LA FEMINEIDAD, CONSTRUCCION PERVERSA DE LA MASCULINIDAD[1]
Norma Mogrovejo
Resumen
La generización de la
identidad masculina o femenina es parte del dispositivo de regulación del poder
y que posiciona a uno de los cuerpos e identidades al servicio del otro, así la
feminidad, es construida desde la masculinidad para su servicio y dominio. La
masculinidad en alianza con el sistema capitalista y los medios de
comunicación, a través de la moda imponen la simbólica de lo femenino, con el objeto
de mantener la sujeción de las mujeres.
La reflexión
feminista permitió desentrañar el sentido político de la diferencia sexual
entre hombres y mujeres, y desarrollar instrumentos de análisis que posibiliten
una visión crítica de las construcciones culturales, sin embargo las feministas
en la práctica, reproducen los dispositivos binarios y la feminidad como modelo
de dominación sigue intacta.
The genderization of masculine and feminine
identity a regulatory power mechanism that places one of these bodies or
identities at the service of another. Thus, masculinity constructs
femininity for service and domination. Masculinity, in alliance with the
capitalist system and communications media, employs fashion to erect a
symbolism of the feminine to maintain women under subjection.
Feminist thought allows us to entangle the
political meaning of sexual differences between men and women, and to develop
analytical tools to develop a critical vision of cultural constructs.
However, in practice feminists reproduce the binary thinking typical of
masculinity, and femininity as a model of male domination continues intact.
Furthermore, it is absolutely outrageous that women
who define themselves as "feminists" continue to wear high heels in
the 21st Century. Therefore, the principal thrust of the lesbo-feminist
struggle must be the elimination of high heels not only as a phenomenologically
concrete fashion item, but as an ideological accessory of masculinity, in its
most anachronistic conceptualization.
La interpretación masculina de la mujer
A
principios de los 70s salió publicado en España el libro de Esther Vilar, El varón domado, uno de los libros más
populares y polémicos de la época. El texto de Vilar apuesta al poder de la
femineidad como forma de control social que las mujeres tienen sobre los
hombres. Mediante estrategias de seducción, la mujer
controla al hombre, algo de lo que ellos muchas veces no son conscientes. “El
hombre fue entrenado y condicionado por la mujer, para convertirlo en su
esclavo. Como compensación es premiado periódicamente con una vagina” afirma
Vilar en una entrevista.[2]
La aparición del libro, justo cuando la efervescencia del
movimiento feminista hacía eco en Europa y América, y las mujeres cuestionaban
el papel decorativo con el que el sistema patriarcal pretendió esconder la
opresión y la explotación de su fuerza de trabajo, fue duramente criticado y puso
en cuestión el uso de la feminidad, como un dispositivo que pretendía
naturalizar su subordinación y en consecuencia el espacio social y político al
que esa naturalización la condenaba: el privado. Aún cuando la discusión se inició
en los 70s, considero que el feminismo no ha profundizado suficientemente la
reflexión, ni la práctica estratégica sobre la femineidad y su función social
en un mundo patriarcal. De allí que algunas de las preguntas iniciadas
entonces, todavía siguen vigentes:
¿Es la
femineidad un producto de la naturaleza de las mujeres?, ¿para qué sirve?, ¿a
quién le beneficia?, si fuera una construcción cultural, ¿porqué las feministas
no prescinden de ella? ¿Por qué ese dispositivo de control sigue manejando la conducta
humana y se reproduce intocable como si su existencia fuera natural?
