EL FEMINISMO EN LA ERA DEL NEOLIBERALISMO HEGEMONICO[1]
Norma Mogrovejo Aquise
Si bien el feminismo, según la
versión occidental, tiene sus orígenes
en la Europa de la Revolución Francesa (Gargallo; 2006), llegó a América Latina
a finales del siglo XIX con las sufragistas quienes luchaban por alcanzar el
derecho al voto (Lau; 2006).[2]
Sin embargo la mayor expresión de este movimiento social conocido como “la
nueva ola del feminismo” o el “neofeminismo” se inicia a principio de los
setentas. Éste, fue considerado un fenómeno revolucionario, al “politizar” lo
privado, las feministas generaron nuevas categorías de análisis, nuevas
visibilidades e incluso nuevos lenguajes para nombrar lo hasta entonces sin
nombre: violencia doméstica, asedio sexual, violación en el matrimonio,
feminización de la pobreza, etc., como algunos de los nuevos significantes que
colocó en el centro de los debates políticos (Vargas; 2006). El sujeto mujer
era rearticulado desde pequeños grupos donde las mujeres estrenaron el diálogo
entre si como una forma de apropiarse del lenguaje, de sus cuerpos y del
espacio de la política. Sin embargo, la construcción de un pensamiento
feminista latinoamericano no ha estado ajeno a influencias de otras regiones y
a momentos histórico–políticos, así, la llegada de la globalización y el
neoliberalismo obligó a cambiar las dinámicas de acción y las perspectivas de
análisis, de ahí que se deba hablar no de un único feminismo sino de corrientes
que han tomado posición justamente frente al fenómeno de la globalización.
La igualdad
El primer ideal ético concebido por
las feministas de la nueva ola fue el de la igualdad, inspiradas en la
reflexión feminista de las sufragistas y feministas existenciales, buscaron ganarse
un lugar en la historia, integrándose a la lógica y los valores de la
racionalidad dominante “nación-estado”. El Estado les había negado la calidad
de ciudadanas y debían reclamarle a él su calidad de personas con iguales
derechos. El feminismo de la igualdad influenciado por el feminismo radical
norteamericano planteó además de las reformas por la inclusión de las mujeres
al mercado laboral y el espacio público, transformaciones en el espacio privado
y cuestionamientos de las relaciones de poder que se daban en la familia y la
sexualidad. Así, el feminismo debía cambiar el día a día en la calle y los
dormitorios. La demanda “lo personal es político” tuvo repercusiones en una
Latinoamérica marcada todavía con las dictaduras y una represión política
generalizada, “democracia en la casa y el país”; expresaba el reclamo por un
cambio tanto en los ámbitos privados como públicos. Así, llevaron a cabo acciones
para transformar la realidad: protestas públicas contra los concursos de
belleza; contra la violencia; en favor del aborto, generación de grupos de
autoconciencia y centros alternativos de autoayuda, etc,.
El feminismo radical abrió las
puertas a una crítica de la cultura patriarcal, la revalorización de una
cultura propia de las mujeres y la generación de un feminismo de la diferencia
o feminismo cultural.
La diferencia y la autonomía
Es así que nos llegó el Feminismo de
la Diferencia, basándose fundamentalmente en el rescate de los llamados
“valores femeninos”, planteó la búsqueda de una “identidad” propia de la mujer
que marcaría su diferencia con respecto al hombre en un cuestionamiento al
modelo androcéntrico donde el varón es la medida de lo humano, que incluso se
apropia de lo neutro. Esta corriente centra su análisis precisamente en la
diferencia sexual. (Varela, 2005:120).
La teoría de la diferencia sexual
plantea que el sistema de géneros como relación jerárquica, ata a las mujeres a
los hombres, impidiendo que su deseo de saber y de devenir sujetos
corporizados, exprese su diferencia con el pensamiento masculino dominante. En
la historia, el uso peyorativo de todo lo femenino y feminizado es
estructuralmente necesario para el funcionamiento del sistema patriarcal y que,
por lo tanto, reivindicar el valor fundamental de la diferencia femenina es la
forma más profunda de lograr la deconstrucción del orden que se erige a sí
mismo como modelo único a seguir.[3] Esta corriente es
crítica a las reivindicaciones de la igualdad ya que considera que no han
propuesto nuevos valores.
