Epistemología del sur. Visiones sobre los orígenes
de la violencia Patriarcal y la heterosexualidad obligatoria.
Una discusión desde el Abya Yala
Norma
Mogrovejo
La
reconstrucción de un cuerpo teórico feminista que tenga correspondencia con el
pasado histórico de nuestros territorios y ancestras, es decir pensado desde el
sur, desde las experiencias coloniales de nuestros territorios del Abya Yala, y
no desde las experiencias de mujeres europeas, la inician algunas feministas
quienes dilucidan sobre la existencia del patriarcado y la heterosexualidad
obligatoria; y sus características en el mundo prehispánico, así como la
imposición de las categorías sexo, género, raza, clase, monogamia, familia,
estado, nación, etc., a partir del hecho colonial y que aún están presentes, en
tal sentido, la reflexión apunta a la necesidad de descolonizar para
despatriarcalizar.
María Lugones,
argentina, radicada en Estados Unidos, si bien no basa sus estudios en la
dimensión geopolítica del sur, en una crítica al concepto de Colonialidad del poder de Quijano,[1]
plantea el concepto Colonialidad de
género con el que inicia un cuestionamiento a la existencia del concepto de
género en contextos pre coloniales. Apoyada en el trabajo de Oyuronke Oyewumi,
feminista nigeriana y Paula Allen Gunn, feminista indígena de EEUU plantea que
el género junto a la raza son constructos coloniales para racializar y generizar a las sociedades que
sometían. Según estas feministas no existían en las sociedades yoruba ni
pueblos indígenas de América del Norte un principio organizador parecido al
género de Occidente antes de la colonización. No dividían ni jerarquizaban sus
sociedades en base al género, y las mujeres tenían acceso igualitario al poder
público y simbólico. No existía una división sexual del trabajo y sus
relaciones económicas se basaban en principios de reciprocidad y
complementariedad. El principio organizador más importante era la edad
cronológica. Lo biológico anatómico sexual poco tenía que ver con la
organización social. Era lo social que organizaba lo social.
En Heterosexualismo
y el sistema colonial / moderno de género, siguiendo las investigaciones de Oyewumi y
Allen analiza la heterosexualidad como un dispositivo obligatorio que el
colonizador impuso en las colonias para a través de la engenerización
(imposición del género), implementar los cambios necesarios para el proceso
constitutivo del capitalismo Eurocentrado moderno/colonial.
El
sistema de género prevaleciente tenía una alta estima a la homosexualidad y
reconocían más de dos géneros. Muchas comunidades tribales de Nativos
Americanos, reconocían un "tercer” género, y entendían al género en
términos igualitarios, no en los términos de subordinación que el capitalismo
Eurocentrado impuso. Las diferencias de actividades o comportamientos entre
hombres y mujeres no representaban categorías opuestas como el dimorfismo
occidental traducido luego como binario, ni estaban relacionadas por medio de
una jerarquía.
Apoyándose
en Michael J. Horswell, Lugones afirma que el tercer género no significa tres
géneros, sino una manera de desprenderse de la bipolaridad del sexo y el
género. El “tercero” es emblemático de otras posibles combinaciones aparte de
la dimórfica. El término berdache es
utilizado, a veces, como "tercer género." Horswell relata que el
berdache hombre ha sido documentado en casi ciento cincuenta sociedades de
América del Norte y la berdache mujer en la mitad de ese mismo número. También
comenta que la sodomía, incluyendo la ritual, se registró en sociedades andinas
y en muchas otras sociedades nativas de las Américas. Los Nahuas y Mayas
también reservaban un rol para la sodomía ritual.
Junto a la racialización y generización se impuso la
heterosexualidad característica de la construcción colonial/moderna de las
relaciones entre hombres y mujeres. Pero la heterosexualidad no está
simplemente biologizada de una manera ficticia, también es obligatoria y permea
la totalidad de la colonialidad del género, en la compresión más amplia del
concepto. En este sentido, el capitalismo Eurocentrado global es heterosexual.
Esta heterosexualidad ha sido coherente y duraderamente perversa, violenta,
degradante, y ha convertido a la gente ‘no blanca’ en animales, a las mujeres
blancas en reproductoras de “la Raza (blanca)” y de “la Clase” (burguesa); y a
los homosexuales en parias, despreciados, perseguidos y ejecutados.
El lugar del género en las
sociedades precolombinas permite un giro paradigmático en la comprensión de la
naturaleza y el alcance de los cambios en la estructura social que fueron
impuestos por los procesos constitutivos del capitalismo Eurocentrado
moderno/colonial. Esos cambios se introdujeron a través de procesos
heterogéneos, discontinuos, lentos, totalmente permeados por la colonialidad
del poder, que violentamente inferiorizaron a las mujeres colonizadas,
desintegraron las relaciones comunales e igualitarias, el pensamiento ritual y
su cosmogonía, los procesos colectivos de toma de decisiones, las economías,
las construcciones del saber, etc. La violación heterosexual de mujeres indias
o de esclavas africanas coexistió con el concubinato como, así también, con la
imposición del entendimiento heterosexual de las relaciones de género entre los
colonizados, cuando convino y favoreció al capitalismo Eurocentrado global y a
la dominación heterosexual sobre las mujeres blancas.