Con el
surgimiento de la segunda ola del feminismo, a principio de los 70s, los grupos
de reflexión feminista permitieron desentrañar el sentido político de la
diferencia sexual entre hombres y mujeres, y desarrollar instrumentos de
análisis que posibiliten una visión crítica de las construcciones culturales. La
cultura fue puesta bajo sospecha, sometida a inspección y encontrada culpable
de misoginia, heterosexismo, etnocentrismo y clasismo. Leer como mujer, al
tiempo que ejercicio metodológico, se convirtió en actividad política de
resistencia a la universalización masculina que la cultura patriarcal impuso
por siglos. Así, la interpretación feminista se convirtió en un acto de
supervivencia y resistencia a los dictados ideológicos androcéntricos.[3]
En
1970, Carla Lonzi publicó “Escupamos
sobre Hegel y otros escritos sobre liberación femenina”, señalando que “La imagen femenina con que el hombre ha interpretado a la mujer, es una
invención suya, el hombre siempre ha hablado en nombre del género humano, pero
la mitad del género humano lo acusa ahora de haber sublimado una mutilación.
Consideramos incompleta una historia que se ha construido, siempre, sin
considerar a la mujer como sujeto activo de la misma”. Con esto Lonzi define la
heterosexualidad como un dogma que considera a las mujeres como complementos
“naturales” de los hombres, relación que se sostiene a través de la reproducción.[4]
Posteriormente, en 1975, aparece el texto The
normative status of heterosexuality escrito por el Colectivo de lesbianas
feministas Purple September de Amsterdam en el cual se afirma que una de
las definiciones implícitas de la feminidad es la heterosexualidad y que
el objetivo general del condicionamiento femenino es hacer que las
mujeres se perciban a sí mismas y a sus vidas a través de ojos masculinos, lo
que da a la heterosexualidad un estatuto normativo.
Si el
espacio privado era la razón del confinamiento, para algunas feministas se
debía arrebatar de la exclusividad masculina el espacio público y ocuparlo. Sin
embargo, para otras, había que transformar algunos aspectos del ámbito privado,
uno de esos era la sexualidad. Es así que
las radicales acuñan “lo personal es
político”, que sirvió para analizar espacios de la vida privada. Kate Millet
plantea que “La estructuración de la sociedad a través de la división sexual,
limita las actividades, trabajo, deseos y aspiraciones de las mujeres. El sexo
es una categoría de posición social con implicaciones políticas”.[5]
Transformar lo privado implica transformar las reglas de la relación entre
hombres y mujeres y en consecuencia los roles femenino y masculino, lo que a su
vez trastocaría profundamente las bases de la política que se estructura en
términos de dominio y subordinación entre los sexos.[6]
La
definición de la categoría sexo/género de Rubin como “el conjunto de
dispositivos por medio de los cuales una sociedad transforma la sexualidad
biológica en un producto de la actividad humana” permitió separar las
construcciones culturales como femineidad y masculinidad conceptualizadas como
género, de la biología. La oposición hombres y mujeres, “lejos de ser una
expresión de las diferencias naturales, “exige en los hombres la represión de
todos los rasgos localmente definidos como ‘femeninos’ y, en las mujeres, de
los rasgos localmente definidos como ‘masculinos’”, con la finalidad de oponer
unos a otros. Según Rubin, en todas las sociedades la personalidad individual y
los atributos sexuales “se generizan”, vale decir, la cultura los obliga a
adecuarse a la “camisa de fuerza del género”. Estos sistemas sexo/género “no
son emanaciones ahistóricas de la mente humana” sino productos de la actividad
humana, que es histórica y en consecuencia, responden a intereses políticos.[7]
Para
Wittig, masculino/femenino, varón/mujer son categorías que ocultan las
diferencias que se crean dentro de un orden económico, político, ideológico.
Todo sistema de dominación establece divisiones al nivel material que
favorecen a un grupo y desfavorecen al resto. Lo mismo ocurre con el sexo: es
la opresión de las mujeres por los hombres la que crea el sexo, y no al
contrario; creer que el sexo es la causa de la opresión implica creer
que el sexo es algo que preexiste a lo social. "Sexo" es una
categoría política totalitaria que funda la sociedad como heterosexual; con sus
propias instituciones, su propio sistema de leyes, su propia policía. Conforma
el cuerpo y la mente, hasta el punto de que no podemos pensar fuera de ella.