Esta corriente tuvo su mayor expresión en 1993
cuando un grupo de feministas (autodenominadas Las Cómplices) mexicanas y
chilenas, planteó la diferencia con un feminismo que, consideraban, se estaba
transformando en un movimiento continental de organismos no gubernamentales
para la demanda de leyes, para alcanzar la igualdad, sin cuestionar la política
económica mundial posterior a la caída del muro de Berlín en 1989, ni la
procedencia de los fondos que utilizan las ONG. El repudio a los cánones
patriarcales no debía servir para dialogar con el mundo de los hombres ni para
reclamarles algo, sino para reflexionar sobre la acción feminista, reconocer la
diferencia entre mujeres como el derecho a la diferencia y que no impone la
desigualdad. En el marco de la preparación de la Conferencia de Beijing (1995),
organizada por la ONU, el Manifiesto de las Cómplices era una declaración de
deslindamiento, una primera posición contra lo que cinco años después vendría a
llamarse globalización (Gargallo; 2006).
La denominada corriente institucional
que derivó de la corriente de la igualdad se fortaleció con la generación de
Organismos No Gubernamentales de mujeres con financiamiento de la Cooperación
Internacional para apoyar acciones positivas y de resistencia a favor de las
mujeres. Si bien esta experiencia aportó mucho al fortalecimiento del
movimiento feminista latinoamericano en un primer momento, la tendencia a la
institucionalización hacía priorizar resultados que las agencias financieras
exigían, así estas ONGs fueron cada vez, rigiéndose bajo la lógica laboral
asalariada más que sobre la reflexión del sujeto mujer latinoamericano
(Fischer, 2005:54).
Este feminismo institucional tiene
sus raíces en el impulso del Informe Mundial sobre el Estatus de la Mujer que
cambió la idea de que la situación de las mujeres fuese competencia exclusiva
de los gobiernos nacionales y la creación de la Comisión sobre el Estatus de
las Mujeres de las Naciones Unidas en 1946, esta corriente ha conformado
lobbys, grupos de presión y negociaciones hacia la creación de ministerios o
institutos interministeriales de la mujer, su apuesta es situarse dentro del
sistema y aunque para muchas no es
feminismo, esta corriente ha logrado cambios concretos para las mujeres a
través de los convenios internacionales que los países han firmado con Naciones
Unidas (Varela, 2005:123). Es así que producto de la Conferencia de Beijin, hubo
el compromiso de los Estados de incorporar la agenda de género al sistema
político y en consecuencia, la creación de institutos o ministerios de la mujer
manejados por actores ahora gubernamentales no necesariamente feministas, dando
lugar a la tecnocracia de género y una clase política denominada “las
expertas”, las que hablan y negocian a nombre de las mujeres. Sin embargo, la
aplicación de las políticas de género tampoco responde a las buenas intenciones
de las expertas sino a condicionantes legales, administrativas, adscripciones
partidarias e ideologías que pueden ser absolutamente contrarias a los
principios que originaron dichos espacios. Es el caso de gobiernos
conservadores como el mexicano, que si bien con la obligatoriedad de
institucionalizar la perspectiva de género tuvieron que modernizar su discurso
sobre el papel de la mujer, sin embargo la base femenina del PAN se deslinda
del feminismo y defiende por principios doctrinarios el derecho a la vida desde
la concepción del ser humano hasta la muerte, y plantea serias resistencias a reconocer
los derechos de las disidencias sexuales. En tales casos, la infraestructura
para institucionalizar la perspectiva de género sirve para difundir valores
morales y religiosos como la defensa de la familia, la vida y porque no del
mercado. O en el caso de gobiernos de izquierda, la perspectiva de género entra
en contradicción al promover los derechos de las mujeres y negarse a reconocer
mínimos derechos laborales de sus trabajadoras y manteniendo una relación
patronal bajo la lógica del mercado neoliberal. O el de la candidata feminista
que por mantener el presupuesto que otorga la legalidad electoral, reconoce
como legítimo al candidato que llegó al poder bajo diversas formas probadas de
fraude electoral. Situaciones donde género y Estado parecieran no ser compatibles.
Gargallo afirma que con algunos gobiernos
conservadores aparecieron “feministas de derecha” que reivindican el derecho de
las mujeres a no sufrir violencia doméstica y ocupar puestos políticos
importantes pero, a la vez, combaten con juicios morales y religiosos el
derecho al aborto, el reconocimiento de las disidencias sexuales y la
anticoncepción. Se oponen a las críticas a la familia nuclear y declaran muerto
el feminismo como teoría de las mujeres, pero no critican que sus gobiernos se ensañen violentamente
contra las mujeres que reivindican posiciones políticas contrarias, no
castigando el uso de la violencia sexual ejercido por sus órganos represivos
(policías o ejército) o afines (paramilitares). A la vez, nunca exigen el fin
de la impunidad con la violencia como los feminicidios.
Con estas representantes de la
derecha, las especialistas de género están obligadas a pactar en los espacios
públicos haciendo del feminismo una práctica funcional para el sistema
capitalista, neoliberal y represor.