La
imposición del sistema de género fue y es completamente violento, ha implicado
la reducción profunda de hombres, mujeres y el tercer género del Abya Yala. De
ser dueñxs de sus territorios, cuerpos, sexualidad, deseo, de su cosmogonía,
religiosidad, economía, etc. fueron
reducidos a la animalidad, al sexo forzado con los colonizadores blancos, y a
una explotación laboral tan profunda que, a menudo, los llevó a trabajar hasta
la muerte.
En una
crítica a Quijano, Lugones afirma que la concepción de género de Quijano, un
concepto (supuestamente) anterior a la sociedad y la historia, tiene un efecto
naturalizador de las relaciones de género y la heterosexualidad, además, sirve
para encubrir la forma en que las mujeres del tercer mundo experimentan la
colonización y continúan sufriendo sus efectos en la poscolonialidad. Las
mujeres no sólo fueron racializadas, sino también fueron reinventadas como
“mujeres” de acuerdo a los códigos y principios discriminatorios de género
occidentales.
La reducción del género a
lo privado, al control sobre el sexo, sus recursos y productos es una
entelequia ideológica tejida como biológica. La raza no es ni más mítica ni más
ficticia que el género, ambos son ficciones poderosas.
La
colonización creó las circunstancias históricas para que las mujeres africanas
e indígenas de Norte América perdieran las relaciones relativamente
igualitarias que tenían con los hombres de sus sociedades y cayeran no sólo
bajo el dominio de los hombres colonizadores, también bajo el de los hombres
colonizados. La subordinación de género fue el precio que los hombres colonizados
trazaron para conservar cierto control sobre sus sociedades. Esta es la
transacción de los hombres colonizados con los colonizadores lo que explica
según Lugones la indiferencia hacia el sufrimiento de las mujeres del tercer
mundo por parte de los hombres incluso de izquierda y su silencio alrededor de
la violencia de las mujeres en la actualidad. Siguiendo a Lugones, la imposición
de las categorías de raza y género, produjo rajaduras profundas en las
solidaridades posibles entre las mujeres de la metrópoli y la periferia y entre
hombres y mujeres de la periferia, sin excluir tampoco las relaciones entre las
mujeres de la periferia, caracterizada por una colonización interna luego de su
emancipación colonial de España. En tanto para Lugones el género fue una
imposición europea, la existencia del patriarcado en los territorios del Abya
Yala es cuestionada, tesis en la que se basa para recusar los aportes de las
feministas blancas en los análisis de los feminismos del Abaya Yala.
Laura Rita
Segato en su texto Género y colonialidad:
en busca de claves de lectura y de un vocabulario estratégico descolonial,
plantea la existencia de un sistema patriarcal previo a la colonia al que
denomina Patriarcado de baja intensidad.
Segato afirma que datos documentales, históricos y etnográficos del mundo
tribal, muestran la existencia de estructuras reconocibles de diferencia, semejantes a lo que llamamos
relaciones de género en la modernidad, conteniendo jerarquías claras de
prestigio entre la masculinidad y la feminidad, representados por figuras que
pueden ser entendidas como hombres y mujeres.
Segato afirma que, pueblos
indígenas, como los Warao de Venezuela, Cuna de Panamá, Guayaquís de Paraguay,
Trio de Surinam, Javaés de Brasil y el mundo incaico pre-colombino, entre
otros, así como una cantidad de pueblos nativo-norte-americanos y de las
primeras naciones canadienses, además de todos los grupos religiosos
afro-americanos, incluyen lenguajes y contemplan prácticas transgenéricas
estabilizadas, casamientos entre personas que el occidente entiende como siendo
del mismo sexo, y otras transitividades de género bloqueadas por el sistema de
género absolutamente enyesado de la colonial / modernidad. También afirma como
reconocibles, en el mundo pre-intrusión, las dimensiones de una construcción de
la masculinidad que ha acompañado a la humanidad a lo largo de todo el tiempo
de la especie, a la que denomina “pre-historia
patriarcal de la humanidad”, caracterizada por una temporalidad lentísima
(Segato 2003b). Esta masculinidad es la construcción de un sujeto obligado a
adquirirla como status, atravesando probaciones y enfrentando la muerte a lo
largo de toda la vida bajo la mirada y evaluación de sus pares, probando y
reconfirmando habilidades de resistencia, agresividad, capacidad de dominio y
acopio, para poder exhibir el paquete de potencias - bélica, política, sexual,
intelectual, económica y moral - que le permitirá ser reconocido y titulado
como sujeto masculino. Esto indica, por un lado, que el género existe, pero de
forma diferente que en la modernidad. Y por el otro, que cuando esa
colonial/modernidad se aproxima al género de la aldea, lo modifica
peligrosamente. Interviene la estructura de relaciones de la aldea, las captura
y las reorganiza desde dentro, manteniendo la apariencia de continuidad pero
transformando los sentidos, al introducir un orden ahora regido por normas
diferentes. Esta cruza es realmente fatal, porque un idioma que era jerárquico,
en contacto con el discurso igualitario de la modernidad, se transforma en un
orden super-jerárquico, debido a dos factores: la superinflación de los
hombres, en su papel de intermediarios con el mundo exterior, del blanco; y la
superinflación de la esfera pública, habitada ancestralmente por los hombres,
con el derrumbe y privatización de la esfera doméstica, a lo que Segato
denomina la totalización progresiva por la esfera pública o totalitarismo de
la esfera pública.