Los seres humanos somos forzados a que nuestro cuerpo y nuestra mente se
correspondan, rasgo a rasgo, a la idea de "naturaleza", a la idea de
sexo y de género. Ocurre lo mismo que con la raza: ésta, igual que el sexo, es
considerado un dato sensorial, una serie de rasgos o características físicas que
pertenecen al orden de lo natural. Pero lo que creemos que es una percepción
física y directa es sólo una construcción sofisticada y mítica, una
"formación imaginaria" que reinterpreta los rasgos físicos (en sí
mismo tan neutrales como cualesquiera otros pero marcados con significados
específicos por el sistema social) en función y a través del entramado de
relaciones por las que son percibidos.[8]
Julieta
Paredes y Espinoza hablan de la importancia de reconocer los intereses a los
que responde la división genérica y racial, [9]
y la normatividad que ello implica en la regulación de los cuerpos a favor de
un grupo y detrimento del otro y que implica el hecho práctico de que una
persona por sus características físicas
de hembra (vulva, vagina, senos y capacidad reproductora) es socialmente reconocida
y construida como mujer; o de piel (oscura), y en consecuencia vive una
realidad diferente sin los privilegios y prerrogativas sociales, económicas,
ideológicas y por tanto políticas de quienes son reconocidos y construidos como
hombres y blancos. [10]
De esta
manera, la modelación del cuerpo sexuado, es decir la generización en una
identidad masculina o femenina, es parte del dispositivo de regulación ejercida
desde ámbitos de poder y que posiciona a uno de los cuerpos e identidades al
servicio del otro.
La
construcción de esa diferencia sexual aparentemente irreconciliable en base a
supuestas características biológicas marca el género, así la feminidad, es
construida desde la masculinidad para su servicio y dominio. De ahí que exista
una suerte de coacción en hacer corresponder cuerpo y mente a la idea de
"naturaleza" y que justifica y refuerza la heterosexualidad como
única forma de relación natural y complementaria entre hombres y mujeres.
Pisano plantea que la reducción
de la sexualidad al espacio reproductivo es fundamental para declarar al cuerpo
como objeto para ser dominado. El hombre concebido como superior, domina su
cuerpo, crea, piensa, organiza y elabora valores, lo que se define como
masculino y traduce a su cuerpo el lugar de entrenamiento y desarrollo para el
dominio. El cuerpo mujer, por su función reproductora, reducido a sujeto
instintivo y/o a objeto de placer, está anulado como sujeto pensante,
supeditado al dominio. Estos son algunos de los signos con que se construyen
las ideas de feminidad y donde la mujer pierde automáticamente la autonomía e
independencia, para formar parte de una masculinidad que piensa y diseña
nuestra subordinación.
Los modelos eróticos con
que somos socializadas van construyendo y reconstruyendo la simbólica de lo
femenino desde los poderes culturales, que son reforzados permanentemente por
la iconografía de los medios de comunicación y de grupos culturales que,
aunque, aparentemente tengan una posición permisiva o cuestionadora de la
sexualidad o de la libertad, en lo medular siguen sosteniendo los viejos
valores de la masculinidad. Para cambiar estos valores se requiere
necesariamente de un proceso político cultural civilizatorio que cuestione en
lo más profundo los viejos estereotipos de la sociedad patriarcal, que sigue
totalmente vigente, aunque se haya travestido de una seudo igualdad en esta
masculinidad moderna.[11]
Las modas y la modelación de la feminidad
La
feminidad no es una forma esencial de ser de las mujeres, sino una construcción
interesada. Las mujeres hemos sido diseñadas rasgo a rasgo bajo los intereses
de la masculinidad. Un ejemplo claro de ello son las modas, creadas desde el
pensamiento masculino para dominar a las mujeres.