La crítica de las autónomas a la
corriente institucional o el también denominado feminismo hegemónico, se centra
principalmente en la instalación de un neocolonialismo debido a que primero las
ONGs y ahora las instancias
gubernamentales se han visto condicionadas por los intereses de las agencias
financieras y los países que representan, de esta manera, la movilización de
cientos de mujeres que emergían en los 80s, fue reemplazada por las
negociaciones y lobbys de estas instituciones que hablan a nombre del conjunto
de las mujeres. Así, por ejemplo, la agenda de los derechos sexuales y
reproductivos fue una demanda impuesta por las agencias internacionales como
parte de los intereses de los Estados y la respuesta al nuevo contexto
económico en la perversa relación población-economía y desarrollo. (Espinosa,
2007).
El feminismo post-estructural en tiempos de globalización
El impacto de las lógicas
neoliberales en los noventa no sólo en lo económico, también en lo social y lo
cultual acentuó la tendencia hacia la privatización incluso de las conductas
sociales y una creciente fragmentación e individuación de las acciones
colectivas como movimiento, al generarse una “cultura del yo, recelosa de
involucrarse en compromisos colectivos” (Lechner; 1996). Este cambio de época
trajo también cambios en los discursos, en los análisis y las miradas. Si el
marco interpretativo para el feminismo y otros actores sociales había sido el
Estado-nación, ahora debilitado por las transformaciones de la globalización,
las escalas de la acción social se trasladan de lo local a lo global y
reaparecen no tan nuevos paradigmas, así, toman centralidad demandas como las
de derechos humanos, derechos sexuales y reproductivos y diversidad sexual.
Ante este ¿nuevo? panorama, vale la
pena hacer algunas preguntas ¿Porqué las demandas están ahora centralizadas
únicamente en el ámbito de los derechos?¿Qué pasó con la construcción del
sujeto mujer y sus demandas específicas? ¿Qué pasó con los cuestionamientos que
hacían a las relaciones de poder clasistas, racistas, generacionales, androcéntricas
y heterocentricas? ¿Es cierto que pierde sentido la interpelación al Estado
ante la arremetida del neoliberalismo aún cuando es el propio Estado quién abre
las puertas a las transnacionales?
No es casual que la descentración del
sujeto mujer por la tecnología del género es reforzado por una nueva corriente
feminista que viene tanto de Europa como Norteamérica, denominada feminismo
post-estructural, que plantea una
crítica a la teoría de la diferencia sexual. Cuestionan que la biología sea una
determinación en la conformación de la identidad y afirman que la corriente de
la diferencia es incapaz de plantear nuestro futuro a largo plazo.
El feminismo post-estructuralista,
rechaza por completo la posibilidad de definir a la mujer como tal y trata de
deconstruir todos los posibles conceptos de la mujer. El concepto “mujer” desde
el post-estructuralismo, denominado también nominalista, sostiene que es una
ficción, y que el feminismo debe orientar sus esfuerzos a desmantelarla. No
obstante, la adhesión al nominalismo plantea serias dificultades al feminismo.
¿Cuál sería el fundamento de una política feminista que deconstruye al sujeto
femenino? El nominalismo amenaza con aniquilar el propio feminismo (Alcoff, s/f
:16).
Si se admite que el género es
simplemente un constructo social, la necesidad e incluso la posibilidad de una
política feminista quedan en entredicho. ¿Qué podemos solicitar en nombre de
las mujeres si “las mujeres” no existen y todo lo que se pide en su nombre
únicamente consolida el mito de que sí? ¿Cómo podemos atrevernos a censurar el
sexismo y a proclamar que perjudica los intereses de las mujeres, si tal
categoría es una ficción?
Según el post-estructuralismo, la
raza, la clase y el género son constructos y, por tanto, no pueden ratificar
ninguna concepción sobre la justicia y la verdad, puesto que no existe una
sustancia esencial subyacente que liberar, realzar o sobre la que construir.
Así llegamos a la desestructuración
de las identidades. Más que la búsqueda de una identidad colectiva, se trata de
la ruptura de las identidades fijas, la deconstrucción de los géneros establecidos
y de los sexos asignados. Las identidades son mutables, dependen de momentos
estratégicos, políticos incluso lúdicos y este nomadismo es lo que pone de
relieve la futilidad de buscar una estabilidad definitiva en lo referente al
cuerpo, el género o la sexualidad, lo que puede disolver los dispositivos de
normalización (Sáens, 2004).