Sería posible inclusive sugerir
que es la esfera pública lo que hoy continúa y profundiza el proceso
colonizador. Si siempre existió una jerarquía en el mundo de la aldea, un
diferencial de prestigio entre hombres y mujeres, también existía una
diferencia, que ahora se ve amenazada por la injerencia y colonización por el
espacio público republicano, que difunde un discurso de igualdad y expele la
diferencia a una posición marginal, problemática.
Desde la perspectiva de la aldea,
las agencias de las administraciones coloniales que se sucedieron entran en ese
registro: con quien se parlamenta, guerrea, negocia, pacta y, en épocas
recientes, de quien se obtienen los recursos y derechos que se reivindican en
tiempos de política de la identidad. La posición masculina ancestral, por lo
tanto, se ve ahora transformada por este papel relacional con las poderosas
agencias productoras y reproductoras de colonialidad. Es con los hombres que
los colonizadores guerrearon y negociaron, y es con los hombres que el estado
de la colonial / modernidad también lo hace. Para Arlette Gautier, fue
deliberada y funcional a los intereses de la colonización y a la eficacia de su
control la elección de los hombres como interlocutores privilegiados: “la
colonización trae consigo una pérdida radical del poder político de las
mujeres, allí donde existía, mientras que los colonizadores negociaron con
ciertas estructuras masculinas o las inventaron, con el fin de lograr aliados” (2005:
718) y promovieron la “domesticación” de las mujeres y su mayor distancia y sujeción
para facilitar la empresa colonial.
Si bien en el espacio público del
mundo de la aldea de un gran número de pueblos amazónicos y chaqueños existen
restricciones precisas a la participación y alocución femenina y es reservada a
los hombres la prerrogativa de deliberar, estos hombres, interrumpen al
atardecer el parlamento en el ágora tribal, sin llegar a conclusión alguna,
para realizar una consulta por la noche en el espacio doméstico. Solo se
reanudará el parlamento al día siguiente, con el subsidio del mundo de las
mujeres, que solo habla en la casa. Caso esta consulta no ocurra, la penalidad
será intensa para los hombres. Esto es habitual y ocurre en un mundo claramente
compartimentalizado donde, si bien hay un espacio público y un espacio
doméstico, la política, como conjunto de deliberaciones que llevan a las
decisiones que afectan la vida colectiva, atraviesa los dos espacios. En el
mundo andino, la autoridad de los mallkus, aunque su ordenamiento interno sea
jerárquico, es siempre dual, involucrando una cabeza masculina y una cabeza
femenina y todas las deliberaciones comunitarias son acompañadas por las
mujeres, sentadas al lado de sus esposos o agrupadas fuera del recinto donde
ocurren, y ellas hacen llegar las señales de aprobación o desaprobación al
curso del debate.
Si es así, no existe el monopolio
de la política por el espacio público y sus actividades, como en el mundo
colonial moderno. Al contrario, el espacio doméstico es dotado de politicidad,
por ser de consulta obligatoria y porque en él se articula el grupo corporativo
de las mujeres como frente político.
El género, así reglado,
constituye una dualidad jerárquica, en la que ambos términos que la componen, a
pesar de su desigualdad, tienen plenitud ontológica y política. En el mundo de
la modernidad no hay dualidad, hay binarismo. Mientras en la dualidad la
relación es de complementariedad,[2] la relación binaria es
suplementar, un término suplementa – y no complementa – el otro.
De acuerdo a la interpretación
del dualismo, Segato afirma que el doméstico es un espacio completo con su
política propia, con sus asociaciones propias, jerárquicamente inferior a lo
público, pero con capacidad de autodefensa y de auto transformación. Podría
decirse que la relación de género en este mundo configura un patriarcado de
baja intensidad, comparado con las relaciones patriarcales impuestas por la
colonia y estabilizadas en la colonialidad moderna.
Con la transformación del
dualismo, el género se enyesa, a la manera occidental, en la matriz
heterosexual, y pasan a ser necesarios los Derechos de protección contra la
homofobia y las políticas de promoción de la igualdad y la libertad sexual,
como el matrimonio entre hombres o entre mujeres, prohibido en la colonial
modernidad y aceptado en una amplia diversidad de pueblos indígenas del
continente.