La moda indica un mecanismo regulador de
elecciones, son aquellas tendencias repetitivas, ya sea de ropa, accesorios,
estilos de vida y maneras de comportarse, que marcan o modifican la conducta de
las personas.
Simmel la
define como la imitación de un modelo que proporciona satisfacción a la
necesidad de apoyo social y conduce al individuo al mismo camino por el que
todos transitan.[12]
La moda no opera como un fenómeno aislado e independiente de la sociedad en la
que se ha gestado y de los cambios socio-culturales producidos. Por el contrario,
existe una tendencia hacia la reciprocidad entre las formas de vestir de las
personas, los valores culturales y el mundo social. Cada época histórica tendrá
como correlato determinados patrones estéticos y usos de indumentarias que
expresan una cosmovisión ligada a un tipo de orden social. Es decir, la
estética de una época se devela al poner en diálogo los distintos modos de
vestir y la vida social.[13] De ahí que la moda debe ser conceptuada como un
sistema de instituciones, esto es, una sucesión de prácticas sociales repetidas
con regularidad y continuidad, sancionadas y mantenidas por normas sociales,
que encuentran su importancia fundamental dentro de la estructura social.[14]
A través
del arte y de la creación de indumentaria puede rastrearse el conflicto
político a raíz de la transición de los valores de la aristocracia ligados a
las Cortes Medievales y al Feudalismo en Europa, contrapuestos a los valores de
la naciente burguesía. Elías señala que en la Edad Media surgieron los primeros
manuales de etiqueta y de comportamiento social. Las Leyes Suntuarias fueron
disposiciones legales cuyo objetivo era regular la diferenciación social basada
en la indumentaria y el lujo, prohibía el uso de determinadas ropas, telas y/o
colores a todos aquellos que no pertenecieran a las cortes, a la nobleza y/o al
clero.[15] Foucault (1989, 2003
[1977]) señaló que en esta etapa, los dispositivos disciplinarios fueron
constitutivos de la organización social. En las sociedades disciplinarias −nacidas en el siglo XVIII y XIX, y
encontrando su esplendor en el siglo XX− los sujetos eran regulados mediante
dispositivos de encierro que funcionaban como instituciones ordenadoras de lo
social. El autor sugirió que los mecanismos de dominación eran asociados a la
idea de una sociedad que vigila y castiga a través de sus instituciones. El
autor establece una noción histórica sobre la idea de normalidad de los sujetos
y sus cuerpos, que actúan en formas de tecnologías del yo (Foucault, 1990). Si
bien Foucault jamás relacionó su teoría con la moda y las prácticas del vestir,
algunas perspectivas de análisis sostienen que sus planteos sobre el
disciplinamiento de los cuerpos también se pueden rastrear y enlazar con la
historia de la moda.[16] En el siglo XIX, la
figura del corsé femenino ilustra una forma de disciplina y opresión sobre los
cuerpos de las mujeres porque el uso de dicha prenda era asociado a cuestiones
morales. Las nociones de Foucault en torno al poder, pueden ser relacionadas
con las prácticas del vestir para comprender los modos en que los cuerpos
adquieren significado a partir de los discursos sociales. La perspectiva de
género no está presente en la obra de Foucault, no obstante, algunos trabajos
feministas posteriores como los realizados por Judith Butler (1999), han
incorporado la noción del poder
foucaultiano para explicar al cuerpo generizado a partir del esquema
binario identitario de lo femenino y lo masculino como un constructo de los
discursos de la modernidad.[17] En este marco, se
considera que la indumentaria cumple un papel esencial puesto que marca y
refuerza las fronteras de las identidades de género binarias e inscribe
significados culturales sobre los cuerpos. De este modo, se enriquece el
análisis a partir de la incorporación de una genealogía de las prácticas del
vestir.[18]
Para los
historiadores de la moda y el traje, es a partir de la mitad del siglo XIX que
