejos del control, deben apostar al crecimiento mutuo, si promueve el control,
filtra la presencia del Estado que normativiza y privatiza, ¿cómo sacar al
Estado de la cama y de las relaciones amorosas y construir relaciones más
libres y experimentales? Debemos ser conscientes que los apegos producto de la
emocionalidad y la sexualidad, provienen de los únicos modelos
de
relación heterosexuales, monogámicos, raciales, clasistas y
misóginos que el Estado difunde para organizar lo social y lo
político, por lo tanto, hay que politizar los conflictos, sacarlos del ámbito
de lo íntimo y personal.
¿Qué comunicar? Contar todo rompe la
individuación y puede dar herramientas para el control minimalista, puede
alimentar el ejercicio de poder, o una relación de sumisión y dominación. Sin
embargo es sano nutritivo y retroalimentador hablar, mejora la relación. La
experiencia nos dice que es importante comunicar los ámbitos relevantes al
compromiso, como una nueva relación que se convierte significativa, la forma
cómo una u otras relaciones nos alimentan, etc. Los acuerdos de cómo llevar
la(s) relación(es) o qué comunicar, son flexibles (Mogrovejo, 2016: 13-26).
Si bien el cuerpo de las mujeres ha sido uno de los
primeros territorios que el Estado ha intentado privatizar, para acrecentar el
plusvalor de la economía capitalista, la soberanía de nuestro cuerpo es un
desafío a la lógica de acumulación y en consecuencia una apuesta a la
reapropiación de los bienes comunales. Federici nos recuerda que el cuerpo debe
ser nuestro, ni del estado, ni del mercado. Existe un interés internacional
para impedir que las mujeres puedan decidir. El cuerpo de las mujeres es la
gran barrera que el capital no ha sido capaz de superar. La privatización del
cuerpo y sexualidad de las mujeres ha permitido su control individualizado
(Federici, 2013: 190-196). De esta manera, la experimentación pública y
colectiva del placer sexual, dentro de marcos de la ética y el cuidado, representan
rupturas y reposicionamientos a las políticas de control y expoliación de los
cuerpos de las mujeres.
La construcción del deseo colectivo pone de
manifiesto la reconfiguración de una praxis comunitaria. En un momento histórico donde la
economía global se ha propuesto eliminar la importancia de los bienes comunes,
no únicamente sobre la propiedad de la tierra, también de experiencias
solidarias que refuerzan lazos colectivos, para imponer lógicas privatizadoras
de la organización social y la economía
política. La comunalidad aparece una y otra vez como un reclamo y
utopía, en la crítica a las diversas formas de propiedad privada. Como
impugnación a la dimensión individualista occidental, es un desafío recuperar
las prácticas colectivas o comunalistas de nuestros pueblos originarios como
marcos referenciales de desprivatizar el cuerpo y la sexualidad.
En esta tarea de reapropiación de nuestros cuerpos,
emociones y decisiones, retomo para terminar a Emma Goldman: “¿Amor
libre? ¿Acaso el amor puede ser otra cosa más que libre?” (Goldman, 1911:
233-245).
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