Las presiones que impuso el
colonizador sobre las diversas formas de la sexualidad que encontró en el
incanato han sido reveladas por Giuseppe Campuzano en crónicas y documentos del
siglo XVI y XVII (Campuzano 2006 y 2009, entre otros). En ellas se constata la
presión ejercida por las normas y las amenazas punitivas introducidas para
capturar las prácticas en la matriz heterosexual binaria del conquistador, que
impone nociones de pecado extrañas al mundo aquí encontrado y propaga su mirada
pornográfica.
Esto nos permite concluir que
muchos de los prejuicios morales hoy percibidos como propios de “la costumbre”
o “la tradición”, aquellos que el instrumental de los derechos humanos intenta
combatir, son en realidad prejuicios, costumbres y tradiciones ya modernos,
esto es, oriundos del patrón instalado por la colonial modernidad. En otras
palabras, la supuesta “costumbre” homofóbica, así como otras, ya es moderna y,
una vez más, nos encontramos con el antídoto jurídico que la modernidad produce
para contrarrestar los males que ella misma introdujo y continúa propagando
(las políticas antihomofóbicas).
Ese enyesamiento en posiciones de
identidad es también una de las características de la racialización, instalada
por el proceso colonial moderno, que empuja a los sujetos a posiciones fijas
dentro del canon binario, constituido por los términos blanco – no blanco.
En el proceso de conquista y
colonización, las luchas por derechos y políticas públicas inclusivas y
tendientes a la equidad son propias del mundo moderno, naturalmente, y no se
trata de oponerse a ellas, pero sí de comprender a qué paradigma pertenecen y,
especialmente, entender que vivir de forma descolonial es intentar abrir
brechas en un territorio totalizado por el esquema binario, que es posiblemente
el instrumento más eficiente del poder, es así que el Estado da con una mano,
lo que ya sacó con la otra.
Julieta Paredes en su artículo “Las trampas del patriarcado” y en su
nuevo libro ¿Qué es el feminismo
comunitario?, plantea que la penetración colonial tuvo una carga violenta
sobre nuestros cuerpos y nuestra historia de pueblo, además de un fuerte
contenido de violencia sexual, violencia erótica, fortalecimiento de la
violencia genérica del deseo y su legitimación con la imposición de la
heterosexualidad obligatoria y la monogamia para las mujeres a través del
matrimonio y la familia.
Negar un patriarcado precolonial
es no reconocer nuestra propia dominación y coloniaje, afirma Paredes. El
Tawantinsuyo era la colonización por una casta de quichuas a todos los pueblos
y culturas de alrededor, desde Ecuador hasta el norte de Chile y Argentina. No
otra cosa significa la combinación en el patriarcado precolonial de colonia y
machismo cuando vemos el uso exclusivo que el Inca tenía sobre todas las
mujeres de su imperio, manejando a las acllas (mujeres vírgenes) como
instrumento de lubricación del aparato político y económico de su imperio. Los
hombres del imperio incaico se sentían honrados cuando el Inca les pagaba su
fidelidad con mujeres, los hombres padres se sentían honrados cuando el enviado
del Inca escogía a su hija, todavía niña, para llevarla al acllawasi,
donde sería usada de varias maneras: sexualmente, asesinada en sacrificios,
explotada en su fuerza de trabajo de por vida en beneficio de la casta
gobernante. Y este hombre padre se sentía orgulloso también cuando su hija era
tomada como otra de las esposas del Inca, es decir como la amante del Inca.
¡Qué hay en estos datos sino las mismísimas formas del uso de las mujeres como
botín sexual o de intercambio de mujeres entre hombres, signo de un
patriarcado, que no es lo mismo pero es igual al practicado por los españoles, q’aras,
izquierdistas y demás hombres occidentales de la Historia!
La Colonia, sigue Paredes, tiene
el significado de invasión evidente o sutil de un territorio ajeno para usufructuar
los frutos y productos de los territorios colonizados, y los cuerpos de las y
los colonizados para tomar sus ajayus, sus energías, sus espíritus, para
enajenarlos, ocuparlos y disciplinarlos hasta lograr la internalización de los
invasores en los territorios del cuerpo, la subjetividad, las percepciones y
los sentimientos de identidad y deseo.
El mayor aporte de Paredes se
encuentra en el postulado del Entronque Patriarcal, con la afirmación de la
existencia de un patriarcado originario que permitió a dichos patriarcas andinos
realizar un pacto con los patriarcas occidentales, negociando sus mujeres para
preservar puestos de poder. La invasión colonial penetró territorios invadió
los cuerpos de las mujeres y hombres que vivían en esta tierra Pachamama,
consolidando un entronque patriarcal que fortaleció al sistema de opresiones
patriarcal.