la vestimenta incrementó la división entre los mundos e imaginarios femeninos y
masculinos. Occidente, en ese momento histórico, recreó a través de la moda dos
patrones en las formas de vestir excluyentes entre sí: uno para los hombres y
otro para las mujeres. Ambos patrones simbolizaban valores opuestos, por un
lado la ropa femenina debía denotar el sentido de la seducción de las mujeres;
y por otro lado, dicho sentido tenía que estar ausente en los atuendos masculinos.[19] Los trajes femeninos se
tornaron más complejos en cuanto a sus confecciones, las telas y los bordados
utilizados. En cambio, los trajes masculinos sufrieron el proceso inverso
debido a la simplificación de los modelos que los despojó de casi todo elemento
decorativo.[20]
Los
valores del puritanismo de la etapa victoriana y los cambios producidos por la
Revolución industrial transformaron los comportamientos sociales y las
relaciones cotidianas. Desde el Renacimiento hasta mediados del siglo XIX, la
historia de la moda evidencia que hombres y mujeres solían vestirse de manera
extravagante y lúdica. Nobles y burgueses compitieron por el poder a través de
las ropas hasta alrededor de la década de 1830, luego los valores puritanos y
los cambios causados por la Revolución Industrial reestructuraron los
comportamientos sociales, y también las lógicas del vestir.[21]
Los modos
de vestir masculinos fueron transformados en Europa por influencia de los
ideales franceses de fraternidad y por la figura estética del dandy inglés como
modelo privilegiado. El traje masculino tendía a la uniformidad y a la
sobriedad y les permitía connotar rectitud, elegancia, formalismo, limpieza y
distinción social, en oposición a la estética de la belleza y la sensualidad
que eran considerados atributos exclusivos de lo femenino. El vestuario de los
hombres perdió su función ornamental, y privilegió la uniformidad como atributo
de decoro y buen vestir, pero especialmente como atributo de masculinidad
caracterizados por su acceso a los ámbitos de poder ligados al orden público y
económico. La indumentaria masculina, a su vez, pasó a simbolizar la
naturalización de la identidad sexual y/o de género en oposición a la identidad
femenina, y viceversa3. Esta es la época en que la vestimenta tiene
implicancias simbólicas en tanto refuerza una conformación binaria y jerárquica
de los géneros donde los elementos decorativos dejaran de formar parte de los
atuendos masculinos, y quedaran relegados a lo femenino.
El traje
femenino en el siglo XIX, tendió a marcar la silueta y las formas de los
cuerpos de las mujeres recuperando el uso del corsé, los miriñaques y los
grandes escotes. Se utilizaban adornos variados y en cantidad (por ejemplo,
plumas, moños, flores), y a la vez, se combinaban con capas superpuestas de
distintas telas, tocados que realzaban los peinados, sombreros, zapatos y botas
de tacón, etc. La cintura estrecha, el busto abombado tendiendo hacia delante,
efectos producidos por el uso del corsé, la falda con cola ajustada a las caderas,
que quedaban desplazadas hacia atrás, los cuellos altos y los adornos que al
caminar producen efecto de movimiento, originan en los últimos años del siglo
XIX la primera manifestación del Modernismo en el vestido (de Sousa Congosto,
2007, 202).
La indumentaria
femenina dio lugar al uso de objetos complementarios en las formas de vestir
tales como abanicos, guantes, chales, carteras, aros, etc. La combinación de la
ropa con los accesorios, recreó un estereotipo de una estética femenina
asociada al adorno y a lo decorativo como rasgo identitario que a primera vista
se diferenciaba de lo masculino. Por otra parte, las modas femeninas estaban
basadas en el uso de prendas que dificultaban los movimientos corporales de las
mujeres. Esto consolidaba el imaginario moderno que las alejó de la fase
productiva. Y reificaba la supuesta división entre una esfera pública (asociada
a lo masculino) de la otra esfera privada, ligada a lo doméstico como ámbito de
la femineidad.