Bajo estos conceptos, la
reivindicación de las identidades diferenciadas como el de hombre, mujer,
lesbiana, homosexual, bisexual, heterosexual pierden sentido, Espinosa plantea
que, en la política feminista de la resubjetivación, una vez entrada los
noventa en una carrera por la legitimación y la lucha por conquistar espacios
de poder institucional, con la instalación definitiva del feminismo del Estado
y de las agendas internacionales en casi todo los países, ya no hubo espacio al
interior del feminismo, para pensar la sexualidad fuera de los derechos como
producción de sujeto. Fue así como, de cuestionar la heterosexualidad
obligatoria como institución patriarcal que oprime a todas las mujeres, se pasó
a una política de respeto a la diversidad sexual, y/o de derechos sexuales y
reproductivos, centralizada en la
prevención del SIDA y la legalización de parejas homosexuales, entre otros
temas de inclusión. (Espinosa, 2007).
Coincidiendo con la premisa de que el
género es un constructo social, no esencial, el concepto “mujer” no se puede
definir por los atributos, ni biológicos ni sociales, sino por la posición en
un entramado de relaciones, donde lo biológico, lo social, lo económico, lo
cultural toman lugar en la constatación de que su posición en esa trama carece
de poder y movilidad y precisa un cambio radical. Así, de Lauretis afirma que
la identidad de una mujer es producto de su propia interpretación y de la
reconstrucción que haga de su historia, permeada por el contexto cultural
discursivo al que tiene acceso (De Lauretis, 1992).
Por ello es importante reflexionar
sobre el porqué de la pérdida del discurso feminista y la centralidad del
concepto mujer ante un poder hegemónico que ha aprendido a desdibujar
problemáticas e imponer paradigmas. La rebeldía de las mujeres desde una
posición autónoma resultaba demasiado incómoda para el sistema de poder porque
cuestionaban la lógica misma de las relaciones sociales.
Si bien es cierto que desde la
institucionalización se ha logrado mejoras en la condición de las mujeres, la
inserción de éstas a las lógicas del poder ha impedido cuestionar a las mismas
y las ha obligado a la complicidad de reforzar las dinámicas del mercado neoliberal
a costa de diluir el sentido mismo del feminismo, así, de la búsqueda de la
libertad debemos conformarnos con los derechos. De ahí que Francesca Gargallo
nos advierta del surgimiento de un feminismo de derecha que lejos de potenciar
la rebeldía de las mujeres, los pactos institucionales han servido para
desmovilizar, confundir, alimentar los sentimientos de frustración y sobretodo,
alimentar a un sistema de poder regido por la lógica del mercado.
Para Margarita Pisano, uno de los
principales desafíos sigue siendo la reconstrucción del espacio simbólico de la
masculinidad que contiene en sí el espacio de la feminidad (Pisano; 1999). En
algunos momentos las mujeres se instalan en los lugares de poder de la
masculinidad como la política pero siempre al servicio de los intereses de la
masculinidad, esos “grandes avances” son formas de reacomodo de las estructuras
masculinas, negociar en condiciones de desigualdad es una transacción en la
cual uno se somete a las condiciones de juego del que tiene el poder, ya que
sólo negocian los que se reconocen con equivalencia de poderes y necesidades
(Fischer; 2005).
¿Que hacer ante dicho panorama?
Encuentro indispensable recuperar y reconocer nuestra historia de resistencia
para reencontrar una posición en ese
entramado de relaciones de poder y resignificar el concepto de mujer en esa
historia de rebeldía ante un poder hegemónico. Aunque muchas feministas
consideran que en el dominio de lo político, la diferencia sexual no debe ser
una distinción pertinente, es importante evitar la tesis del humano genérico
universal y neutro que nos tapa los ojos ante el racismo, el androcentrismo, la
heterosexualidad obligatoria y ahora los intereses del mercado.
Bibliografía
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autonomía, en: Feminismos disidentes en América Latina y el Caribe. Nouvelles questions feministas 244 N°2.
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Lechner, Norbert La Política ya no es lo que fue NUEVA SOCIEDAD NRO. 144
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Paredes, Julieta
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Sáens, Javier (2004), Teoría Queer y psicoanálisis, España, Editorial Síntesis.
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30 años de la lucha ciudadana de las mujeres en América Latina, LASA, UNIFEM,
Siglo XXI.
[2] Para Julieta Paredes, el feminismo es
la lucha de cualquier mujer en contra de la opresión patriarcal, en cualquier
lugar, en cualquier tiempo, por lo que su inicio no está sujeto a Occidente ni
al evento de la Revolución Francesa, antes y en muchos otros territorios,
hubieron mujeres luchando contra su opresión.
[3] Gargallo, Francesca. Unos apuntes
sobre la teoría lésbica de Norma Mogrovejo, presentación de libro.
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