Haciendo una analogía del papel desempeñado
por Gregoria Apaza y Bartolina Sisa en el primer alzamiento organizado contra
la monarquía en Bolivia en 1781, en La Paz, a las que describe como
combatientes estrategas, a cargo de quienes estaba la logística de los
levantamientos; en tanto, manejaban decisiones políticas, económicas y
militares. Paredes concluye que si las mujeres precolombinas manejaban de esta
manera el mundo público, por supuesto que manejaban también su cuerpo, es decir
que eran dueñas de sus cuerpos, sexualidades y decisiones en lo personal y en
lo íntimo. En tal sentido Paredes afirma que en nuestros territorios, si bien existía
un patriarcado originario, las mujeres dirigían rituales religioso-políticos,
eran propietarias de la tierra, en menor proporción a los hombres pero no
estaban destinadas a la indefensión, tenían el ejercicio de conocimientos como
la salud y eran dueñas de sus cuerpos, en tanto, a diferencia de Occidente, las
mujeres devinieron de mejor a peor con la colonia, mientras que en la misma
época en Europa las mujeres eran perseguidas, aguillotinadas, quemadas vivas si
ejercían o mostraban conocimientos adjudicados como propios de la masculinidad,
en tanto devinieron de peor a mejor con el feminismo.
Paredes refiere también las
prácticas homoeróticas como parte de la cultura ancestral y que fueron
perseguidas en la colonia, a través del suplicio de aperramiento, indígenas a
quienes los invasores llamaron sodomitas.
Para Paredes la descolonización
tiene una doble dimensión, la
recuperación de la tierra, territorios, la soberanía de nuestros pueblos y la
denuncia de la heterosexualidad obligatoria, la violación a las mujeres como
práctica machista, de la penalización del aborto, del matrimonio, de la
monogamia de las mujeres y la invisibilización de las lesbianas o marimachos en
las comunidades y en el imaginario del proceso de cambio. En tal sentido, junto
a María Galindo proponen que para despatriarcalizar, es necesario descolonizar.
La propuesta de Paredes respecto
la existencia de procesos previos de colonización a la europea, es sugerente,
en el análisis de la existencia previa de sistemas patriarcales. Los procesos
de colonización llevan implícitos estrategias militares de apropiación de
territorios y sometimiento de la población colonizada y junto a ello, la
apropiación del cuerpo de las mujeres por medio de la violación o la esclavitud
sexual, como ámbitos simbólicos de imposición con el
fin de humillar al enemigo y minar su moral. De esta manera, la presencia de
sistemas coloniales previos a la europea, en el territorio del Abya Yala ha
estado presentes como políticas expansivas,[3] y que dan cuenta de la
presencia de sistemas de género impuestos desde el poder patriarcal,[4] así como la presencia de
sistemas de género cuya organización social no ha implicado estratificación
social,[5] como los que refiere
también Lugones.
No
obstante, Gargallo apunta, una diferencia entre las colonizaciones entre países
cercanos: los mexicas sobre los ñuu savi, los zapotecos sobre los huaves, los
purépechas sobre sus vecinos, que aunque eran verdaderas guerras de invasión y
dominio podían revertirse. Y, sobre todo, no construían sistemas de diferencia
racista entre el colonizado y el colonizador porque a final de cuentas, ambos
se reconocían como de la tierra. La colonización europea acompañó el fin de la
tolerancia religiosa y el desconocimiento mutuo (entre los locales). Sobre éste
pronto se encarama un sistema de diferenciación económica, política, de valores
estéticos, de derechos, que asume la diferencia del fenotipo como una marca de
superioridad o inferioridad social. A este sistema lo llamamos racismo. El
racismo acompaña la colonización europea, pero no era presente en las
colonizaciones americanas antiguas.