La
división sutil de los géneros por medio de las apariencias, también impregnó la
puja entre las clases sociales pero con características diferentes. El consumo
de moda quedó asociado a las clases que tenían una mejor pertenencia social
debido a la posesión de dinero, y la consecuente posibilidad de plasmar en las
prácticas del vestir la distinción social. La redistribución del ingreso, el
capital y las condiciones laborales eran discusiones que concernían al orden
público y que por lo tanto, dejaban de lado a las mujeres. Las primeras
reivindicaciones feministas nacieron peleando contra la configuración del orden
patriarcal, y denunciando la construcción de la representación de la mujer en
tanto objeto erótico ideal y deseo en pos de la mirada masculina (de Beauvoir,
1999 [1949]). Es decir que, a grandes rasgos, el feminismo surgió cuestionando
y buscando una posibilidad de negociación de los espacios de poder que
relegaban a las mujeres hacia la domesticidad de manera pasiva, y las reducía a
frágiles objetos decorativos, o bien, reproductivos.
A su vez,
el siglo XIX, fue una etapa de grandes cambios en la historia de la moda. Los
ciclos del sistema de la moda comenzaron a acelerarse, entre otros aspectos,
debido a la necesidad de la aristocracia y la burguesía (muchos devenidos en
nuevos ricos) de distinguirse de las clases populares. El sector social
trabajador accedía al consumo de mayores y mejores prendas puesto que eran
menos costosas gracias a la producción seriada industrial.
Este
incremento en la demanda propició el surgimiento de los grandes almacenes de
ropa. Francia seguía siendo el epicentro de la moda femenina, e Inglaterra de
la moda masculina. Ambos países marcaron −en este momento− los parámetros
estéticos a seguir colectivamente, difundidos en incipientes catálogos de moda
que mostraban figurines e ilustraciones de los diseños.
Posteriormente,
se consolidaron las revistas de modas con diferentes características y
objetivos. Por un lado, se encontraban las publicaciones dirigidas a las
mujeres como potenciales consumidoras, y por otro, las dedicadas a las personas
vinculadas al rubro textil como profesión (sastres, costureras, etc.).
En este
período, la indumentaria no sólo se polarizó acorde a las identidades de género
y/o sexuales binarias, y la pertenencia social. Además, las formas del vestir
de los niños y niñas se separaron por completo de los atuendos usados por las
personas en edad adulta (de Sousa Congosto, 2007).
Con el advenimiento y desarrollo del capitalismo la
moda adquiere relevancia; siendo el consumo, uno de los objetivos principales; referida
a la compra y uso de mercancías como
hechos sociales, constituye la etapa final
del proceso económico. En tal sentido, la moda tiene la función de generar necesidades
y satisfacción personal, llegando incluso a forjar procesos
de fetichización. Por medio de la mercadotecnia o
publicidad, herramientas que fomentan el consumismo, el sistema capitalista al
tiempo que promueve la adquisición competitiva como signo de status y
prestigio, marca las reglas de comportamiento de los sujetos a través del
mandato de la moda.[22]
La moda no es un fenómeno de la modernidad, su función
principal está en la modelación de comportamientos, genéricos y de clase.
Existen ejemplos muy antiguos de imposición de modelos de vestimenta con el
objeto de limitar la movilidad de las mujeres. En el siglo X
inició en la China la costumbre de vendar los pies de las niñas desde los cinco
años para usar el zapato de loto. Desde
entonces las mujeres chinas de todas las clases han experimentado el dolor
atroz de atrofiar el crecimiento de sus pies. Se creía que manteniendo a las
mujeres físicamente limitadas sería menos probable que alcanzaran independencia
mental. Los pies deformados eran sinónimo de belleza y el entorno
juzgaría que una mujer sin pies minúsculos, estaba desahuciada para
contraer matrimonio. La meta del vendaje era juntar los dedos del pie y el
talón de modo que el pie pudiera formar un arco, con el propósito de cambiar la posición del cuerpo, de modo que
siempre que caminase una mujer, sus nalgas se movieran para apoyar la parte
superior del cuerpo. El efecto es similar a usar zapatos de tacón alto
actualmente.