Todas las
guerras son acompañadas de agresiones a la población civil, que soporta el peso
de las mismas sin poderse defender. Las principales víctimas son las mujeres:
violadas, raptadas, obligadas al matrimonio con los vencedores, cuando no
esclavizadas para el trabajo o para los sacrificios religiosos. Eso en América,
como en Europa, como en Asia y en África. Las guerras son una actividad de
fortalecimiento de los sistemas patriarcales, entre otras cosas, como la
explotación del fruto del trabajo de otros pueblos (de aquí que guerra y rapiña
se acompañen siempre). Ahora bien, la diferencia entre la guerra colonial
llevada a cabo por los españoles y los portugueses en América y las guerras
coloniales que llevaban a cabo pueblos en busca de la hegemonía local previas a
la invasión europea, es que estos sumaron un sistema de intolerancia a las
culturas locales, todas, y en particular aquellas a las que no le importaba
incorporar. Ese sistema de intolerancia tenía que ver con la religión y con las
costumbres. Para los europeos su religión era la única verdadera y sus costumbres
eran santas porque emanaban de la obediencia de la religión única, santa y
verdadera. Una característica de su religión, el catolicismo, es que es
sexófoba; odia la actividad sexual que no esté absolutamente regida por la
necesidad de la reproducción de personas y del orden social. Sólo soportaba el
sexo, la actividad sexual, cuando era dirigida por los hombres y se enfocaba a
la reproducción, por lo tanto no sólo era agresiva contra las mujeres sino
estrictamente heterosexual. Luis Mott habla del castigo de aperramiento, es
decir de ser muertos destazados por perros hambrientos, como un castigo que se
imponía a los hombres homosexuales y a las mujeres que se resistían a la
violación. ¡Los equiparaban! Entre los pueblos anteriores a la conquista había
muchos sistemas de género, algunos tan abiertos que casi no construían
diferencias, como entre los y las tupí-guaraní y otros tan rígidos como entre
los grandes pueblos estadistas. Los más heteronormativos eran aquellos que
necesitaban soldados para continuar con sus guerras y por lo tanto reproducción
de seres humanos: mexicas, mayas, purépechas, mixtecos (ñuu savi), quechuas y
aymaras. Los más misóginos eran aquellos que ponían a las mujeres en un sistema
de obediencia más allá de la vida: taínos y mixtecos, enterraban viva a la
esposa más joven de un alto dirigente cuando moría para que le siguiera
sirviendo en el camino al más allá. En este sentido, el sistema sexo-genérico y
la heterosexualidad obligatoria adquieren un significado complejo en el sistema
político de toda colectividad.
Sin duda,
existieron culturas más y menos permisivas respecto a la sexualidad, culturas
que persiguieron y castigaron el homo y lesboerotismo y culturas para las
cuales tenía un valor simbólico religioso y fueron prácticas apreciadas,
toleradas o permitidas a ciertos grupos sociales. Lo cual nos expresa que la
sexualidad tiene un valor simbólico y político en todas las culturas. La
sexualidad se inserta y sirve a todas las formas de coerción social. Cuanto más
opresivo es un sistema más duramente explotará el trabajo de las mujeres
ligadas a la reproducción de personas, bienes e ideas. La fuga de la
heterosexualidad implicaba una fuga del control, en particular para las
mujeres. No es casual que haya más tolerancia a la homosexualidad masculina que
a la femenina: el trabajo de las mujeres es trabajo de subsistencia, es
absolutamente necesario y no superfluo, por lo tanto no puede fugarse del
control.[6]
De esta manera, la imposición de la heterosexualidad en culturas incluso prehispánicas,
sirvió también para el disciplinamiento y la apropiación del trabajo gratuito.
Si bien este sistema de estratificación heteropatriarcal precolonial no estaba
alimentado por la racialización, si sustentaba un sistema de castas, lo que
potenció a decir de Paredes, el entronque patriarcal.
Breny
Mendoza (2001), profundiza el análisis de la heterosexualidad como dispositivo
de poder en la estructuración del mestizaje, en la sociedad colonial y
postcolonial de Honduras. Afirma que la imposición de la heterosexualidad y sus
consecuentes engenerizaciones sirvió pues a la colonización europea para el
disciplinamiento de la población, la apropiación del trabajo gratuito de
hombres y mujeres y la reproducción de dicha fuerza de trabajo, imposiciones de
las que se beneficiaron los hombres colonizados. Apunta tres elementos:
Primero, la vinculación entre conquista, racismo y sexualidad, desde donde
explica la invasión de los cuerpos de las mujeres, a través de actos de
violación sexual cometidas por hombres españoles sobre mujeres indígenas o
negras, o en algunos casos en el marco de relaciones efímeras. Segundo, el
carácter heterosexual y el factor reproductivo que regulan el régimen de
familia patriarcal en un sistema de castas. Tercero, el hecho de que el sistema
de castas conduce a una condición de ilegitimidad y de bastardía del mestizo
durante la Colonia, lo cual afectó su masculinidad e identidad hasta hoy día.
El
mestizaje, producto de la imposición sexual en su cruce con la variable raza,
muestra diversos escenarios que estructuran la pirámide de las castas y el
destino social de los sujetos, así, mestizas, peronas, pardas, saltapatrás,
zambas, indias, etc, nos dice Mendoza, dan cuenta que el concepto de mestizaje
ha sido construido como una categoría heterosexual, pues implicó el producto
híbrido de la relación entre el español y la mujer indígena, a través de la
apropiación de sus cuerpos, de su sexualidad y su fuerza de trabajo. Señala,
además, cómo las relaciones homosexuales, en tiempos de la conquista y de la
sociedad colonial, fueron silenciadas y eran consideradas irrelevantes en la
noción de mestizaje porque no eran “realmente amenazantes” a la pirámide
social. Por otro lado, contrario sensu, varias fuentes subrayan que la supuesta
homosexualidad (y lujuria en general) de las y los nativos fue denunciada con
horror por la iglesia y la Santa Inquisición, como una manera de presentar los
pueblos colonizados y esclavizados como inmorales, pecadores y por tanto,
merecedores de su suerte.