Si bien la moda ha cambiado a lo
largo de los años, durante el siglo XIX y principios del XX, la denominada moda
de clase, respondió a estándares diferenciados, creados, adoptados y difundidos
por las élites, con objeto de fijar posiciones sociales.
La
historia de la indumentaria femenina y la moda no son inocentes. Los valores
que situaban a la mujer como “dama inmaculada”, “madre entregada”, “ingenua”,
“inocente”, “sin deseos”, “dependiente” y “acompañante del hombre”, fueron
inculcados junto a ideales religiosos que predicaban la culpabilidad de la
mujer en el pecado original y, en consecuencia, la dependencia de la mujer
respecto al hombre. Dichos ideales debían reflejarse en la imagen física de las
mujeres, así como en su vestimenta. La imagen de pureza se mostraba en pieles
pálidas para lo cual bebían, entre otras cosas, vinagre que aclaraba su cutis.
La vestimenta, evolucionó hacia vestidos cada vez más elaborados, aparatosos e
incómodos. El vestido victoriano se caracterizaba por cubrir el cuerpo desde el
cuello hasta los pies. La parte superior, cubría completamente el torso y los
brazos y llevaba debajo un corsé para estrechar la cintura. La falda destacaba
por ser muy abultada, lo cual se lograba mediante una estructura de un metal.
Si bien el uso de estos accesorios servía para adelgazar la silueta y hacerla
más atractiva para los varones, el sentido fundamental de la estética femenina
estaba centrada en su imagen débil y dependiente. Los corsés aprisionaban tanto
los pulmones que las mujeres se desmayaban con demasiada frecuencia. El corsé
desapareció a inicios de la Primera Guerra mundial debido
a que las mujeres debían suplir la mano de obra masculina y requerían
mayor comodidad en el vestir para producir mejor.
Los
tacones eran y aún, son indumentarias que representan el símbolo de sumisión
dadas sus características restrictivas sobre el cuerpo, ya que limitan la
movilidad, afectan el equilibrio, disminuyen la velocidad de desplazamiento y
aumentan el cansancio corporal al caminar largos trayectos. El tacón es
reconocido como uno de los más comunes fetiches preferido por los hombres,
razón por la cual se utiliza con frecuencia en actividades de prostitución y en
los espectáculos diseñados para el público masculino. La falta de inocencia del
uso de tacones radica fundamentalmente en los diversos problemas médicos
asociados a su uso, como deformaciones en la columna, dolores de espalda,
problemas renales o de ovarios. Las mujeres sufren de cuatro veces más
problemas en los pies que los hombres, a causa de los tacones. Problemas como
el Hallux valgus, Sesamoiditis o el Dedo en martillo son provocados o agravados
por el uso de tacones.
Estas
indumentarias junto a los diversos símbolos de la femineidad como las uñas
largas, la depilación de las piernas, el maquillaje, la modelación de un cuerpo
delgado, etc., constituyen mandatos genéricos de la femineidad, que tampoco son
inocentes.
Si bien
el planteamiento feminista reivindica posiciones construccionistas sobre el
género y la sexualidad,
la modelación binaria del género sigue siendo una práctica cotidiana en ellas
como en toda la sociedad. No es raro encontrar activistas feministas vestidas y
arregladas a la usanza femenina, sobre todo si deben aparecer en los medios de
comunicación. Lo cual significa que el dispositivo del control masculino sigue
manejando incluso las mentes más críticas y disidentes presentándose como
modelos a seguir dentro de los propios mandatos de las reglas de opresión patriarcal.
Así, pareciera que la sexualidad es una fuerza natural que existe con
anterioridad a la vida social, eterna, inmutable y transhistórica, imposible de
modificar, y que la interiorización de las normas sociales que ordenan
la sexualidad, que sirven al refuerzo del status quo, y ratifican la
hegemonía de los varones occidentales, blancos, heterosexuales y de clase media
y media alta es difícil de romper. Sin embargo, la cadena de la opresión, en el
último eslabón se rompe. El feminismo requiere revisar a profundidad los
dispositivos de control patriarcal y, las feministas transformar nuestro ámbito
privado como ejercicio de lo político.
[1] Publicado
en: Aguilar, Ernesto, Karla H. Guzmán y Claudio González (eds), Memorias del
Seminario "Feminismos y Masculinidades", 3 volúmenes, prólogo de
Francesca Gargallo, Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa, noviembre
2013, versión electrónica.
[3]Suárez, Beatriz, De
cómo la teoría lesbiana modificó a la teoría feminista (y viceversa), Publicado en Internet en la dirección:
http://webs.uvigo.es/pmayobre/pc/profesorado_11.htm#beatriz,
revisado 20 de diciembre 2012.
[4]
http://www.nodo50.org/herstory/textos/Escupamos%20sobre%20Hegel.pdf
[5] Hernández, Alma Rosa.”Historia, ideología y
praxis del feminismo en México”. UNAM, México,1990.Pág 26.
[6] Millett, Kate (2010),
Política sexual, Cátedra.
[7] Rubin, Gayle (1986), El
tráfico de mujeres: Notas sobre laa economía política del sexo, Nueva
Antropología Vol.VIII, N°30, México.
[8] Wittig, Monique (2006), El pensamiento heterosexual y otros ensayos,
Egales.
[9] Espinosa,
Yuderkis (2007), Hasta dónde nos sirven
las identidades en Escritos de una
lesbiana oscura, reflexiones críticas sobre feminismo y política de identidad
en América Latina, en la frontera, Buenos Aires, Pág 32.
[10] Paredes,
Julieta (2006), Para que el sol vuelva a
calentar en No pudieron con nosotras:
El desafío del feminismo autónomo de Mujeres Creando, Serie: Entretejiendo.
Crítica y teoría cultural Latinoamericana,
Elizabeth Monasterios P. editora, Plural Editores, Ecuador, pág. 66.
[11] Pisano, Margarita, Lesbianismo: un lugar de
frontera,
http://mpisano.cl/articulos/lesbfrontera.htm
[12] Simmel, Georg (1988), La
aventura, Barcelona, Península, pg 28.
[13] Laver, James (1989),
Breve historia del traje y la moda. Madrid: Cátedra.
[14] Entwistle, Joanne (2000), El
cuerpo y la moda, Barcelona, Paidós.
[15] Elías, Norbert (1977),
El proceso de la civilización. México: Fondo de Cultura Económica.
[16] Turner, Brian (1989), El
cuerpo y la sociedad: exploraciones en teoría social. México: FCE.
Entwistle,
ibídem.
[17] Zambrini, Laura &
Paula Iadevito (2009), “Feminismo Filosófico y Pensamiento Postestructuralista:
Teorías y Reflexiones acerca de las nociones de sujeto e identidad femenina” en
Sexualidad, Salud y Sociedad. Revista Latinoamericana, Nro. 2. ISSN 1984-6487.
Rio de Janeiro, Brasil: Universidad Estadual de Rio de Janeiro (UERJ).
[18] Zambrini, Laura Modos de vestir e identidades de género: reflexiones sobre
las marcas culturales en el cuerpo, en:
http://www.revistas.uchile.cl/index.php/NO/article/viewFile/15158/15574,
revisado el 18 de enero del 2013.
[19] Dutra e Mello, José Luiz
(2007), Onde vocé comprou esta roupa tem para homem?: A construcao de
masculinidades nos mercados alternativos de moda. Rio de Janeiro: Record.
[20] Zambrini, ibídem.
[21] Dutra e Mello, ibídem.
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