No hubo
cabida para lo femenino-mestizo, ni para la indígena, la negra o la mulata. Las
mujeres fueron suprimidas o representadas como “reposo del guerrero”, ausentes
en su subjetividad, siempre asumidas como madres, hermanas, abuelas o amantes
solidarias, no como entes activos de la vida pública (Mendoza, 2001).
La
construcción de la identidad nacional se organizó con base a políticas
nacionales de asimilación y/o blanqueamiento, cuando “lo indio” o “lo negro” se
convirtió en un “problema”, bajo el argumento que su permanencia significaba el
atraso. Si bien había un reconocimiento de la nacionalidad de los y las
indígenas, por haber nacido en un territorio nacional en el plano jurídico, en
el plano social y político fueron excluidos. La nacionalidad les fue a menudo
negada a la gente negra, porque se asumieron primero como simples posesiones de
sus amos, y luego, como extranjeros y extranjeras. Las facilidades a la
inmigración masiva de personas europeas bajo el argumento de resolver el problema de “desolación” de los
territorios, expresaba una política de racismo de Estado. Entre fines del siglo
XIX y mediados del siglo XX, aunque había una amplia reserva de mano de obra
indígena y negra, no se acudió a ella, argumentando que no contribuiría al
desarrollo, al tiempo que se otorgaba nacionalidad a migrantes europeos y
europeas para “mejorar la raza americana” (Euraque, 1996).
Así, la construcción de Nación tiene un significado
profundamente heterosexual. Nira Yural-Davis plantea que la cimentación de los
nacionalismos envuelven construcciones específicas de masculinidad y feminidad,
las mujeres reproducen a las naciones biológicamente, cultural y
simbólicamente, por lo tanto su construcción es fundamentalmente heterosexual.
La dimensión genealógica ligada al mito de origen común de genes, sangre, raza,
construye visiones homogéneas y excluyentes de la nación, sustentadas en el rol
tradicional de las mujeres (la crianza) para la perpetuación de su rol.
Preocuparse de la pureza biológica, implica el control de la sexualidad de las
mujeres, es decir de su reproducción en aras del “bienestar” de la nación, lo
que evidencia el conflicto entre lo los intereses individuales y la
colectividad nacional. Las mujeres aparecen como guardianas simbólicas y
reproductoras del simbólico cultural nacionalista: lenguaje, religión,
tradiciones, costumbres, asumidos como escencia constitutiva de la nación, en
los que juegan símbolos de género y por tanto construcciones de masculinidad y
feminidad, así como la sexualidad.
En su texto La Nación
Heterosexual, Ochy Curiel también afirma que la construcción de
Nación tiene un significado profundamente heterosexual, debido a que se
estructura bajo las dimensiones de un contrato
heterosexual basado en la diferencia sexual, lo que le imprime la característica
de un régimen político. Si bien la Constitución define la nacionalidad como base de
la ciudadanía, puede ser utilizada para limitarla, como es el caso de muchas
mujeres y lesbianas migrantes. Aunque la nacionalidad
se obtiene por derecho, la ciudadanía está limitada cuando el régimen de la
heterosexualidad actúa como demarcador de derechos, por ejemplo el acceso al
trabajo y a la vivienda, llevando a situaciones de precariedad y de inseguridad
no sólo a nivel local, sino también transnacional, más aún cuando por efectos
de la mundialización se genera una división sexual y racial internacional del
trabajo que empuja fundamentalmente a lesbianas y mujeres del Tercer Mundo a
migrar y a establecer, sin quererlo, relaciones heterosexuales para conseguir
papeles y estabilizar su situación migratoria. Son sólo algunos ejemplos
que exhiben a la Constitución como ley suprema de la Nación, que no sólo fija
los límites de un Estado moderno y sus
poderes, sino y sobre todo, condiciona y
orienta las relaciones de sexo, además
de “raza” y clase. Ese
“contrato social y sexual” surgió de la negociación entre las fuerzas políticas
y sociales y en el caso colombiano, como otros, contó con el agenciamiento de
los grupos subalternizados, los cuales fueron “incluidos” parcialmente. Sin
embargo, quienes poseyeron el privilegio de prescribirla, fueron en su gran
mayoría, los grupos que han sustentado el poder político, económico, social,
sexual y racial. En ese sentido, la nacionalidad y la
ciudadanía son afectadas directamente por el régimen heterosexual. Así, mientras el régimen
heterosexual se exprese en la constitución misma de cualquier nación, entiéndase,
cualquier ley, servirá para delimitar una existencia que escape a las reglas
sexo-genéricas, es decir que las bases de la discriminación seguirán presentes
mientras la Nación heterosexual tenga existencia.
Bibliografía
Curiel, Ochy, Descolonizando el feminismo: una
perspectiva desde América Latina y el Caribe
Curiel, Ochy, La Nación Heterosexual.
Análisis del discurso y el régimen heterosexual desde la antropología de la
dominación. Brecha Lésbica, en la frontera, Colombia, 2013.
Galindo, María, Entrevista a
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nuestra América. Editorial Corte y Confección, Ciudad de México, Primera
edición digital, enero de 2014. http://francescagargallo.wordpress.com/
López,
Miriam y Echevarría, Jaime, Transgresiones sexuales en el México antiguo,
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claves de lectura y de un vocabulario estratégico descolonial.
Reyero,
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del Sur desde las propuestas de Maria Lugones y Julieta Paredes.
Yuval-Davis,
Nira, Género y nación. Centro de la mujer peruana Flora Tristán, Lima 2004.
[1] Lugones en Hacia un feminismo decolonial, cuestiona a Quijano el
presupuesto de que género e incluso sexualidad, forzosamente son elementos
estructuradores de todas las sociedades humanas y que estas categorías
determinen comportamientos en las mujeres por estar ligadas a la reproducción
biológica. En esta suposición Quijano acepta, sin darse cuenta, afirma Lugones,
las premisas patriarcales, heterosexistas y eurocentradas que existen sobre el
género. Disponible en:
[2]
La
cosmología
aymara plantea la “complementariedad”, de base cosmocéntrica, expresada
como el Chacha Warmi, como la comprensión indígena
del Género, donde el ser humano es entendido como parte de la biosfera, no sólo
de la historia; la oposición hombre-mujer, ora como Jaqi, que no sólo busca la
complementariedad de hombres y mujeres, de lo femenino y masculino, sino
también, la complementariedad de la naturaleza y la cultura, de desarrollo y
Vivir Bien, de capitalismo y reciprocidad, de monoteísmo y animismo, que son
las fuerzas y energías arquetípicas que modelan la realidad. Esta definición defendida
por el indigenismo es puesta en cuestión por las feministas comunitarias
bolivianas para quienes, “completareidad” no se asemeja a equidad, reciprocidad, armonía
o equilibrio, ya que la complementariedad en la teoría de conjuntos hay algo
principal, y alguien complementa con alguito, la yapita. Con la
complementariedad, afirman se ha pretendido naturalizar en el mundo andino, la
desigualdad, los privilegios de los varones y la opresión de las mujeres, es
decir el patriarcado. El mundo andino no es par ¿quiénes comen más en las
comunidades la mejor porción?, ¿quiénes no cocinan, ni crían a las guaguas
(niños/as)?, ¿quiénes deciden en la comunidad? ¡Los chachas, los hombres!
Afirma Julieta paredes, en entrevista.
http://www.democraciaglobal.org/noticias/795-feminismo-comunitario-latinoamericano-la-naturaleza-no-es-una-teta-infinita
[3] Francesca Gargallo
manifiesta que estando con mujeres y hombres ñuu savi (actuales habitantes de Mixtecapan -país de los mixtecos- o Mixtlán, que
abarca parte de los estados de Guerrero y Puebla, y en mayor proporción el
estado de Oaxaca) le dijeron una tarde que de no haber perdido la guerra
llevada a cabo durante 70 años con los mexicas, un año antes de la llegada de
los españoles, seguramente habrían sabido oponer una mejor resistencia a la
colonización europea. Pero ya pagaban impuestos a los mexicas y una hija de
Moctezuma era la encargada de cobrarlos. Conversaciones con Francesca Gargallo,
17 de junio del 2014.
[4] Miriam López y Jaime
Echevarría en el ensayo “Transgresiones
sexuales en el México antiguo” publicado en la Revista Arqueología Mexicana
Vol XVIII NUM 104, julio-agosto 2010; plantean que si bien la violación a las
mujeres estaba penada, era una práctica común durante las guerras. Igualmente
afirman que respecto la homosexualidad, los nahuas castigaban al homosexual
pasivo sacándoles las entrañas por el sexo, le cubrían de cenizas y le prendían
fuego, mientras que al activo lo enterraban vivo con cenizas. Respecto la
prostitución afirman que si bien era promovida por el Estado Nahuatl en algunas
fiestas ofreciendo entrenamiento sexual a los cautivos o personificadores de
dioses, las prostitutas, llamadas maqui,
acompañaban a los militares en sus contiendas, algunas eran orilladas a dicha
actividad por su extrema pobreza, otras entregadas por sus familiares como
tributo y otras por voluntad propia, lo cual nos habla de una estratificación
genérica y sexual en favor de un sistema patriarcal.
[5] Gargallo en Feminismos desde
Abya Yala. Ideas y proposiciones de las mujeres de 607 pueblos en
nuestra América, apunta que las culturas donde las sexualidades no
reproductivas son conocidas, difundidas o aun simplemente toleradas (las
homosexualidades) generalmente desarrollan un sistema de relación entre los
sexos menos rígidos, reconocen o toleran las personas intersexuales y no cuidan
hasta la muerte la castidad de las mujeres antes del matrimonio y la fidelidad
de las mujeres después.
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